La poesía deja de ser una película, deja de ser y comienza a ser una abstracción de la realidad que se convierte en la realidad misma. Sobre la mesa del ordenador viaja un sinfín de diásporas coloreadas por el Artista Visual Leo Lobos, es la portada del libro Caballo de la Luz de Antonio Arroyo Silva. Miré una y otra vez la portada pensando que las diásporas querían decirme algo, consulté a la historia y Leo Lobos me despejó la incógnita, recordé el pincel sobre la edición del libro del poeta J. M. Memet “Canto de gallos al amanecer", editado el año 1986. José María Memet divisa entre otras cosas el Paseo Bulnes en el Chile del Bicentenario, y es que a José María no le vienen con cuentos, las manifestaciones pacificas, indolentes, subversivas y brutales, se las conoce de memoria, su bicicleta lo ayuda a ir por las galaxias cazando instantes, pero su ventana le devuelve la vista del Chile contemporáneo. Recordé la Edición porque Leo Lobos ilustró cada página del libro entre noches, botellas, cigarrillos, fotocopias y manuscritos. El poeta de las Islas Canarias recibió el obsequio y tomó de ahí la imagen para su portada. Antonio Arroyo Silva hace ya bastante tiempo nos sorprende con la claridad de sus letras y nos presenta en abril de este año, de la colección Lengua Viva, el número cinco que le pertenece, pero que también nos pertenece a todos. Se dice que el número cinco representa la inteligencia, el símbolo de lo sagrado, de la luz, de la salud, de la vitalidad y del intelecto. Certezas del universo para la creación de Antonio, que bajo El Vigía Editora aparecen en Santa Cruz de Tenerife.
Certezas en el comienzo del galopante ruido de sus letras, que no duda en citar a la gran poeta y crítica uruguaya Ida Vitale: “Quien se sienta a la orilla de las cosas resplandece de cosas sin orillas…” Debe ser el mar, ese que también visita las costas de Chile, con otras olas y otros peces, las convocan de manera precisa las palabras. Rosario Valcárcel en la presentación del libro para la prestigiosa Revista Cinosargo comenta: “Conocer la vida de un autor, resulta en muchos casos contraproducente, porque el lector puede llenarse de prejuicios negativos que interfieren en el juicio estético de la obra, pero en el caso de Antonio Arroyo es todo lo contrario, el conocerlo es precisamente su atractivo, porque su forma particular de estar en la vida; tímido, con esa calidez suya que se le sale por los poros, siempre atento al mar y a la tierra, a las cosas sencillas, a insistir en la vida, a querer flotar con los peces y a escuchar los latidos del universo… Eso es lo que le ha favorecido como escritor. Y precisamente esa virtud es la que le desata su imaginación y le enriquece el sentimiento”. Yo conozco de él, por las letras de lo que comenta Rosario. Antonio Arroyo es, para quienes tengan la posibilidad de tener entre las manos sus poemarios, la marea de las costas que viaja sobre las nubes y aparece desde la cima. Es el resplandeciente caballo que guía, de alguna forma, las aventuras que el poeta presenta en este libro.
Caballo del fulgor,
tú eres mi luz azul.
Sueña mi otra muerte,
de caballero adarga en ristre,
tuerto de tanto entuerto, exhausto de sentido:
no saber qué osamenta se le oxida
a la triste figura del espejo,
no saber que morimos del hastío
en la contienda, que de gozo nacemos
para morir de ausencia, sin saber
a tu grupa, Pegaso de la Vida.
Sus letras están libres de perturbaciones. Representan la naturaleza en el sentido de su capacidad generadora, que se compone junto al verbo como eje de la vida. Vida a la orilla del mar, acaricia las sensaciones del poeta cabalgando en su nueva obra. Es seguro que Antonio Arroyo es conocedor de su historia, su caballo tiene alas, ruedas, timón y frenos. Se permite recorrer el universo, las costas que se bañan con el golpeteo de las herraduras en los cielos. Alcanza un temple sorprendente que insta a descubrir la verdad conveniente y orientadora.
Paseo por las hojas de este libro y reencuentro el mar, el grito de Antonio Arroyo que pide que le apaguen los ojos, apaga los míos y la sensación me dice que la imagen es la misma, respiramos las mismas olas, siento la lluvia en el invierno que comienza en Santiago de Chile y las letras de Arroyo se presentan así, simplemente a controlar el escándalo:
El monólogo incierto del marasmo
más allá de esta hambre que atraviesa
en la lluvia de espuma del lenguaje.
No el reflejo del nómada arcoíris
que lleva soledad a la escollera
no la hondura cayendo del eclipse,
solo un mar capturado, taciturno.
Del velamen que sueña con la isla
sólo un mar intuyera el desafío
en el viejo noray del soliloquio
más allá de las rosas de Morales.
Treinta Haikais es la exploración del haiku a la manera de Arroyo, enternece la mirada que se posa sobre las letras, un estilo sencillo y planetariamente espiritual; completamente explicito el paseo del autor por los lugares poco poblados, los atardeceres solitarios frente al mar, a la orilla de las nubes que dan inspiración a su obra. Comparte a la manera Matsuo Basho, Yosa Buson, Isa Kobayashi y Masaoka Shiki la búsqueda de lo que los antiguos buscaron, escudriñando entre las arenas el paisaje soñado. Quien consiga domar, con sus ojos vendados de prejuicios, este Caballo de la Luz, obtendrá respuestas importantes en el camino de la vida y satisfactoriamente caminará como recién salido de un concierto de Frédéric Chopin en la postmodernidad que apareció ante nuestros ojos.
Permanentes son las letras de este poeta que he tenido la posibilidad de encontrar, más allá del libro, en la trascendente invitación de la que son objeto los lectores, una nube vaporosa que aparece, un venir y una partida desapegada de la existencia. Una claridad que no depende del otro lado, ni de éste. Una suma de pasaportes, de olvidos, de sonetos y de todos sus nombres. La ciencia, lo establecido en la acción y la reacción, el porqué de las cosas se cuelga de las hojas de este libro, correlacionándose con los lectores, las visiones, las sensaciones y las metas que se propone Antonio Arroyo. Propone el autor, a mi juicio, (sin querer quitar o agregar un valor distinto al que tienen de por si sus letras), un nuevo paradigma presente en él y en nosotros, a manera de hacernos comprender lo inútil de las preocupaciones, ayudarnos a observar lo simple, lo natural y lo diverso. Es entonces la poesía del nativo de Santa Cruz de la Palma, un garfio permanente que viaja con nosotros para acercarnos al paisaje, a la fragancia y por supuesto a la luz.
III
Cuando el geranio estalla en la ventana
el crepúsculo absorbe del geranio
un destello fugaz que incendia el ojo
y deslumbra la sed de su agonía
Cuando el geranio estalla en la ventana,
estallo yo también en la maceta
que aprisionaba el aire de mi hálito
en su cárcel azul de arcilla triste.
Ahora que se expande el estallido,
la mente del geranio es mi conciencia
de estar en el fulgor de la ventana
cuando el geranio estalle en el poema.
El leguaje nos entrega la necesidad del poeta de comunicarnos su interioridad, el papel sostiene las esperanzas, que desprenden la tinta que dibuja las letras que avanzan en el universo transformándolo todo. Los colores de la portada, fruto de la dedicación de Leo Lobos y su pincel, conforman un nuevo puente para las generaciones literarias del Chile Contemporáneo. El acercamiento de estos artistas provoca sin duda un ordenamiento distinto, con la poesía española de estos días. Promueve en Chile y España un canto nuevo pues no somos pájaros para cantar la misma canción todos los días. Antonio Arroyo sabe muy bien que, para encontrarse, para orientar la entonación de sus versos, para descubrir el sentido de la palabra que se adueña de él, debe encontrar la tranquilidad de los paisajes, los atardeceres, sus habitantes inertes y más movedizos en esa fuente de inspiración en que se bañan sus palabras y que los lectores pueden disfrutar en el viaje de este Caballo de la Luz que nos transporta.
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