La ley del matrimonio civil en nuestro país fue nuevamente modificada. Esta vez, para ampliar el espectro de las uniones a parejas del mismo sexo. El derecho a casarse no es más privativo de parejas heterosexuales en nuestro país.
Que las parejas del mismo sexo hayan accedido por ley a este derecho cambia sustancialmente una visión global de la sociedad. Es el ingreso cabal, pleno y definitivo de la comunidad homosexual a la “normalidad”, normalidad como fue entendida hasta ahora únicamente para nosotros, los heterosexuales. Normalidad como individuos, como parejas, como grupos. Normalidad institucional, normalidad legal. De un día para el otro, casi como por arte de magia, se transformaron en individuos, parejas y grupos “normales”, con todos los derechos que la “normalidad” conlleva. Algunos de nosotros, heterosexuales de varias décadas vividas, yo más de seis, el impacto es tan profundo como esperado y deseado. Por primera vez en mucho tiempo, creo que desde los primeros tiempos de la democracia, no sentía una genuina sensación de orgullo de ser argentino.
La “normalidad” a la que por fin nuestros hermanos de preferencias sexuales diferentes han accedido, le ha asestado un golpe contundente y certero al “machismo” (con todas sus connotaciones discriminatorias y abusivas) que ha dominado centurias, milenios a la sociedad humana, y a la nuestra desde sus orígenes. No es casualidad que el crecimiento de la causa de la mujer en la sociedad haya precedido a este avance cualitativo. No se llega aquí ni por el azar ni por una mágica pirueta del “destino”. Este paso no estaba predestinado ni estaba escrito en “las tablas de la ley”. Estaba escrito en nuestros genes, en los espacios que conforman nuestra condición de seres humanos. Esos espacios que nos decían desde tiempos inmemoriales que éramos todos hermanos más allá de nuestras evidentes y enormes diferencias individuales. La mayor de ellas, la diferencia de sexos, cromosomas xx o xy. Hombre o mujer. Que esa diferencia, como a casi al resto del reino animal, nos permitiera reproducirnos y propagar la especie, estableció parámetros, paradigmas se los denomina ahora, para interrelacionarnos, interactuar, y fundar la denominada “célula básica de la sociedad”, la familia. Familia que en sus comienzos era grupal, grupal y poligámica, como en muchos grupos de animales. La civilización llamada occidental se orientó hacia la monogamia, y aún sostiene ésta como un requisito básico de la “célula”.
La homosexualidad, aceptada, tolerada y hasta incentivada en determinadas circunstancias por algunas civilizaciones (la griega promovía las relaciones homosexuales entre jóvenes y viejos, reservando a los adultos jóvenes las relaciones heterosexuales para preservar la especie de gametos inmaduros o envejecidos. Indro Montanelli, Historia de los griegos) no tenía acceso a conformar una célula dentro de la sociedad. Célula donde el patriarcado era inmutable, casi sagrado. Y la mujer, individuo complementario necesario, pero de segunda clase, quedaba reservada para su función primordial, exclusiva y excluyente: perpetuar la especie.
Con el avance de los derechos para el sexo femenino en nuestra sociedad, era inevitable el avance posterior de la comunidad homosexual en el reconocimiento pleno de sus derechos. Están ligados, a mi entender. Al fin y al cabo, las mujeres homosexuales ignoran al hombre, y los hombres homosexuales emulan al sexo femenino. Todo un mensaje que los xy heterosexuales deberíamos tener en cuenta.
Cuando se habla de los “riesgos” que esta decisión de nuestro Honorable Congreso ha abierto y ventilado como una herida hacia la sociedad toda al aprobar la ley, no puede ignorarse de dónde provienen esos temores ni las implicancias que la norma abre en sus respectivas maneras de pensar. Lo que antes era oscuro, malsano, perverso, desechable, motivo de mofa y de descalificación, cuando no una enfermedad o un delito, de pronto y por obra de la legislación es legal, claro, abiertamente sano, no pasible de ser excluible, calificable como diferente pero valioso en la desigualdad.
Que los heterosexuales, con la carga milenaria de conceptos discriminatorios, actitudes y prejuicios arraigados casi desde el nacimiento en nuestra conformación cultural, cambiemos nuestro modo de pensar y sentir por obra y gracia de una nueva ley, por lo menos suena algo “naif” y parece medio imposible. El cambio en los heterosexuales abiertos a la diversidad ha sido previo a la ley, y la ley pudo ser sancionada gracias a esos cambios en la manera de pensar y sentir de una parte sustancial de la comunidad heterosexual de nuestro país.
Algunos mitos se han alzado en los discursos ortodoxos que pretendieron mantener el “status quo”, incluyendo argumentos basados en la fe religiosa monoteísta. Uno de ellos es que los niños requieren necesaria y excluyentemente de un padre y una madre conformando el núcleo familiar para poder crecer y desarrollarse con “normalidad” y plenitud, para dar origen, en la vida adulta, a un núcleo familiar similar. No es así. Las necesidades y los requerimientos de los niños, si ellos pudieran y estuvieran habilitados para expresarlas, (y lo digo tras casi cuatro décadas de médico pediatra, y haber tenido hijos, propios y ajenos) no se basan en el género de los adultos padres, tutores o encargados. Es más simple. Buscan amor, o afecto, protección, seguridad, libertad a la imaginación, comunicación a su nivel, acompañamiento, comprensión de sus necesarias etapas, y límites razonables aplicables a su accionar (además de comida, vestido, techo, escuela, juegos, etc.). Nada de esto está condicionado por el sexo de sus padres, tutores o encargados. Esto hay que entenderlo así, sí o sí, para beneficio y salvaguarda de la clase menuda. No debe haber discusión al respecto, porque ellos, sí, ellos, no tienen la palabra. Los adultos decidimos por ellos. Hay que entender que cualquiera sea la composición del núcleo familiar, donde hay violencia, incomprensión, frialdad, imposición o coacción, desamor, desafecto, desprotección, abuso y o maltrato, ese núcleo, por muy heterosexual que sea, es malsano, perjudicial, dañino para el normal y esperado crecimiento y desarrollo de ese menor. Y estos casos no son una rareza en nuestra sociedad. En mayor o menor grado todos conocemos esa realidad. Lo mismo el caso de los chicos abandonados y pasibles de ser adoptados. Hasta ahora, me animo decir que la totalidad de los niños abusados, maltratados de distintos modos y abusados de distintas maneras, han surgido de núcleos parentales heterosexuales. Y eso no es un dato menor. Que la infancia será beneficiada con esta nueva ley, lo creo, lo auguro y me congratulo con el grupo menudo. Ya se ha planteado entre los legisladores el “aggiornamiento”de la ley de adopción. Esperamos celosamente ese acontecimiento.
Otro mito es que la función primordial de matrimonio es la perpetuación de la especie. Desde que el homo erectus pasó a la categoría de homo sapiens, no es así. Que la función sea, además de un contrato entre partes, para regular la sexualidad de los integrantes de una sociedad, es aceptable. La procreación lleva muy escasa actividad sexual, y tiene sus propias características, privativas, originales, que muchas parejas heterosexuales poseen, y otras no. Los casos de maltrato y abandono hablan por sí mismos. Y no parece posible discutir quienes pueden o no tener hijos entre las parejas heterosexuales. Parecería que plantear esto es inaceptablemente discriminatorio, es meterse en un derecho inalienable, un pensamiento fascista, prima fascie, que es completamente inadmisible en una sociedad democrática. Pero luego actuamos sobre los efectos, sobre las consecuencias de la incapacidad evidenciada. Entonces surgen quienes pretenden o aspiran a remediar esto apelando a la adopción. Se dice que los niños no hablan, no pueden opinar, no pueden decidir. Eso es cierto hasta cierta edad, no minimicemos, no menospreciemos sus capacidades, inmaduras, incipientes, pero reales.
La adopción amplia, responsable y efectiva es una opción que la sociedad tiene para corregir los males de la procreación irresponsable. La otra es la ley de procreación responsable y su efectiva aplicación, incluyendo la educación sexual.
La procreación en y hasta la actualidad, es privativa de la unión de un óvulo con un espermatozoide. ¿Seguirá siempre siendo así?
La ciencia ha avanzado y lo sigue haciendo, produciendo, en experimentación, por un lado y hasta ahora, animales por clonación.
Por otro, la fertilización de un óvulo por el material genético de otro óvulo, ha dado como resultado los “embriones ginogenéticos” (1) en la experimentación animal, que no ha podido evolucionar hasta el animal adulto por deficiencias en las membranas y placenta del embrión, o sea tejidos derivados del trofoblasto embrionario (membranas fetales), pues aquellos embriones producidos por ginogenesis daban lugar sólo a tejido embrioblastico. (2)
No podemos augurar que esta dificultad sea insalvable en un futuro no lejano, y que una pareja de mujeres pueda tener una hija de ellas, sin intervención alguna del hombre.
Pensarlo puede dar escalofríos. Otro duro golpe al “machismo”, que debería hacer reflexionar a nuestro género, los xy, sobre nuestro rol actual y futuro en esta sociedad, evolutiva, cambiante, sofisticada técnicamente, cada vez más diversa, y cuyos iconos inmutables deberían ser el amor, la tolerancia, la igualdad, la solidaridad, aunque más no sea, para estar a la altura de los tiempos, los actuales y los que se avecinan.
ACC, julio 2010
(1) Clínicas Pediátricas de N.A. vol 2 1992- Genética Médica. Pág. 331: Herencia no Tradicional, K.Duffin Austin y Judith G Hall
(2) Biotecnologia Aplicada 1997; Vol. 14 No. 4, pp.275-280
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