Mi abuelo y el perrito
Muy temprano, mi abuela se ha levantado. Con la braza que ha quedado protegida entre las cenizas, prende la lumbre; no hay cerillos, ni tiendas que los vendan; el pueblo más próximo queda a un día de camino a pie.
No ha amanecido, mi abuelo y mi padre se preparan para salir, bultos y canastos atados en mecapal, están listos desde ayer, largas horas de camino les espera. ¿Quiénes son ellos? Bueno mi abuelo es un viejo lobo de las montañas, conoce los caminos y los peligros que hay que correr para llegar a la ciudad. En estos tiempos que corren, hay que cuidarse tanto de los sierristas como de los carrancistas; todos ellos son bandoleros que atracan a los transeúntes. Pero mi abuelo ya los conoce y es astuto, tiene que serlo, si le quitan la carga que lleva, no regresará con la sal ni el maíz, que tanta falta les hace. Por fin, ha llegado la hora de la partida, la hora es un decir, no hay reloj que la marque, solo la luz de la luna y el canto de los gallos los orienta en la madrugada; Mi abuelo lleva un bulto y un perrito y mi padre, que tiene, en esa época, ocho años, un canastito de tejocotes.
El trayecto es largo, son tres días de camino para llegar a la ciudad, atravesar las montañas es subir y bajar entre los bosques y laderas pedregosas, con los pies envueltos en unos huaraches de cuero sin curtir, con todo y los pocos pelos del toro peludo que un día fueron estas sandalias, pero que ahora están en estos pies. Mis parientes no solo tienen que cuidarse de los hombres, sino también de estas chanclas que se han vuelto peligrosas, digo peligrosas, porque basta con un pequeño descuido para que ambos estén barriendo con la colita las piedras o el lodazal de estas veredas; cuando tienen pelos la suela de las chanclas son buenas para caminar, pero cuando ya no, se vuelven de cuidado.
Lo que temía mi abuelo, allá en la entrada del pueblo están los sierristas rebuscando entre los bultos algo de valor, nadie protesta, las armas los apuntan y ni modos, no hay quejas, Antes de que lo vean, mi abuelo, coloca el perrito, o mas bien un perro gruñón, sobre el bulto. Ya están a pocos pasos de los hombres armados, mi abuelo y mi padre caminan y llegan ante ellos. Los sierristas se acercan y ven al perrito, que enseña los colmillos gruñendo, y sin preguntar y con aire de suficiencia, que solo un hombre muestra cuando está armado, dejan pasar a mi abuelo y a mi padre. Más adelante ya todo es más tranquilo, llegan a la ciudad, después de tres días de caminar y otra vez a desandar la larga ruta de regreso; siempre fue así llegar y regresar; bajar y subir entre las montañas.
Livpina.
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