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Inicio / Cuenteros Locales / simasima / "El Cura..." III. Almas Errantes

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3. ALMAS ERRANTES

(El Cura de Los Brujos se entera de que hay almas errantes en el templo)

La parcela de don Carlos Lisandro queda “a la vuelta de la loma” de la casa parroquial. A una legua, me explicó el padre de doña Linda.
Esa legua la recorrí a paso cansino pues no tenía ya más nada que hacer. Por lo menos eso creía.
Me fui rezando el rosario pero con los ojos y la mente puesta en los paisajes y parcelas que cruzaba. Frondosas arboledas de sombras y frutales, chacras cosechadas ya en gran parte a esa altura de marzo. Por ahí, algunos duraznos abrileños, uvas diversas... La brisa me empujaba con suavidad hacia mi destino. Más allá una retorcida y vieja higuera tentaba con sus frutos. ¿Por qué será que los frutos del vecino son más atrayentes que los propios?, comenté un día a varios feligreses. De veras, ¿no?, fue la respuesta, con risas en el rostro de todos.

El camino serpentea por la única parte llana del campo. Todo lo demás son lomas y quebradas, bajas alrededor, más altas allá lejos. Llegué a la plaza. El templo mira hacia el oriente, frente a la calle que podríamos llamar la base de un triángulo, porque la plaza es triangular. Llegué por lo que sería el vértice. En esa punta vi un escaño de madera donde me senté. A un lado contemplaba el templo aun abierto, y al otro, los rayos del sol poniente que se despedía tras los montes.

No sé cuánto tiempo estuve contemplando el para mí nuevo paisaje. Saboreaba los acontecimientos del día, cuando sentí el tañido de la campana de la torre, que invitaba a la oración. Vibrante, sólido, de tenor.
Justo en ese momento se acercó a mí alguien que llegaba por el mismo camino que había yo recorrido. Esperó que cesara de tocar la campana y me saludó presentándose. Nos habíamos visto en misa.

Soy Raquel, padre; Raquel Cauquín. Soy la encargada de la Pastoral Solidaria de la parroquia. Fui a la casa del profesor Lisandro para hablar con usted, pero usted ya se había venido. Como tengo que ver a mi mamá que vive allá, (señaló una casa a 100 metros), vine de todos modos. Gracias a Dios que lo encontré.
¿Qué se le ofrece, señora Raquel? Tome asiento.

Gracias, padre. El profesor me dijo que se podía hablar con confianza con usted. Es que... lo que vengo a decirle es “recontra” raro talvez para usted. Yo estoy acostumbrada. Espero que no se enoje.
¿Y por qué habría de enojarme?
Es que al padre Alejandro le conté algo parecido y enojó. Me dijo que cómo siendo católica podía creer en tales cosas. Que fuera al médico mejor para que me diera un tónico para el cerebro...

Ante tanto preámbulo, justificado por lo demás, recordé la presentación de las películas en la televisión, con montones de nombres antes de comenzar.
Cuénteme nomás, señora Raquel.
Pues, verá padre... lo que pasa es que yo tengo el don de ver a los difuntos, a veces... es decir, sus almas...
Hablaba con titubeos, mas, al ver que yo no hacía aspavientos ante lo que ella me contaba, continuó con mayor seguridad:
Hace ya un año larguito que murió el padre Rosales, a quien Dios tenga en su santa gloria por la paciencia que nos tuvo por más de treinta y tantos..., treinta y cinco años. Y hace más de seis meses que el padre Alejandro renunció y se fue. Durante este largo año han fallecido varios vecinos, especialmente en los últimos meses. Ha habido un suicidio, otro fue atropellado por el tren, unos abuelitos y otras personas.

Algunos de los difuntos eran de una línea no muy santa, digamos. No pasaban al padre Rosales, por no estar él de acuerdo con ellos; lo que les causaba contradicciones por allá dentro del alma. Otros murieron enoja-dos con el padre Alejandro, que no supo entenderlos o tratarlos, y murieron apartados de la iglesia. Además que la parroquia quedó al final sin sacerdote.
Pues bien, yo he visto a varios de ellos rondando el templo. Este jueves mismo vi a varios, entre ellos a un sobrino que fue el que se suicidó. Yo vine a entregar unas bolsas de alimentos, pero antes, entré a la iglesia a rezar. Allá estaban puertas adentro produciendo malas vibraciones, para molestar e impedir que la gente entre a rezar. Por eso también es que ahora está viniendo poca gente a misa.
Hablé con mi sobrino. Porque a veces también puedo hablar con los aparecidos. No es que yo los llame, no soy espiritista, sino que ellos se me acercan, los veo y me hablan ellos primero. El padre Rosales dijo que eso no era malo. Le pregunté qué pasaba. Depende, pues tía, me respondió evasivo. ¿Depende de qué?, le tiré la respuesta, molesta por no responderme como debía.
Tú sabes, tía, don Pedro y la Nola no usaron bien sus poderes. Todos lo sabíamos, y le tenían mala al padre Rosales que se portó muy bien con ellos pues les decía que enderezaran el camino. Y continúan enojados con ellos mismos, porque ahora ven clarito que el padre tenía la razón, y molestan también porque están molestos con todos porque los criticá-bamos pero no rezábamos por ellos. Y es cierto.
Doña Meche está rebelde y se resiste a ir a donde debe estar porque dice que es injusta su muerte teniendo dos hijos que criar todavía.
Don Chamo también se resiste a partir definitivamente porque por una mera borrachera no es justo que Dios hiciera que el tren lo atropellara.
¿Ahora la culpa la tiene Dios?, le respondí enojada.
Bueno, eso es lo que dice él. Y también molesta. Todos queremos que recen por nosotros. Recuerde, tía, que cuando nos llegó la hora no había cura aquí y nos quedamos sin misa.

¿Y tú, por qué hiciste tremendo disparate?, pregunté a mi sobrino Lalo. Tía, usted sabe que la droga me la ganó. Empecé por pura curiosidad.
Y la curiosidad mató al ratón.
Sí, tía, me respondió abochornado. Yo quería dejarla porque es dañina para uno y yo robaba a mamá, al papá y a mis hermanos. Pero no fui capaz. Primero fue la marihuana, después la pasta base. Un día me faltó y el Choco no quiso fiármela. Me vino una angustia y una “depre” tan re grande que no quería vivir. Ni supe cómo lo hice cuando me colgué. ¡Estoy tan arrepentido!

¿Así que el Choco es el proveedor de la droga?, comenté. Nadie en el pueblo lo había podido averiguar, nadie había querido delatarlo. ¡Sabía protegerse el hombre! ¿Y que hay que hacer para que ustedes dejen de “fregar” acá?
Sabemos que el cura que llegue será capaz de mandarnos a la luz y rezará por nosotros. Lo necesitamos. Dígaselo tía, cuando llegue, porque él no nos verá.
Se lo diré con mucho gusto, querido sobrino, sollocé. Te echamos mucho de menos. Pero, dime, ¿qué es eso de mandarlos a la luz?
No me alcanzó a responder porque en ese momento entró alguien a la iglesia y todos desaparecieron.

Así es que le traigo el recado, padre: Enviarlos a la luz y rezar por ellos. ¿Qué es eso de mandarlos a la luz, padre? ¿Es mandarlos al cielo?
No, señora Raquel. Al cielo sólo Dios envía y recibe. Nosotros sólo podemos rezar al Padre Dios para que tenga misericordia de todos ellos, y los reciba en su Reino. Enviarlos a la luz es hacer que se vayan a donde deben estar los difuntos mientras esperan la resurrección de los muertos, cuando el Señor venga a buscarnos.
¿O sea que dejen de andar vagando y molestando y descansen de verdad?
Algo así parece ser, señora Raquel. Yo haré las dos cosas, con la ayuda del Señor: Enviarlos a la luz y rezar por ellos para que se los lleve a contemplar su rostro de Padre Bueno que es.
Gracias, padre, ¡Qué bueno!... Se habrá condenado mi sobrino, padre? Dicen que los que se suicidan se van al infierno.

Mire, señora Raquel. Creo que los que se suicidan lo hacen porque su vida se ha transformado en un infierno. Con o sin culpa de ellos, se metieron o los metieron en un atolladero del cual no supieron salir.
¿Pero se salvarán?, preguntó ansiosa.
¡Por supuesto que sí!, señor Raquel. Dios es un Padre bueno siempre dispuesto a perdonar. ¿Qué hacen ustedes cuando sus hijos despiertan aterrados, llorando y gritando por una pesadilla? Los acurrucan entre sus brazos y les dicen palabras consoladoras y llenas de amor. Los acarician y tranquilizan. Lo mismo debe hacer Papá Dios cuando los desesperados cortan su vida y despiertan en la eternidad. El los recibe entre sus brazos derramando amor y paz eterna en sus corazones perturbados y extraviados.
¡Ay, padre! Me hace sentirme tan aliviada y contenta... ¡Uy, ya se oscureció, padre, y debo ir a ver a mi mamá! O si no, lo acompañaría cuando mande esas almas a la luz... ¡No! En verdad no lo acompañaría, porque eso me daría miedo. ¡Buenas noches!
No se preocupe. Vaya tranquila y lleve mis saludos y bendición a su mamá. Buenas noches.

Había oscurecido. Clemencia había cerrado el templo después de tañer las campanas para la oración de la tarde. Entré a la casa. Las llaves exis-tían pero en la práctica no se empleaban. La casa estaba protegida, me había dicho Clemencia. Nadie entraría a robar. Vivo feliz hasta por ese detalle: No tener llaves y vivir tranquilo.
Pensé hacer el tratamiento para las almas errantes esa misma noche pero... el templo estaba oscuro y solo. No conocía bien sus rincones de templo antiguo casi colonial que, junto a la vieja casa parroquial de campo, había soportado muy bien terremotos y temblores.
Y..., para qué negarlo, como a doña Raquel también el miedo me vencía esa noche.
A través de la puerta con barrotes la lámpara del Santísimo me hacía vislumbrar el sagrario. Desde allí dije a Jesús mientras me dirigía al dor-mitorio: Mejor mañana, Señor. ¿No te parece? Justifiqué mis miedos aplicándome mi refrán favorito, el de nosotros, los flojos: “No hagas hoy lo que puedes hacer mañana”.
Conversé acostado el día con el Señor. Con lo relatado ya tenía bastante para mi primer día y primera noche en mi nueva parroquia de Los Brujos. Dormí el sueño de los niños buenos.

Los días siguientes los pasé sumamente ocupado entre viajes a la Vicaría, compras varias, atención a mis nuevos feligreses, etc... No pude hacer lo prometido a doña Raquel. El miércoles ya sentía remordimientos de conciencia. Después que Clemencia tocara las campanas, cerrara y se fuera a su hogar (éramos vecinos), me fui al presbiterio y me puse frente al Señor Sacramentado.

Hice meditación, me apliqué energía para estar “fortachín” y dije al Señor: Señor Jesús: Tú diste a los discípulos el don de imponer las manos para expulsar demonios y sanar enfermos, y has ungido mis manos para trasmitir tu amor. Te ruego que por mi oración, la imposición de mis manos y esta técnica de energía concedas perdón y paz a estos hermanos difuntos, los envíes a la luz y les des el gozo de la resurrección y vida eterna. Amén.

Apenas levanté mis manos para imponerlas sobre el recinto, un frío pavoroso se adosó a mi piel. Un frío de muerte. La sorpresa me paralogizó. Escuché un ruido como el que hace la gente cuando se pone de pie para el Evangelio y... Me dieron ganas casi incontenibles de salir arrancando. Me imaginé que esas almas me atacaban, pero prevaleció la cordura y permanecí firme, aunque el corazón me latía a cien.
Padre, envía estas almas al descanso. Como no se iban, me dirigí a ellas en voz alta: Almas hermanas. Váyanse a donde les corresponde aguardar la venida del Señor. Y les enviaba energía. Pero el frío de mármol persistía. Recordé con espanto que la técnica era para un alma y yo la estaba aplicando para seis al menos. Sin considerar entonces los cánones establecí transmisión permanente y me puse mandón.
¡Váyanse! ¡ Se lo ordeno en nombre del Señor. Quiero ver ya este domingo mucha gente en el templo, Váyanse! No sean rebeldes y acepten su partida definitiva de este mundo. Les prometo ofrecer misas por cada uno de ustedes. Váyanse a descansar en paz.
Repitiendo cosas por el estilo, noté que el hielo de mi piel amainaba. Las almas que se habían aferrado a mí para recibir la energía se fueron yendo de a poco y yo, que había apoyado mis brazos extendidos en el respaldo de una banca para poderlas mantener tanto tiempo en alto, me fui tranquilizando.

Con escalofríos encendí la luz y procedí a hacer una aspersión con agua bendita por todo el templo, ordenándoles que nunca regresaran, aunque ya sabía que no lo harían.
Di gracias al Padre Dios y con pasos temblorosos me dirigí al dormi-torio a planchar la oreja.

De paso les contaré que la casa parroquial queda entre el templo y el cementerio, que también es parroquial. Allí, según doña Raquel me esperaba más tarea.

Al día siguiente, el jueves, cuando esta buena mujer vino a trabajar en solidaridad, me dirigí a ella y le conté que había cumplido con su encargo. Sí, padre. Lo supe anoche mismo. ¿Y cómo lo supo? Es que vino mi sobrino y me lo contó. Todos partían, me dijo, muy contentos y agradecidos a la luz y esperan las oraciones...

Ese domingo, curiosamente, vino el doble de gente que el día de mi llegada. Entre todos hicimos la lista de los fallecidos en el último año, empezando por el padre Rosales. Eran nueve. Yo les anuncié misas por cada uno de ellos, por estricto orden de partida, y ¡cómo se llenaba cada martes el templo para orar piadosamente por esos hermanos nuestros fallecidos! Terminada esa novena de misas los domingos venía mucha más gente, tanto que doña Raquel comentaba con Clemencia: Ahora viene gente como antes. ¡Volvieron los hijos pródigos!

(Coninuará con la 4ª historia del Cura de los Brujos)

P.S. Les confidencio: La noche en que hice ese “exorcismo” pensaba, recordando una canción: ¿Qué dirá el Santo Padre que vive en Roma?
Ante eso, ruego no contar este suceso a mi Vicario Episcopal. Estoy muy encariñado con esta buena gente y no quisiera que me trasladaran al obispado para trabajar en la no muy grata tarea de pegar estampillas en los sobres de la correspondencia. Gracias por este favor que considero ya concedido.









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Texto agregado el 13-07-2010, y leído por 190 visitantes. (1 voto)


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