Era invierno; el bosque estaba cubierto por una gran capa de nieve. Aunque no eran más de las cuatro de la tarde, al adentrarme en él, la luz comenzó a declinar progresivamente.
Hacía frío. Podía ver mi respiración con cada exhalación que daba.
Seguí caminando por un sendero invisible.
Si bien no podía verlo, lo conocía de memoria, después de todo, yo lo había formado con mis innumerables expediciones a ese mágico lugar.
Era muy pequeña cuando entré por vez primera; jamás podré olvidarlo.
Tenía diez años. Mi madre me había enviado a recoger leña cerca del bosque; en ese entonces también era invierno.
Impulsada por la curiosidad, pese a las advertencias sobre los peligros que ocultaba aquél misterioso lugar, entré en el bosque.
Corrí. Corrí. Corrí, maravillada. El bosque era hermoso. Los troncos oscuros resaltaban entre el paisaje blanquecino que se extendía a mi alrededor. Ramitas espolvoreaban el suelo inmaculado. Todo de color blanco, tonos de verde y marrón. Era como entrar en un cuento de hadas.
Corrí y corrí.
Lo único que se escuchaba en todo el bosque eran mis risas.
Corrí y corrí hasta que llegué a un claro. En él había una pequeña laguna congelada.
No pude evitarlo.
Al verlo, me paré sobre su superficie, pero al dar un paso, resbalé, y caí rompiendo el hielo que se encontraba debajo de mis pies.
Mis gruesos vestidos se empaparon al instante. El peso me arrastró hacia el fondo.
Grité y pataleé todo lo que pude pero el agua me entumecía el cuerpo y me impedía respirar. Me hundí; el agua helada que tragaba en mi penoso intento por salir a la superficie me apretaba el pecho colapsando mis pulmones. Ya no tenía fuerzas para seguir luchando, después de todo, solo era una niña de diez años. Todo se volvió negro, pero en algún momento, sumergida como estaba en esa negrura, sentí que algo me jalaba, aunque no podría determinar en que dirección.
De pronto, abrí los ojos. La luz me cegó por unos instantes. Ya no estaba en el agua. Me senté mirando a mí alrededor. Estaba en la orilla del lago junto a un calido fuego.
- Que bueno que has despertado – dijo una voz a mi espalda.
Era un joven. No reparé demasiado en su ropa pues me había quedado prendada de aquel hermoso rostro. Tenía la sonrisa más resplandeciente que hubiese visto jamás. Y los ojos tan profundos como el cielo nocturno. Se acercó y deposito en el fuego unas ramitas para mantenerlo vivo. Yo no salía de mi asombro.
Cuando estuve seca, me condujo hasta la salida del bosque. No había hablado en todo el trayecto, embobada como estaba con su rostro. Solo cuando se volvía para irse, le hablé:
- Volveré a verte?
Él se rió de forma amable.
- Vuelve al lago congelado cuando seas mayor. Te estaré esperando -. Me sonrió y luego se perdió en la profundidad del bosque.
Pero no esperé a hacerme mayor.
Volví al día siguiente, y al siguiente. Y así durante siete años. Pero el no estaba ahí.
El bosque era hermoso en cualquier época del año, aunque yo prefería el invierno.
Aún no entendía por qué le temían tanto a un lugar tan mágico.
Caminaba, como todos los días durante siete años, hacía el claro donde había una laguna congelada.
En mi primera incursión, no había notado lo mucho que me había adentrado en el bosque.
Caminaba sin prisa.
El silencio reinante solo era interrumpido por el roce de mis ropas. Cuando ya faltaba poco para llegar, mi corazón se emocionó y rompió a latir desbocado. Respiré profundamente para calmarlo.
Aún cuando ya me había llevado muchas desilusiones, mi corazón seguía acelerándose por la esperanza de encontrarle.
Algunas veces me preguntaba si no lo había imaginado. Después de todo, era apenas una niña cuando ocurrió. Aunque mis recuerdos estaban rodeados por un aura mágica, el lago era real. Por esto, sabía que él era real, debía ser real.
Entré en el claro, y como siempre, recorrí con la mirada el lugar.
No había nadie.
Suspiré resignada. Él no estaba ahí. Hoy, tampoco había venido.
Cogí una rama gruesa de metro y medio de largo y golpeé con un extremo la superficie del lago congelado. Ya había aprendido la lección. Esta vez el lago estaba totalmente congelado. Puse un pie en el hielo y con el otro me impulsé suavemente.
Empecé a deslizarme tranquilamente, un hábito que había adquirido con el correr de los años.
El clima estaba tranquilo, apenas soplaba una brisa helada que no lograba despeinar mis cabellos.
No miraba a mi alrededor, solo veía mis pies deslizarse sobre el hielo. Luego de un rato, alcé la mirada.
- Ya es tarde- dije para mi misma -. El frío condensaba mi aliento.
Me dirigí a la orilla para volver a mi hogar cuando lo vi.
Hermoso como aquel día en que casi muero ahogada. Se sentaba sobre un tronco caído. Me sonreía. Le devolví la sonrisa mientras me acercaba a el.
A pesar del tiempo que había transcurrido, este no parecía hacer efecto sobre él.
Me sostuvo entre sus brazos cuando el impulso de la carrera me llevó a estrellarme contra su pecho.
- Viniste – susurré con el rostro oculto. Inhalé profundamente su aroma. Olía maravillosamente. Dulce, suave, frío como un sueño de invierno.- Te he estado esperando durante mucho tiempo.
- Siento haberte hecho esperar – me susurró acariciando mi cabello.
Levanté el rostro para contemplarle y me perdí en sus profundos ojos como el cielo nocturno.
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