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Como todos los viernes, el pescador atracó la barca en el muelle de la isla. Y como todos los vienes, un suave estremecimiento recorrió su cuerpo.
Nada era igual, sin embargo. Ya no sentía tan acelerado el palpitar de su corazón, ni tan agitada su respiración. No se sentía tan enamorado como antes de la mujer de la isla, pero no por eso la quería menos.
Y era porque la amaba que ese cosquilleo leve le recorría el cuerpo mientras se acercaba a la casa grande donde vivía la princesa.
Cargaba la cesta con pescado, mientras caminaba por esa senda que tantas veces caminó soñando, para volver casi llorando.
Sabía ahora que la princesa vivía con un príncipe al que amaba, y él, pescador pero noble caballero, respetaba y aceptaba el deseo de su amada princesa.
Era imposible, pero hubiera querido ser su príncipe y tomándola en sus brazos llevarla al lecho para convertirla en su reina. ¡Cuánto hubiera bebido de sus labios dulces y de su piel salada…!
Pero sus destinos no se cruzaban. Corrían infinitamente paralelos, por mundos distintos. Podían verse desde sus caminos, tal vez rozarse o tocarse, pero jamás cruzarse.
Ella, princesa, tal vez jamás vio el camino de su amante caballero. Pero él, tan cerca como podía trataba de cuidarla y protegerla ayudándola a vivir y ser feliz.
Nada alegraba al pescador como la alegría de la princesa. Nada le dolía tanto como su dolor, y aun mas le dolía no poder abrazarla cuando ella sufría.
Muchas veces el pescador, azorado, se preguntaba: ¿Por qué la amo? ¿Qué hace que si sonríe mi cuerpo tiemble?
No podía responderlo, y furioso consigo mismo mil veces se propuso olvidarla, borrarla de su corazón. Trató de odiarla imaginándola besar a su príncipe, desterrándola de su mente por amar a otro. No pudo jamás.
Y aprendió entonces a amarla solo por ella. Muchas veces se sintió tonto por amar sin ser amado, pero ser tonto era mejor que dejar de verla. Sintió placer de consolarla en sus dolores, y de compartir sus alegrías. Sintió dolor al no poder abrazarla para animarla o alegrarse con ella.
Y se convirtió en placer mirar su cuerpo delgado y bonito, pero de soñar en poseerlo pasó a aceptar que ese cuerpo brindara placer a otro. Y amándola tanto, se alegró del placer de su princesa.
Todo esto pensaba el pescador cargando su cesta por el sendero.
Pero ese día estaba decidido. Iba a decirle que no le importaba que amara a otro, pero que quería ser su amante. El tenía su mujer amada, ella su hombre amado, pero ambos podrían amarse sin ser infieles.
¿Acaso amar es solo entregar el cuerpo a otro, o compartir el lecho? ¿No se puede amar sintiendo solo el aire conmovido por el otro, el roce suave de la piel, el beso con los ojos, la caricia de la sonrisa, la adivinanza del sentir?
Eso le iba a pedir. Que ella le tomase como amante sin el cuerpo. Que le quisiese, que se preocupase pro él, que le besara con los ojos, y le sonriera, como siempre, desde el alma.
¿Es tan imposible que un hombre y una mujer se amen sin entregar sus cuerpos? ¿Es tan imposible acariciar sin tocar, besar sin rozar, amar solo respirando su perfume?
Quisiera que ella le amase del mismo modo, y se lo iba a decir hoy.
La encontró. Princesa bajita, bonita y blanca, le sonrió por encima de sus anteojos.
Como un dardo, la sonrisa penetró su corazón, le lastimó, y estremecido, besando sus ojos sin que ella lo percibiera, le entregó la cesta con el pescado.
Y dijo: “Hasta el viernes, mi princesa”

Texto agregado el 10-07-2010, y leído por 115 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
14-07-2010 Hasta el viernes, no...hasta siempre. pensamiento6
10-07-2010 Una historia linda y más real de lo que puede pensarse... susana-del-rosal
 
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