A Jacinto se le notaba pensativo y triste. Levantó la copa que acunaba en la cavidad de la mano, hizo un movimiento circular, la llevó con sutileza a la nariz, como si sus pensamientos y sentimientos tuvieran fragancia y él tratara de percibir el aroma íntimo que los envolvía. Observándola al trasluz, la acarició suavemente. Daba la impresión de que más allá de la copa, sus dedos arrullaban todo el pensar y el sentir que lo desequilibraba en ese momento, como si éstos tuvieran piel, y él quisiera descubrir cuáles eran los secretos infinitos que los hacían diferentes a los demás.
Tomó un sorbo, lo paladeó lentamente, parecía seleccionar con exquisitez los hilos con los que tejía los pensamientos. Con la voz casi quebrada, exclamó:
-¡Lo peor de este mundo es sentirse inútil!
-¿Inútil a tu edad? -Acotó Aurora.
Jacinto, con los ojos nublados por el llanto, respondió.
-¡Sí, inútil a mi edad!
-Jacinto, ¿ves aquella nube casi trasparente allá en el cielo?
Jacinto miró al lugar mencionado y dijo.
¡Ah, pero ya empieza a aparecer otra nube que la oculta!
Acercándose a él, Aurora exclamó:
-Pero… Fíjate que cuando casi la cubre, aparece una estrella.
-¿Una estrella de día? -Exclamó Jacinto- Según cuentan los libros, las estrellas nunca han aparecido de día.
Aurora sólo añadió meditabunda.
-Sin embargo, yo la veo, ¿qué te impide verla? |