III
Sola en la mesa con un litro de cerveza aún por terminar. La cabeza me palpita y las ganas de follar me nublan el pensamiento. Las pocas neuronas activas se conectan unas a otras de manera orgiástica. Mis piernas se estremecen. Estoy tan ansiosa que empiezo a mover mi trasero suavemente contra la silla. Culpando al alto nivel de alcohol en mi cuerpo, diré que nadie percibía mi movimiento. Afino mi vista como puedo. Ojitos achinados tratando de ver más allá de mis narices. Mis ojos se topan con un tipo justo en la mesa del lado. Me siento a su lado y balbuceo algunas frases. Termino mi cerveza. Salimos. Me encuentro cara a cara con él y lo beso. Le pregunto dónde vive. Lentamente llego a la conclusión de que no vive tan lejos de mi casa. La sensación de cercanía me brinda confianza. El alcohol continúa su recorrido por las venas de mi cabeza, pasando por torrentes detrás de mis orejas.
Subo al taxi y vuelvo a besarlo. Mis neuronas andan montadas unas sobre otras. Las dormidas están siendo violadas. Así que me recuesto en su pecho, me ayuda a bajar la cremallera y siento el vaho cálido de su pene erecto sobre mis labios. El tiempo vuelve a colapsar, cuando levanto nuevamente el rostro, los ojos que veo me espían desde el retrovisor. Así que me alejo de su entrepierna. Intento localizar algún punto conocido, pues de repente la sensación de cercanía se me escapa por entre las piernas, desaparece y con ella mi seguridad. Entramos a un conjunto cerrado. Balbuceo más palabras. Alguna de mis neuronas, escapada a la bacanal, viva aún, empieza a saltar entre las demás. Ve a casa, me dice. Así que le dije que tal vez, otra vez. Me da su teléfono. Le pìde al taxista que me cuide y me deja ir. La sensación de seguridad husmea la punta mis pies. Le pido al conductor que me lleve a casa.
IV
Su mano oscura se levanta en el aire y escucho cómo mi sangre golpetea escapando en torbellino contra mis huesos, el eco de un golpe susurra sobre el viento y mi quijada dolorosa suelta un suspiro de excitación. Las gotas de su sudor recorren mi rostro y mi pecho, uniéndome a él con algo más que líquidos gelatinosos y transparentes. Me quejo. Suspiro. El aire se estanca en mi pecho.
Un nuevo golpe, hace estallar mi cabeza en relámpagos de miedo que me absorben. No pienso. No pienso. Todo se borra durante instantes tensos y temblorosos. Mis piernas se resisten, mi cuerpo se endurece y se cierra. Me pienso una caverna oscura y fría. Altanera. Una mole de piedra ajena a la existencia humana. Inalcanzable. Yerta, casi muerta. Hasta que la sangre caliente se desvanece de mis sienes, deja de palpitar en mis oídos, se riega por mis mejillas, estalla el color rojo tibio en mis labios y su saliva enfría la sensación de vacío y miedo que me arrellana y me aleja. Se lleva mi sangre en sus labios. Mi dolor en sus oscuras manos. Mi soledad entre sus piernas.
Me despierto. Un bostezo me trae el recuerdo de sus palmas. La quijada adolorida. El labio resquebrajado. Ni un haz de luz se cuela por las pesadas cortinas color naranja. Debe ser pasada la media noche. No puedo creer que me haya quedado dormida al lado de un desconocido. Me pongo la ropa interior y mi camisa. Me acerco. Me besa. Me acaricia el cabello, hala de el. De repente una cachetada retumba en la habitación. Me ha golpeado el rostro. Duele tanto que me quema por dentro. Mis ojos se nublan de lágrimas que ni yo misma entiendo. Me abraza y se excusa. Lo desmiente su erección. Me culpa mi excitación. Lo beso, aún con lágrimas resbalando por mi cuello. Volvemos a tener sexo. Al fin y al cabo, tengo que quedarme allí al menos hasta dos horas después.
V
Cruzamos por un parque. Son las 2 de la mañana. El deseo corrompe mi razón. En medio de aquel verde oscuro -un paisaje solitario donde los columpios no se mecen-, lo detengo bruscamente. No miro sus ojos. Veo su rostro. El deseo brilla en la comisura de sus labios. Acerco mi lengua y lo saboreo. Saboreo su deseo de mí. Acerco mi cintura y sobre la ropa confirmo que el deseo me pertenece. Mis brazos lo dejan, mis manos abandonan su tibia espalda. Todo un torbellino en mi cabeza. Mis ojos nublados creyendo que la soledad me esconde. Me interno en la oscuridad de mi mente y me miento. Nadie nos ve. Naufrago. Caigo rendida al calor de su entrepierna; y allí mismo, intento colocarlo en mi boca. Pero un arrebato de su censura me lo impide. Me detiene. Pone su dedo sobre mis labios. Ahora que veo sus ojos, me asusta. Intento concentrarme pero no recuerdo su nombre. Entonces no puedo decirle a fulanito que su dedo me sabe a mierda. El sabor amargo y salado del mugre de la calle fluye por las cavidades de mi boca y se arrellana sobre mi lengua. Es absurdo. Quisiera escupir su esencia. Dejarlo allí en el parque. Abandonar el inicio de algo que no pensé terminar. Sus ojos estallan de ira poco contenida. Me intento soltar, su abrazo me sofoca… |