"Maldecir es escupir al cielo"
No les diré dónde sucedieron estos hechos, no sea que les entre curiosidad por conocer el lugar y les alcance La Maldición, esa que pesa aquí en su historia pasada, y creo que también presente y futura. Si algo les pasara al venir, no lo querría saber. Me sentiría culpable.
Es tan pequeño y con tan pocas familias que el nombre de "pueblo", para muchos, le queda grande y lo llaman simplemente "sector". Pero, eso sí, no hay que despreciarlo porque nombre tiene. No aparece en los mapas porque la gente, celosamente o por temor, a veces ni siquiera pronuncia su nombre ante extraños. Y cuando lo pronuncian, musitan sería más propio decir, o pasan por el lugar central de nuestra historia, no lo hacen sin persignarse tres veces y rapidito. La mayoría, cuando han llegado a la edad mínima, se van del lugar y algunos casi nunca vuelven a dar señales de vida.
Es tan pequeño, que al trazar el ferrocarril quisieron hacerlo estación, pero vieron que no valía la pena, así es que entre la estación más cercana por el noroeste y la vecina por el sur hay bastantes kilómetros, siendo la distancia más larga entre estaciones en todo el tendido ferroviario.
Como no se trata de jugar al misterio, les contaré que al sector lo lla-man "Los Brujos". Nombre que no fue puesto por mero capricho o en homenaje a los cuentos de nuestros mayores, sino por su realidad desde años inmemoriales. De ancestros tan antiguos que venían desde antes del "Descubrimento de América", como llaman a la llegada (e inicio del despojo) de los españoles a estas tierras, y cuya memoria celebramos co-mo "El Día de la Raza". Día también en que empecé a poner por escrito este relato. Aunque, para serles franco, lo tenía guardado en resumen desde hace muchos años, por miedo a revelar esta historia que me estremece cuando de ella me acuerdo; o al atravesar en cierto punto la línea férrea, en mis andanzas evangelizadoras por estas hermosos parejes donde me gustaría reposaran mis huesos.
Pero esto último sólo el Padre Dios lo sabe, aunque creo que en su bondad escuchará mis deseos.
¿Por qué "Los Brujos?
"¡Los brujos no existen, pero, que los hay..., los hay..., caray!".
Frase que escuché por vez primera, siendo muy niño, a mi hermano mayor. Me impresionó tanto que estuve algunos días, o mejor dicho unas cuantas noches, con horrendas pesadillas que me grabaron esas palabras pronunciadas ante un inocente e ignorante párvulo.
Este olvidado rincón del mundo parece que se prestara para facilitar pequeñas ventanas abiertas hacia la eternidad; y sus habitantes las aprovechan. Los más antiguos, creyentes en la madre naturaleza, hacían curaciones asombrosas mediante majestuosas y primitivas ceremonia de carácter religioso. Posteriormente, mezclando elementos de la religión católica, a la que ellos mismos inculturizaron a nivel local.
Quien más, quien menos, todos sus habitantes han contado con algún
don especial. Algunos, el de encontrar agua o hierbas medicinales con horcajas de avellano u otro árbol; otros, el de curar enfermos, mediante sahumerios o el simple expediente de imponer las manos sobre ellos o de hacer secretas oraciones. Hay espiritistas que invocan para saber sobre cosas perdidas o sobre personas de las cuales no tienen noticias. Otros, ven y oyen almas errantes que se acercan sin ser llamadas, y hablan con ellas. Muchos, son clarividentes y ven buenos o malos sucesos futuros. Lo más común y corriente es santiguar niños con sustos, empachos o dañinos ojeos.
Los menos, también se da, poseen el triste privilegio de enviar energía,
pero lo hacen para dañar, hacer males, como veremos en futuros relatos.
Por este motivo los demás vecinos los evitan, al igual que a los espiritistas que mencioné. Pues tiene sentido común y porque, felizmente, la fe cristiana está por delante de ellos en su caminar, vivir y actuar.
Muchos emigran, como dije, y por tal motivo, este rincón del mundo no crece en habitantes, ni es muy dable encontrar su nombre en mapas, planos ni listas. Tanto que, ocasionalmente, ni en los censos han querido considerarlos y, para sus documentos civiles viajan a localidades colindantes donde ni siquiera mencionan el lugar de sus orígenes. Aunque esto
último lo están dejando de lado, porque mi antecesor y yo los hemos exhortado con frecuencia a tener orgullo de su terruño.
Bueno, ¿y cuándo va a empezar su historia?, me dirán.
El caso es que ya empecé, porque todo lo relatado hasta el momento es
necesario para entender lo que sigue y sopesar su enormidad. Mas, para que no se impacienten solemnemente, entro al meollo del asunto.
Mi abuelo, Juan Sebastián Tercero Olivares parecía que desde los orí-genes del mundo estaba sentado en un banquillo a la vera del camino, bastón en mano. Era parte inherente del paisaje, con su rancho pobre a pocos metros del paso, lado oeste, de la línea férrea. Pocos recordaban haberlo visto de pie, o en otro lugar, salvo los más antiguos y de buena memoria. Estos cuentan parte de una triste historia, de la cual él parecía ser simplemente un subproducto. Algunos lo llamaban don Tercero, o don Nieto, para distinguirlo de quien había sido su padre, Juan Sebastián Segundo Olivares; y del cacique abuelo, Juan Olivares.
La gente que transitaba por allí aprovechaba para conversar un rato con él. Lo informaban de todo lo que pasaba y ellos, a su vez, recibían in-formación. Era en cierto modo el periodista y el noticiero local. De vez en cuando don Nieto anunciaba: Va a morir alguien. Y alguien moría. Estos decesos eran siempre ocasionados por los frecuentes trenes que pasaban. Y se repetían periódicamente.
Por caprichos de la geografía y decisión de los ingenieros, en el sector de los Brujos el tren efectuaba una prolongada curva, en el seno de la cual quedaba el camino vehicular; y por la vegetación campestre la visual era de no muy largo alcance. Y no siempre los conductores tomaban las debidas cautelas al atravesar la línea. Tampoco los peatones sobre todo cuando iban cargados al alcohol. Resultado: Un duelo o entierro local, y todo un espectáculo de ambulancias y carabineros que se daban importancia con su ulular de sirenas.
Otro asunto que llamaba la atención a los vecinos era que don Nieto, en medio de la conversación con sus contertulios, decía un número al parecer sin ton ni son. Cuarenta y cinco..., ciento veintisiete..., quinientos ochenta y cuatro... Hasta que descubrieron que llevaba cuenta de los vehículos y personas que atravesaban a pie la línea en el lugar.
Rarezas de viejo, pensaban.
Había un tercer aspecto. Ocasionalmente, por sensibilidades más, sensibilidades menos, algunos se enojaban con don Nieto y lo insultaban. Al poco tiempo, esas personas, aunque no todas, eran las que quedaban ca-sualmente destrozadas por el “pat´e fierro”. Cuando los coterráneos se dieron cuenta de esa relación, no se extrañaron porque, como se dijo, las cosas extrañas para el común de la gente son normales para los brujuleños, que tienen dones especiales. No dejaron de preguntarle si él las había maldecido. Don Nieto respondía con un NO tan rotundo que nadie se atrevía a dudarlo, aunque tampoco a enemistarse en el futuro con él. Usted tiene un secreto, don Nieto. Y él guardaba silencio en señal de que sí. ¿Lo contará algún día? Algún día. Y pasaban a otro tema.
Los brujuleños tienen un día de celebración muy especial, por sus raíces. Participan hombres y mujeres, chicos y grandes. Es un derecho y en la práctica un deber de tradición. Es la Noche de San Juan.
Realizan algunos ritos que no es lícito revelar a los de afuera. Lo demás lo cuentan cuando se tienen confianza. Cada año corresponde a tres de ellos ser el centro de la conversación de fondo. Esa noche, a los que están de turno se les puede hacer, comedidamente por supuesto, y salvando la legítima privacidad, todos los reclamos y preguntas curiosas que tengan los vecinos. “A la sin enojarse y sin ocultar nada” es la norma sagrada; de lo contrario pierden los dones peculiares conque la naturaleza los ha dotado.
Un año, en esa fría oscuridad invernal de la Noche de San Juan, en torno a la fogata de rigor, le correspondió el turno a don Nieto. Ya la comunidad había confesado a los otros dos de turno. Tras algunos reclamos y aclaraciones, entraron a los temas que los intrigaban.
Don Nieto, de vez en cuando usted dice que alguien va a morir, y alguien muere; y esas muertes siempre tienen que ver con el tren. Con todo respeto, ¿cómo es que usted sabe eso?
Don Nieto dio una exhaustiva chupada a la bombilla del mate cebado con que soportaban el frío nocturno, aclaró la voz y, sin prisa porque la misteriosa Noche de San Juan es larga, contó un hecho violento y doloroso que sólo unos pocos más ancianos apenas algo recordaban.
Mi abuelo, Juan Sebastián Olivares tenía dos hijos. El mayor era mi padre, Juan Sebastián Segundo Olivares, que fue padrino de algunos de ustedes. Y Sergio, engendrado en la ancianidad, era un niño poco mayor que yo cuando murió.
Resulta que por entonces empezaron el tendido de la línea férrea, y mi abuelo se oponía. Pero el progreso arrolla y nadie le hizo caso. A Sergio se le ocurrió, ¡cosa de niños!, detener el tren, porque había escuchado que de la casa irían al pueblo vecino, de compras. Cuando el tren venía, se paró en el cruce en medio de la línea y le hizo señas con la gorra que se detuviera, como si un caballo de hierro obedeciera los gestos humanos. El maquinista logró detener el tren sólo muchos metros más allá del cru-ce. Al muchacho lo recogieron como pudieron en un largo trecho.
La desesperación de mi abuelo fue enorme. Reunidos los restos, hicieron el velorio correspondiente a un angelito. Lo sepultaron con gran pesar de deudos y vecinos, con responso del señor cura quien les dijo que ese niño gozaba ya de la gloria celestial.
Una vez en casa, mi abuelo, en la intensidad de su dolor pronunció una
terrible maldición. Me parece estar escuchándolo, aunque yo apenas tenía por entonces uso de razón:
Yo vi que el tren tenía un número. Sí, un número de bronce en la má-quina. Era el 721. Y ese número para mí es de maldición. Por eso, cada setecientos veintiún vehículos o personas que pasen, quien cumpla ese número, morirá arrastrado por el tren. Y para asegurarlo agregó: Amén.
Yo, debido a que apenas puedo caminar, paso el día frente al cruce, como ustedes me ven, y voy contando. Por eso sé cuándo alguien va a morir arrastrado por la máquina de hierro.
¿Y cuando usted está durmiendo, cómo sabe si alguien pasa o no?, irrumpió un imberbe. Buena pregunta, comentó otro.
Inteligente tu pregunta, muchacho, continuó admirado don Nieto. Y este es otro misterio de mi vida. El hecho es que yo nunca duermo, sólo reposo en mi lecho. Pocas veces ustedes me han visto fuera de mi asiento frente al rancho, porque me voy muy tarde a reposar y surjo muy tempra-no, antes que nadie pase por el cruce. En mi cama o en la banca, si pasa un vehículo, aunque sea una bicicleta, entra en mi contabilidad. Si alguien va a pie, entra en mi contabilidad. Si atraviesa una res que anda suelta o un perro vagabundo, yo los sé distinguir; los siento, pero no los sumo.
Y para concluir mi historia, les contaré que desde ese infeliz suceso mi padre nunca fue el mismo. No se repuso nunca de la pérdida del hijo, y eso ue talvez lo que precipitó su viaje a la eternidad.
Al finalizar estas palabras, la voz del viejo se quebró, y los vecinos se dieron cuenta de una nueva faceta desconocida para ellos. Ese hombre que parecía una esfinge de piedra que los contemplaba cuando pasaban por el cruce, era una persona con sentimientos, y empezaron a apreciarlo. Una jovencita se lo expresó: lo queremos, abuelo Nieto.
Varios asintieron y se compungieron con él.
Para bajar la tensión algunas buenas mujeres empezaron en silencio a llenar las calabazas con hierba mate que todos habían vaciado durante el relato. Paulatinamente la conversación general se reanudó. Un suave resplandor asomaba sobre los cerros hacia el este. Don Lincoya lanzó otra pregunta al anciano
Don Nieto, con todo respeto, ¿por qué algunas personas que lo han ofendido a usted también han muerto atropelladas por el tren?. Usted dice que no las maldice. ¿Cómo entonces?
Eso es consecuencia de lo anterior, vecino Lincoya Carmona. Como les dije, mi abuelo se derrumbó con la muerte del pequeño Sergio. No co-mía y ni siquiera bebía como antes. Se volvió taciturno. Esto molestaba a mi padre. Le reclamaba frecuentemente si acaso él, que también era su hijo, no contaba. Y fueron discutiendo cada vez más y con más fuerza. Hasta que un día discutieron con varios vasos de chicha en el cuerpo. En medio de su embriaguez y del palabreo mutuo, sin pensar ni darse cuenta casi, mi padre le lanzó un insulto desusado para él: ¡Viejo conchetumadre!
Ambos quedaron mudos por la sorpresa dicha y escuchada. Sin alcohol nunca mi padre hubiera insultado así a mi abuelo; ni éste jamás hubierapronunciado esa nueva maldición que nunca creyó poder desha-cer. Porque “las maldiciones, decía, una vez lanzadas ya no se pueden recoger”. En las siguientes Misiones el viejo se confesó arrepentido de esa y otras maldiciones anteriores. El misionero le dijo que sí podían echarse atrás porque el amor era más fuerte. Sin embargo parece que, como tardó en confesarse, ya el diablo había amarrado la maldición y nunca se desató hasta ahora, por lo que he visto. Mi abuelo murió santa-mente, pero con pena en el alma. Dios lo tenga en su santo Reino, concluyó triste don Nieto.
Amén, rezaron todos.
¿En que consistió esa nueva maldición, don Nieto?
En el fragor de la discusión y con los grados de alcohol, mi abuelo le espetó: sí algún día a alguien le vuelves a mentar la madre, ese día mori-rás. Y enseguida, como para paliar su condena y equilibrar la situación, agregó: Y si alguien te la menta, igualmente morirá.
Y ambos enmudecieron espantados, a la vez que arrepentidos, de susinsultos y de la maldición. Y sin mediar más palabras se fueron amargados a sus dormitorios. Yo los escuché y me puse a temblar, sin poder dormir. Ellos ni mi madre tampoco. Desde entonces es que yo nunca he vuelto a dormir, ni siento necesidad de hacerlo, aunque la angustia y an-siedad de esa noche ya no las tengo, gracias a Dios.
Al día siguiente, al desayuno, mi padre se arrodilló ante mi abuelo: Pa-dre, me arrepiento y le pido me perdone de todo lo que anoche le dije. Yo también, hijo mío, te pido que me perdones. ¡Cuánto me gustaría no haber dicho lo que dije, y que nunca se cumplieran mis palabras! Pero tu abuelo me decía que las maldiciones de un padre nunca se pueden retirar.
¡Quiera Dios que no sea así!
Y se dieron un emocionado abrazo de reconciliación. Nunca jamás volvieron a discutir y de ahí en adelante se trataron con un cariño inmen-so como compitiendo cuál de los dos quería más al otro. Hasta la muerte de mi abuelo que antes de ir al cielo nos dio a ambos su bendición. La maldición no alcanzó a mi padre, porque procuraba no discutir ni ene-mistarse con nadie, ni nunca nadie le mentó la madre. Todos los que lo conocieron lo apreciaban.
Pero creo que pasó entonces a mi persona, porque dos que me insul-taron así, y sin motivo, murieron. Perdonen cuando eso sucedió, pero como ven no ha sido por mi culpa. Ustedes saben que no me gusta dis-cutir y hago el quite a los encontrones verbales. Ahora saben por qué.
Todos asintieron, porque sabían que don Nieto procuraba no pelear con nadie, y generalmente callaba cuando alguien le buscaba el odio.
Meditaron en silencio y respeto la tragedia de su vida.
Con el correr de los días los brujuleños fueron intercambiando opinio-nes hasta llegar a una clara conclusión: La maldición existía pero no era obligatorio que ellos tuvieran que padecerla. En adelante atravesarían, en lo posible, por otros lados. ¿Y por qué no conseguir de don Nieto mejor que cuando se acercara el número fatal se lo hiciera saber a la comunidad? Y mientras algún afuerino no sufriera su rigor, ellos se abstendrían de pasar el cruce. No era desearle el mal a los afuerinos sino evitar a los vecinos la tragedia que de todos modos ocurriría. Lógico.
Esto lo supo don Ramón Liberona, dueño del fundo vecino, que sema-nalmente debía atravesar el cruce maldito. Era hombre de firmes decisiones y asaz autoritario. Así es que su opinión fue escuchada por los buenos naturales, y él mismo se encargó de poner las condiciones y el procedimiento. Lo acompañaron “a tratar” como dijo don Ramón.
Don Nieto ni se inmutó cuando, sin decir agua va, el dueño de las tierras vecinas le dijo la gran idea que se le había ocurrido, (¡a él, por su-puesto!) y, a línea seguida, con el tono que acostumbraba a emplear con sus peones: Usted mi viejo deberá comunicarnos oportunamente cuando llegue el número 721. Así no morirá ninguno de ustedes. (El no se incluyó, porque los dioses están por encima de las vicisitudes humanas). Y como quería ser magnánimo, le indicó: Para que esto sea un trato entre caballeros, le pagaré como se debe. Y señaló una suma tan irrisoria que dejó estupefactos a todos, aunque era conocida su mezquindad.
Don Nieto esbozó una sonrisa irónica que ocultó a medias: Les responderé a fines de semana. Lo que contrarió al mandón, pero seguro de que se haría su voluntad, se fue al momento, exclamando mientras se retiraba: El sábado me tendrás por acá. Debes ser solidario con tu gente.
Esa misma noche los acompañantes de don Ramón fueron con vergüenza a disculparse con don Nieto y a hacerle ver que no estaban de acuerdo con el procedimiento y actitud del futre, aunque sí con la idea en bien de la comunidad. Idea que, por lo demás, había brotado de ellos y no del mandacallar.
Tranquilos, les respondió don Nieto, que no necesitaba estas explicaciones ya que tenía mucho tiempo para analizar la vida propia y la ajena. Tranquilos. Me di cuenta. Estoy completamente de acuerdo con la idea. Sólo le di largona para bajarle un poco el moño al tipo ese. Es una buena iniciativa, que bien mirada, no va contra la maldición, me dijeron anoche en una revelación. Lo haré. No me interesa el precio ridículo que puso a mi cooperación. Lo hago por todos. El va de yapa.
¿Cómo hacerlo. Muy fácil. Consíganme tres banderolas rojas. Con su pequeño mástil, digamos de ... unos sesenta centímetros. Cuando llegue-mos al número 718, pondré una banderola en un lugar tan visible que nadie pueda dejar de verla, ni siquiera de noche. Con el número 719 pondré la segunda, y con el 720, la tercera.
Cuando vean puestas las tres banderolas, ningún brujuleño deberá pasar por el cruce. Si lo hace, será de su exclusiva responsabilidad. Después del número 721 las volveré a sacar y así, todas las veces, hasta que el Hacedor me retire de la circulación. ¿Les parece bien?
A todos les pareció muy bien, le agradecieron y se retiraron sumamen-te agradecidos de la comprensión del hombre, y apreciaron más su sabi-duría, cuando antes de retirarse se permitió decirles: No acostumbro a dar consejos si no me lo piden. Hoy haré una excepción. En adelante procu-ren llevar ustedes el pandero en los asuntos comunitarios, y no dejarse arrastrar por individuos autoritarios que no buscan el bien común sino sus intereses personales. Deben acostumbrarse a ser ustedes mismos sus pro-pios portavoces. No se achiquen ante los poderosos ni ante nadie, aunque sea el presidente de la república o el papa.
Los dos personajes que consideraba más importantes del mundo
Ese sábado ya contaba con las banderolas y había “tratado” con don Ramón, el dueño del fundo vecino.
Pasaron los años y los brujuleños respiraban aliviados; enseñaban a sus hijos el símbolo de las banderolas rojas que en varias ocasiones habían sido puestas y sacadas sin duelo para ellos. Era un camino secundario y pocos vehículos pasaban. Los brujuleños usaban muy ocasionalmente, desde entonces, el paso del cruce. Lo hacían más arriba o más abajo, y de todos modos llegaban por la orilla hasta donde estaba don Nieto, para noticiarse o noticiarlo y continuar su camino. Por otras parte, el tiempo borra muchos compromisos y don Ramón olvidó su “trato” y no daba lo suyo a don Nieto. A este no le importó. Sabía que aquello ocurriría.
Un sábado por la tarde, transitaba don Ramón por el camino con su camioneta de doble cabina, echando polvo porque no había llovido. Venía alegre, con unos pocos tragos y porque había conseguido hacerse notar por el candidato de sus amores al Senado de la república. Esa tarde lo visitarían para comerse un buen asado. Se luciría. En esas condiciones no iba muy diestro con el volante, y el vehículo, falto de mantención fallaba también. Tampoco se fijó si había banderolas. No hizo caso al disco PARE, ni cambió a primera. Sin fuerza alguna, el motor de la camioneta se detuvo justo donde no debía: en la misma línea.
Lanzando maldiciones trató de dar nuevamente marcha al motor. No hubo respuesta. Hasta que de pronto en su media embriaguez se dio cuenta dónde estaba y su corazón se espantó. ¡Ayúdame rápido!, gritó al trabajador que lo acompañaba. Salieron y empezaron a empujar la camioneta, hasta lograr que venciera la resistencia de los rieles justo cuando pasó el Expreso a toda velocidad casi raspándoles el trasero. El vehículo se deslizó lentamente por la pequeña pendiente del otro lado de la línea, hasta quedar frente a don Nieto, que observaba impávido; mientras sentían el viento que levantaban los carros mezclado con el humo de la máquina a vapor, al compás presuroso de las ruedas sobre los rieles.
Tantas contrariedades juntas eran más de lo que podía soportar don Ramón, acostumbrado a imponer su voluntad a la gente y a todo lo que se le pusiera por delante. Su presión interior pugnaba por salir a descampado. Necesitaba pronto una válvula de escape. Y la encontró frente a él: Don Nieto, quien, con paz en el alma, los miraba sin moverse, acompaña-do de un vecino con el cual había estado conversando
¡Viejo desgraciado! ¿Por qué no me avisaste que yo era el número fatal? ¿Por qué no pusiste las banderas? En ese momento las divisó al lado del viejo Nieto, en el banquillo. ¡Ahí las tenís. Pa´ qué más, poh!, lo interrumpió cuando este empezaba a hablar. De seguro que te quedaste dormido o te dio flojera ir a ponerlas!
¡Mire, don Ramón, usted...
¡Nada de mire don Ramón! Eres un viejo irresponsable. Casi me matas por no poner las banderas, gritó don Ramón en quien la presión parecía aumentar en vez de disminuir con sus descargas airadas.
Don Nieto tenía paciencia, pero reaccionó al ser tratado injustamente y respondió con energía: ¡Viejo lo soy y eso lo saben todos. ¡Por los años que tengo podría ser su padre, pero irresponsable jamás! Lo que pasa es...
Don Ramón, en el colmo de su furor llegó a ver candelillas y terminó de explotar: ¡No faltaba más, viejo mugroso, atrevido! ¿Qué te has creído pensando siquiera que podrías ser mi padre! ¡Ven a faltarme al respeto!
Junto con las palabras se abalanzó sobre Nieto, que se había puesto de pie, y le lanzó un “mamporro” tan violento que lo envió de espaldas. Para el pobre viejo, enjuto de carnes, fue como si el tren hubiera chocado a la camioneta. Su bastón saltó lejos haciendo piruetas por los aires, y él cayó pegando su cabeza en el canto del banquillo. Quedó exánime, medio sentado en el suelo, medio apoyado en el asiento. La sangre brotó y empezó a correr a chorros por su cabeza. ¡Patrón!, atinó apenas a decir el peón. El acompañante del viejo se arrodilló para auxiliar al herido.
Mientras trataban de reanimarlo, don Ramón se asustó y bajó la pre-sión pero siempre alegando para descargarse, por la falta de responsabili-dad y el incumplimiento del viejo Nieto. Pasó un rato, cuando a lo lejos se sintieron bocinazos continuos. Era la caravana electoral que se acercaba, con su música, pancartas y banderas.
¡Maldición! Y este viejo me viene a atrasar. ¿Qué hago ahora? Cuando el primer vehículo de la caravana atravesó la línea, lo detuvo y dijo a los ocupantes que continuaran hasta el fundo porque él se atrasaría un poco, porque “este pobre viejo se cayó, se pegó en la cabeza y hay que llevar-lo al Consultorio”. Todos los vehículos llenos de gente fueron atrave-sando mientras él saludaba procurando que no pusieran los ojos sobre el viejo caído. En eso tardó otro tanto. Terminada la procesión se dirigió a los dos que trataban de reanimar al anciano: Ayúdenme a echarlo a la camioneta para llevarlo a la posta. ¡Vaya contratiempo que nos dio este viejo´e miécheca! Lo estaban trasladando cuando don Nieto recuperó algo el conocimiento.
¿Cuántos vehículos han pasado la línea?, preguntó con temblorosa y desmayada voz. ¿Qué importa eso ahora viejo? ¡Mira cómo pierdo tiem-po contigo porque tú no has cumplido! ¡Ahora tengo que llevarte a la posta!
Pero su trabajador respondió temeroso: Fueron ocho, don Nieto. Yo los conté.
¡No me lleve a la posta! ¡No pase la línea!, musitó alterado el herido.
¡Claro!, ¿Para que te “desangrís” y me echen la culpa a mí?, ¡viejo conchetumadre!, gritó con nervios don Ramón, mientras hacía andar el motor que ahora respondió. El vehículo empezó a atravesar de regreso el cruce de la maldición.
Es que anoche tuve una revelación. Que llegaba una cantidad grande de vehículos y que al pasar el último de ellos yo tenía que poner las tres banderolas juntas, porque se iba a cumplir el número 721. ¡No atraviese! ¿Por qué cree que usted no murió cuando atravesó? Porque usted era el 712. Hay que poner las tres al momento. Por eso las tenía preparadas.
¡Queeeeeé! Respingó sorprendido don Ramón, ¿qué yo soy el número 721? Y por el susto soltó el pedal del acelerador, frenó justo al centro del cruce y miró al viejo. Sí, y ya es tarde para remediarlo, don Ramón. Pída-le a Dios perdón por sus pecados. Porque yo lo quiero y lo perdono, asin-tió el bueno de don Nieto, dándose cuenta de que había llegado su hora.
El trabajador del fundo y el vecino que los acompañaba reaccionaron a tiempo, saltando afuera y corriendo a lugar seguro. Ramón Liberona miró hacia el norte, porque algo presintió.
A unos cincuenta metros se aproximaba en viaje de estreno, casi silen-ciosa comparada con la máquina de vapor, una nueva, moderna e im-ponente máquina diesel a electricidad. El dueño del mundo quedó paralizado, mientras se escuchaba a Nieto, don Juan Sebastián Tercero Olivares decir con emoción:
¡Papá! ¡Abuelo! ¡Tío Sergio! ¿Me vienen a buscar? ¡Qué bueno! ¡Perdona mis pecados, Señor! ¡Y, gracias, porque ya estaba cansado de vivir!
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