Cuando llegaron, el cielo no estaba ni nublado ni celeste, era de juguete. Leonardo salió del auto y caminó rápido hasta el centro del jardín exterior de la finca. Miraba encantado los árboles, arbustos, cerros y animales. Todo aquello se le antojaba a un paraíso por mucho tiempo prohibido, y ahora, de pronto, permitido. Sus padres lo miraban de lejos y eran felices también.
El niño continuó absorto por algunos instantes y comenzó con el descubrimiento de su nuevo edén personal. Se acercaba a los rincones y los observaba con detenimiento. Buscaba inmensos secretos debajo de solitarias piedrecillas. Prestaba especial atención a la forma en que sus botines negros se iban tiñendo de un color más claro y al mismo tiempo, más sucio. En el fondo el cielo, por fin azul, calentaba animoso el día de campo. Las ramas semejaban, a los ojos del pequeño, grandes armas nucleares o feroces reptiles vencidos por él en heroicas batallas.
Avanzando el sol en el cielo, los padres cayeron dormidos en las mecedoras del jardín. El niño ya había jugado con los caballos. Había lanzado piedras al arroyuelo. Quitó y puso muchas veces insectos en un árbol derruido. Se balanceó caminando despreocupado por el viejo muro de piedras blancas. Lanzó piedras a las ovejas y no le atinó a ninguna. Los perros lo olieron y él los olió de vuelta. Trató de subir a un árbol muchas veces, pero tuvo que contentarse con verlo desde la base para siempre, no podía. Y aun con todo esto, no estaba cansado.
Caminaba intranquilo buscando algo más. Creyó que ya había investigado todo, pero descubrió una pequeña loma verde que estaba libre de animales o árboles. Caminó hacia ella. La subió, la venció. Desde la cima vislumbró el nutrido grupo de alpacas, que también lo observaban asustadas desde el otro lado. Blancas, grises, marrones y algunas negras; comiendo y descansando de pie. De pronto, la más grande de ellas se le acercó bruscamente.
Era el macho. Saltó, y sin darle tiempo para huir, quedó a dos metros de él, observándolo fijamente con sus inmensos ojos negros. Movió el hocico amenazante, pero Leonardo no estaba asustado. Se observaron neutros. El pequeño quiso recoger una ramita y movió un centímetro la mano derecha. La alpaca reaccionó en el instante y levantando las dos patas delanteras, le pateó el pecho indefenso. El niño cayó dos metros más allá del lugar del encuentro con el camélido, mirando el cielo, atónito. Empezó a llorar a gritos, lo que hizo que el enorme animal se alejase.
Los padres despertaron de golpe con los gritos del niño, quien después de calmarse en los brazos de mamá no volvió a levantar los ojos y pronunciar palabra alguna aquel día. Los padres entendieron entonces que la pregunta “¿Y qué te pareció el día de campo?” estaba de más.
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