Al llegar a la doble uve un alarido se dejó sentir seco en lo más profundo de la habitación. El efecto inmediato fue el frenético rechinar de los pernos y las tuercas del catre que terminaron por confundirse con los golpes furtivos de los respaldos sobre la pared del cuarto; los ojos de ella se pusieron blancos como dos perlas de mar.

Con desesperación se mordió los labios de puro placer y sus uñas terminaron enredadas en la cabellera de su pareja. A horcajadas aprisionó la cabeza del macho con las rodillas contrayendo los músculos como dos trenzas de ajo, como un par de boas que danzaban un ritual a muerte. Con la zeta terminada de dibujar entre sus piernas el orgasmo se le desató como un temporal sin contenciones, casi como un esfínter. Él la tomó fuerte con sus manos clavando los dedos sobre la cintura y metiendo la lengua que flameaba viva entre sus labios más adentro en el abismo, hasta el último gemido, como un infinito punto a parte.

Acababa el hombre de dibujar entre las lozanas y espigadas piernas de la mujer, todo el abecedario con la punta de su frenética lengua. Como una recompensa ella se hundió vientre abajo como en picada hacia el centro.