UNA ESQUELA BAJO LA PUERTA
Ese papel provenía de una vida que quedó más allá del muro ya cubierto por las hojas secas de varios otoños que había levantado para encerrar los sucesos negados a sus recuerdos. Ella se había convertido en una mujer sin tristezas, rencores ni culpas; había aprendido a estar sola y reiniciado el camino hacia la vida.
Terminó de clausurarlos y selló las hendijas con la fuerza de su alma cuando llegó a ese pueblo del que no conocía siquiera el nombre, enamorada del lugar donde casi se besaba el cielo.
Esa esquela irrumpía ahora deslizándose como culebra bajo la puerta y traía la ponzoña que hacía estallar las memorias contenidas. “Te encontré”. Era él, conocía muy bien esa letra que alguna vez había escrito poemas de amor.
La Rusita y el Moncho fueron novios desde los diez años y su inocencia creyó valedero el compromiso de casarse que habían hecho en una ceremonia sin público, con una orquesta de zorzales y cortejo de margaritas. Ella quería ser maestra, él le prometió estudiar para ser abogado.
Cuando la urgencia de la sangre bullendo en sus cuerpos se manifestó con toda la fuerza, exploraron sus propios sentidos como juego de cachorros y se aventuraron juntos en territorios alucinantes con la audacia de quien no conoce los riesgos, disputándose el orgullo de ser el primero en atreverse. “Yo lo hice antes” se convirtió en la frase que imponía jerarquía.
Él le regaló un anillo que mamá polaca devolvió cuando se supo que había robado dinero a sus padres para comprarlo. Ese día, por imposición y disgusto, los violines dejaron de sonar para la Rusita que quiso atribuirse la primicia de la ruptura. Él, luego de amenazar “ Si me dejás te mato” , se abandonó al dolor, perdió su trabajo y vagó mal vestido por el barrio.
La vida que se deleita en devorar destinos los estaba torciendo a su antojo. Los padres de la Rusita partieron a un viaje sin retorno cuando el accidente se llevó el cariño y la contención que tanta falta le hacía. Ella no sabía vivir en soledad; buscó novio, se casó y una nueva vida se instaló en su vientre.
El Moncho, que cada tanto se colaba en sus sueños eróticos, ahora le producía lástima y trató de ayudar a su recuperación. Él retomó los estudios aunque aquello no fue más que la máscara que le permitió acercarse nuevamente, imaginando señales de ella que lo incitaban a requerir un amor que ya había sido olvidado.
El rechazo lo llevó a buscar en el alcohol alivio para su dolor. Luego no pudo frenar la avalancha y el alud lo sepultó en la droga aniquilando todo signo de cordura. Comenzó a decir que el hijo que la Rusita esperaba era suyo e intentó violarla. Su marido quiso defenderla y desató la tragedia que la dejó viuda.
Mientras el Moncho era detenido ella entró a la capilla, Dios no podía abandonarla. Sintió su ropa mojada y cayó en el primer banco. Luces encandilando sus ojos y pinchazos en los brazos. Perdió el sentido, luego el embarazo y finalmente la fe. Cuando se repuso dejó todo y partió en aquel tren sin rumbo.
El sol de ese atardecer, empujado por el viento del sur que traía el aire de los glaciares, se había acostado temprano para reponer las fuerzas que le permitirían calentar el día siguiente. Las nubes ocultaban la cara con moretones de la luna, cubriendo el pueblo con el luto de las desgracias.
Las sombras revivieron aquella expresión enajenada del Moncho gritando que únicamente sería de él. Estaba segura que vendría dispuesto a todo; debía encontrarla preparada para demostrarle una vez más quien era el primero en atreverse. Buscó la pistola que nunca había usado y la cargó antes de dejarla sobre la mesa.
No tuvo oportunidad de impacientarse, un ruido la alertó y pudo distinguir la figura del hombre que se acercaba a la puerta y se paraba frente a ella empuñando algo en su mano. La Rusita abrió de un tirón con el dedo en el gatillo y gritó “Yo te encontré antes” .
Un Moncho sonriente apoyaba su mano en el timbre. En la otra un ramo de claveles. La tarjeta decía “ Ramón Muñoz – Abogado”
La luna se asomó con curiosidad detrás de las nubes que se alejaban.
|