LA VIEJA BICICLETA
Las tres veces que me lo crucé, fue de frente, doblaba por Malabia mansamente, giraba como en cámara lenta, y luego se metía a contramano por Paraguay. Está loco, arriesga su vida fortuitamente, lo hace además en un horario donde hay mucho tránsito, pensé. Confieso que siempre lo avisté a la misma hora, como un reloj, o mejor dicho como el reloj que me impone el diario peregrinar hacia mi trabajo.
El viejo pasaba desapercibido para todo el conjunto de transeúntes y autos, pero no para mi que lo veía perderse entre la masa informe de metal caliente, denso humo y ruido sangrante.
Lo hacía desde uno de los costados de la acera con tal habilidad que sus casi noventa años o más se diluían con el calor del asfalto. Su bicicleta, desinflada al límite de lo posible y fabricada en los años de la gran guerra, parecía no inmutarse frente al avance atronador del nuevo milenio.
Un día la curiosidad venció la inercia de mis actos voluntarios y decidí seguirlo. Al principio no fue fácil, lo debía hacer por la vereda rápidamente para no perderlo de vista entre los automóviles. Cuando llegué a la calle Borges observé que miró peligrosamente en sentido contrario al tránsito, como hacia la calle Charcas, pero después lo perdí cerca de las vías del tren. Como yo sabía que pasaba cada dos semanas, decidí esperarlo nuevamente.
A los quince días, como un cometa que gira alrededor de la calle Paraguay, lo veo venir desde Malabia con su vieja bicicleta de la primera guerra mundial y sus ropas desalineadas. Esta vez yo me había venido más preparado, sabiendo que quizás tenía que correr por la vereda. Los sucesos ocurrieron de la misma manera. Cuando cruzó la calle Borges miró en sentido contrario para luego desaparecer cerca de las vías del tren. Fue inútil mi preparación para la corrida. Esa fue la última vez que lo vi.
Pasó el tiempo y yo esperé en vano cada quince días que apareciera por Malabia. Un día decidí hacer exactamente el mismo recorrido del viejo. Tomé mi bicicleta y a la misma hora enfilé por Paraguay en sentido contrario. La sorpresa se instaló en mis ojos a modo de revelación cuando cruzaba la calle Borges. Ya no había edificios altos, no podía reconocer mi barrio, los autos iban dejando lugar a carretas tiradas a caballo. La vía del tren no estaba en su lugar, me paré cuando di sobre el arroyo Maldonado. No sabía si cruzarlo o no. Un baqueano del lugar me dijo algo de la bicicleta pero no le entendí.
Me acerqué al hombre. Su aspecto raro confirmaba mis sospechas. Miré hacia atrás, estaba perdido, la calle Paraguay apenas era la bifurcación de un largo sendero. No sabía para donde ir, era la misma cosa en todos los sentidos.
Escuché que el hombre me decía que cruzara ahora, antes de que se inunde. Lo hice por donde el barro y el agua me lo permitieron.
Aprendí con el tiempo que el arroyo se inundaba cada quince días. Supe también, que era mejor abordarlo por el sendero de la calle Paraguay.
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