Mi primer recuerdo, veo me encararamado en una cesta de caña cantando kero conoche derampe de rompo, en un tono alegre y burlón como vengándome con Bendezú, mi vecinito de al lao, del tono con que el lo cantaba encerrado en su baño, que colindaba con el mío, cuando sus padres necesitaban privacidad o cuando se iban de farra.
Como un canto rebelde pero extrañamente dulce, esa dulzura que brinda la revancha, que a esa corta edad da para pensar que es hereditaria.
Como se puede concluir que a los tres o cuatro años ya estés experimentando ese tipo de sentimientos, que nada tiene que ver con hadas irreales, sino con la dura realidad de algunos, muchos.
Hoy al otro lado del mundo, alejado hasta de mi mismo, con el corazón apretado por indeseados sentimientos, exprimiendo de él la paz, que ganas de estar con Bendezú cantando kero conoche derampe derompo, con el tono aquel sobre la cesta. A gritos, haciendo rebotar de mi todo este mar de angustia. Tener que hacer el máximo esfuerzo posible para comunicarme con ella sin mostrar ningún sentimiento que la incline a favorecerme. Tener que no influenciar para nada su decisión.
Me tiraba por la escalera dando vueltas sobre mi mismo y no recuerdo dolor alguno en los golpes que me daba en todo mi cuerpo con los peldaños. Como si la infancia fuera inmune al dolor. Cuando vas despertando y adquiriendo contacto con el mundo lleno de prejuicios e intereses vas perdiendo esa inmunidad conforme la infancia se va extinguiendo.
Como abruma este dolor, me va apretando dejando sin aliento y con un cansancio mortal. Sin poder hacer nada al respecto.
Nos reíamos con Bendezú, de sus calzoncillos agujereados, por pedos decíamos. Que risa tan genuina y placentera, transformada con los años en simples remedos, desfogando en carcajadas arrinconados en espacios distraídos de la realidad.
Que felices, recuerdo éramos, exonerados de discriminaciones e inconscientes de la pobreza en la que vivíamos como si fuera una situación natural. Inmunes a los complejos, todo era jugar y jugar, ignorando que en la vida todo es luchar y luchar.
Ahora recién comprendo, que jamás te conocí, solo eras un espejismo que yo mismo elabore o tal vez fuiste un diamante que yo no supe pulir. Me echo yo mismo la culpa y sigo pensando en ti, yo al otro lado del mundo y tan lejos de mi. Yo luchando por hacer tus sueños realidad y tu en Lima transformando mis pesadillas en lo único que queda de ti. Sintiéndome muerto en vida sin animo ni ilusión y tu en Lima destrozando a nuestro hogar y a mi. Que ganas tengo de hacerlo, cantando con alegría, como hacia aquellos días, jugando con Bendezú.
Hoy, cumpliendo cincuenta y un años, sentado en un parque con mis hijas, Vicky de catorce, morena de ojos grandes cejas pobladas y rizadas pestañas y Verónica de diez, hiperactiva y traviesa como flaca y afectuosa. Tercera y cuarta (de Kikito y Tony los mayores mas adelante les contare), pensando en lo que darían algunos personajes, por poder estar tranquilos sentados en un parque, oi decir a Vicky: Que egoísta eres. Dirigiéndose a su hermana. A lo que yo respondí: Todos lo somos, en realidad es necesario que sea así, nuestro propio instinto de conservación y sentido de autodefensa te inclinan a ello naturalmente. Y esta bien que sea asi, pero es algo que debes controlar pensando en el bien común. De que valdría que uno este excelente y los demás estén mal, no estarías mejor si todos están bien? Mis hijas dirigieron sus inteligentes miradas y me di cuenta de su respuesta. Recordé lo que solía decirle a su madre:
Uno debe ser egoísta y preocuparse de uno para cada día ser mejor y poder brindar algo mejor a los demás.
He ido adquiriendo ciertas reacciones, como exclamaciones y manifestaciones corporales muy raras y muy cotidianas a la vez. Sugoi!!! o subarachi expreso denotando admiración, complacencia o calificando algo superlativamente , lo raro que es japonés y brota de mis labios espontánea y silvestremente, la traducción literal es Maravilloso, aunque nos parecen exagerados en sus expresiones y ademanes, los japoneses tienen un concepto de calidad que los obliga a calificar severamente, sin embargo surge ese Sugoi con frecuencia, y sin exagerar en una sociedad de calidad. También contraigo el esternocleidomastoideo haciendo ladear mi cabeza hacia un lado en signo de reprobación de algo hecho por mi mismo, pensando siempre que lo pude hacer mejor, siendo este un gesto japonés usado con mucha frecuencia. Acostumbro agradecer hasta cuando yo soy el que esta haciendo el favor, como suele hacerse en este maravilloso sitio. Y hago y reacciono así naturalmente y me llama la atención y por eso es que se los cuento. Hay mucho para contar de Japón. Allí no molestan los pedos.
Íbamos raudos en la carcochita de mi viejo, un Ford del veintitantos, de aquellos que para hacerlos arrancar, se introducía una palanca por el parachoques anterior y se daba manizuela; íbamos decía, mi padre conduciendo, Iván mi hermano, mayor por dos años, saltando y brincando en el asiento posterior y yo. Había introducido mis pies en un compartimento que había en la puerta y apoyaba mis brazos en la ventana, observando los otros carros que transitaban por la avenida Abancay dirigiendo mi mirada hacia el reloj del Parque Universitario, cuando me sentí en el aire y efectivamente lo estaba, se había abierto de la puerta del carro y yo estaba prácticamente en el aire apoyando mis codos en la ventana y los pies metidos en esa especie de guantera, cuanto sentí los dedos de mi padre jaloneándome y arrastrando la puerta a través mío cerrándola ruidosamente dando un portazo y le escuche esa exclamación que hasta ahora y desde siempre me causaba simpatía: Chico e´ mierda. Lo solía decir a menudo refiriéndose a mi hermano, cuando este se inquietaba y daba saltitos y brincos por alguna buena noticia de mi padre, como que iríamos al chifa (restaurant chino) a comer con palitos, o a comer anticuchos y picarones, o que iríamos al muelle pesquero a comer pan con huevera y pescado frito. No interesaba a quien dirigiera esa exclamación, me causaba mucha gracia y la recuerdo con ternura.
El hombre es un animal de costumbre he escuchado decir, lo que yo he observado y les puedo contar es que tiene una capacidad increíble de adaptación. Trabajando aquí en Japón he tenido la oportunidad de ver casos increíbles, que más adelante le contare. Al principio, mis primeros dos años, me sentía muy mal, no hablo de la nostalgia que sentía por mi esposa, a la que ahora comprendía cuanto quería, ni del alejamiento de mis adorados hijos; sino como hería mi autoestima las labores que desempeñaba en los trabajos que conseguía. Recoger escogiendo pequeños trozos de madera que caían mezclados con tierra colada por una inmensa maquina alimentada por dos retroexcavadoras también inmensas, todo era polvo a treinta y ocho grados bajo un sol achicharrante; fue mi primer trabajo. Mentalmente calculaba las horas y lo que hacia y su equivalente en dinero para comprar cosas para mis hijos para mi familia. Pasar diez o doce horas diarias en una nube de polvo de hierro y chispas que botaban las lijadoras en todas direcciones y los inmensos esmeriles que giraban a cinco mil revoluciones por minuto golpeados con fuerza por bloques de fierro para desgastarlos más rápido en una absurda competencia entre los trabajadores por pulir mas piezas. Tenia que recortar y afinar todas la piezas que venían de la fundición, habían piezas que pesaban cuarenta kilos, y las tenias que pulir por sus seis caras contra el esmeril a pulso, es decir hacia todo el trabajo con los cuarenta kilos en mis brazos, empujados por mi abdomen, a veces resbalados por mis muslos. Era un Calvario. El esfuerzo físico llegaba al limite. Tenias que hacer en promedio unas trescientas de esas piezas de cuarenta kilos, no en vano era conocida esa factoría como El Infiernillo.
Y me volvió a ocurrir y ahora con experiencia. Yo que me creía muerto, que lo había perdido todo. Que dedique el tiempo a verlo pasar. Al llegar, en el primer instante me cautivaste. Hiciste renacer en mi la ilusión. Para después dejarme muerto. Te seguiré queriendo.
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