Los medios de transporte colectivo siempre han sido un punto donde se producen frecuentes encuentros aleatorios que cambian la existencia de las personas, y dan un giro muchas veces copernicano a su vivir y destino. Ello, desde las viejísimas caravanas comerciales de los fenicios por mares, bosques y desiertos en la antigüedad, hasta los modernos medios de comunicación terrestres, aéreos y marítimos.
Muchos de los grandes amores han nacido en los buses, metros, aviones, barcos y otras formas colectivas de viajar. En un bus se conocieron Juan Bosch y Carmen Quidiello, y Anthony Ríos tiene entre sus primeras canciones interpretadas aquella que dice:
“En el tren que yo viajaba,
encontré una chica triste.
Me contó toda su vida,
ansiedades y tristeza.
estaba abandonada
como yo”,
con la que logró empatía, amor, cariño, seducción, aunque
“un enojo sin motivo
destruyó nuestra alegría,
y me hizo volver solo sin su amor”,
quedando ella como el frustrado amor del personaje de la balada.
El Metro de París, el de New York, son famosos por ser receptáculos de pasiones que revuelven el devenir de notables personalidades y de cientos de anónimos hombres y mujeres, cuyas unionesnacieron de una mirada furtiva, de una señal atracción, del roce suave del pantalón con el vestido, de blusa con camisa, de piel con piel en esos viajes largos donde estos duermen, aquellos miran el paisaje o leen, mientras otros sueñan el drama de sus vidas en conversación con el vecino o vecina de asiento, que de repente se confiesan sus amores y empiezan un tórrido romance que los lleva más allá de la parada prevista.
Incluso, los pasillos de buses y trenes se convierten en motivos de húmedas y líquidas secreciones causadas por el calentamiento climático corporal de apretujadas filas en que unos eróticos traseros de una hembra se juntan al toque de un miembro viril del macho, o unos pechos de mujer rozan suavemente sus tibios pezones con la espalda del excitado hombre, o el ir y venir del vehículo de transporte masivo, que al frenar, tomar una curva o acelerar provoca un mecimiento y estremecimiento e impulsa a un cuerpo masculino sobre uno femenino y viceversa, provocando en ambos pensamientos libidinosos, que sacan de quicio y los hacen temblar, hasta que la lujuria llega al orgasmo de ambos.
No olvido la película brasileña Yo te amo, donde la increíblemente bella actriz Sonia Braga va sostenida por sus manos en un tubo del bus, apelotonada por hombres a los que enloquece, hasta que finalmente el conductor, que ve por los espejos el esplendor de su cuerpo, le pide al ayudante que baje a todo el mundo del bus, alegando su invento de que un neumático se ha dañado, y luego le dice que baje a comprobar el daño. Acto que aprovecha para arrancar el bus, dejar al ayudante y quedar solo con ella,... y lo demás, no hay que contarlo.
Sublimar estas situaciones amorosas, estas madejas de diversas relaciones que se producen en el Metro de Santo Domingo, es el tema que ha tomado el poeta Andrés Toribio como punto de partida para brindarnos un exquisito manojo de poemas que trascienden el hecho casual del amor en los vagones del tren para convertirse en un motivo de estremecimientos y deleites del lector.
El hecho de que al autor se le haya ocurrido escribir un libro de poemas enlazados casi todos por este enfoque, por esta visión, es ya un buen principio, pues muestra una manera poco convencional de enfocar el proceso poético erótico-amoroso, al combinarlo con ese cotidiano acto que multitud de personas practican diariamente en todos los países del mundo: viajar colectivamente.
El poeta trabaja con la imaginación y la realidad, armando con ello una argamasa textual en que todo vive como cierto, todo palpita lleno de vivencias a las que el cuerpo responde sin diferenciar si lo que lo excita o motiva es un hecho o una imagen, un sonido o la idea de él, si la mano que acaricia es cierta o es supuesta. Y en ese sentido, Andrés Toribio, autor del libro que ahora prologo, ha viajado en el Metro de Santo Domingo, y tal vez se ha enamorado en él, o quizás simplemente ha mirado cuerpos, rostros, piernas, pechos, cinturas, glúteos, ojos y cabellos que hace volar el viento, y se ha pensado a sí mismo abrazado a esas mujeres salidas del encuentro casual, las ha imaginado entre sus brazos y sentido como suyas. Y ciertamente lo han sido, pues con el solo hecho de un hombre pensar con intensidad y pasión que una mujer es suya, ha sido real-simbólicamente suya, aunque ella no lo sepa.
El resultado de esa aventura vital donde ha habido realidad y mito, ficción y hechos, intención y acción, es el libro Amores en el Metro, rosario de intensos y compactos poemas, ideales para ser leídos cuando somos llevados por el fugaz y raudo movimien- to del Metro de Santo Domingo –esa serpiente metálica que sube a la superficie y baja a lo subterráneo- . Leerlo tal vez en voz alta, a voz en cuello, para que las hermosas muchachas sensibles a lo que llega por el oído, a lo mejor se conviertan en potenciales amores, y el Metro se torne en un tránsito a sus cuerpos y espíri- tus ansiosos de experiencias poéticas y amorosas.
Esa virtud tiene la poesía. Hace que incluso la despedida amarga en la parada del tren se convierta en motivo para que esa oportunidad perdida de que nazca un amor, se transforme en intensa poesía que salva el instante, cura de las tristeza, y permite a los lectores, no estuvieron al momento de la despedida, el gozarlo o sufrirlo a través de unos versos como los siguientes (del poema Mirada continua):
“Asciende el vestido después de esta mirada,
bajan párpados, verdes ramas caen sin castigo,
triste viento ausentado camina como respira”.
Pero salgámonos ahora del hecho concreto del Metro y el amor para entrar en la caracterización de los versos de Andrés Toribio y hurgar en su naturaleza, estilo y manera de abordar el oficio de escribir poemas. Y ya en ese campo, observamos que la primera característica que aflora en estos textos es que cada poema es como un bloque de palabras, de imágenes, de tropos en líneas casi iguales en extensión, en interiores diálogos de unos con otros, conformando así un continuum poético que avanza in crescendo, con gran fuerza expresiva.
La segunda característica es la concatenación que logra hacer entre su sencillez y coloquial forma de escoger los voca- blos, materia prima de la poesía, por un lado, y por el otro las metáforas e imágenes, que nunca suenan preciosistas ni rebuscadas, sino que fluyen naturales, necesarias al drama que el poeta arma y desarrolla con la precisión de su imaginaria flecha amorosa, que se dirige a la manzana que la pasajera lleva sobre su pelo.
Versos sencillos, directos, y al mismo tiempo, armando con ellos hermosas metáforas:
“Ese asiento se ha bebido la forma
de tu cuerpo, poros han erizado los celos.
No sé cómo sus brazos han cubierto de ti
hasta el respiro. ¡Oh, contenido de un envase
que ansío a cada instante!”,
nos dice al comenzar el poema Sed de sustancia.
Con ello nos muestra que ha asumido con inteligencia verbal el reto de combinar tres elementos disímiles en un armónico conjunto poético: la lengua sublime y celestial del puro enamorado; la pasión amatoria, material, corporal y erótica; y la terrenal y de aparente intrascendencia de un asiento, unos tubos de sostenerse o un pasillo y ventana que conforman la estructura interior del Metro que conduce a la desconocida objeto de sus pasiones en el roce paralelo de un sillón o un pasillo compartido.
La tercera nota de los poemas de Andrés Toribio reside en que el poeta, en su trajinar métrico no sólo está pendiente de los pechos suavemente lascivos mostrados por el provocador escote del vestido rojo sobre la piel de mujer blanca o la falda minúscula que permite entrever la negra o mulata piel de suaves vellos en unas piernas que nos hacen temblar todo el cuerpo enervado de deseos. No. Además de esto, los ojos del vate ven la tristeza, el hambre, la miseria, al pasajero desamparado que transita el Metro, cuya miseria se manifiesta sin querer desde los ojos del hombre o la mujer enjuto de rostro, de cuerpo fláccido y débil. Que pobreza tambiénconducen los vagones, en su viaje de parada en parada, recogiendo y dejando amores y dolores de un pueblo como el dominicano, alegre y simpático, dentro de su muy bien disimulada falta de pan. Esa falta que las mentes sensibles y luchadoras tratan de curar con el trabajo de buscar caminos de solución, sendas de salida.
Y Toribio es de esos hombres de sueños y utopías, que viven “pensando que algún día se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre a construir una sociedad feliz”, traducidas en esas lapidarias palabras del Presidente Salvador Allende, en aquel dramático discurso, valiente, sincero y honesto, que pronunciara cuando las fuerzas del terror, la traición y la deshonra bombardeaban el Palacio de La Moneda, y momentos después le arrancarían la vida, en Santiago de Chile.
“En el ajetreo de la
andanza, lloran las nubes, se marcha
el escaso sol madurando el sudor
de la miseria”,
leemos en Murmullo del futuro. Unos versos casi escritos con lágrimas de conmoción ante el dolor que ve y casi vive como propio. Y el autor llega más lejos. Como todo espíritu verdaderamente sensible, no pierde de vista que,en los barrios miseriosos, también los animales reciben su proporción del hambre, su porcentaje de dolor, su cuota de frío y caluroso desamparo, expuestos al azares del tiempo en su triste deambular de viralatas sin dueños, de viandantes sin destino a los que nadie cura enfermedades ni heridas, hasta que un día un vehículo veloz les brinda el consuelo de despacharlos de este mundo.
Compara Toribio la miseria animal con la humana, en el poema Balance del tiempo:
“Muerde un can el hueco de una caja,
triste, hueca otra vez, como esta víscera
llorando tempestades, cómo continúo
esta marcha, si he perdido la luz de mi sustento”.
En resumen, hasta aquí he hecho una breve valoración y presentación de la poética de Andrés Toribio, en una aproximación al contenido y forma de este poemario, cuya calidad indiscutible me ha sorprendido.
Esta poesía tiene virtudes y defectos. Sin embargo, he des- tacado las virtudes, porque el deber de una presentación es hablar de la luz y no de las tinieblas. Y me atrevo, finalmente, asegurar que, en caso de seguir un curso ascendente de trabajo árduo, lectura acuciosa de los grandes escritores, trabajo persistente en la elaboración y mejoramiento del verso, puede llegar a ser uno de nuestros buenos poetas.
Bienvenido, Andrés Toribio, a la poesía dominicana. ¡Enhorabuena! |