No hace mucho, falleció un señor que yo siempre veía pasar, escoltado por cuatro o cinco quiltros. Adonde él se dirigiera, lo acompañaba esa corte pulguienta. Y cierta mañana, cuando el señor aquel se dirigía a uno de sus menesteres, la muerte lo atacó a mansalva y allí quedó tendido el vecino aquel, rodeado de aquellos quiltros, que se echaron a su lado, silentes y calmos. Un infarto fue la causa, se realizó el velorio y el funeral y sólo queda en mi retina ese señor delgaducho y alto, flanqueado por esos perritos de dudosa estirpe.
No hace dos semanas, otro querido vecino no apareció por estos lados –él atendía un quiosquito en donde duplicaba llaves y arreglaba cerraduras- y el motivo de su ausencia no era otro que un maldito infarto al miocardio que lo tumbó, acabando con sus sueños y esperanzas. Lamentamos mucho su deceso, ya que el señor aquel era dicharachero y siempre atendía con una sonrisa y no faltaba la anécdota sabrosa que nos alegraba la mañana. Muerto y sepultado, su ausencia se acrecienta en este plantel disminuido que somos ahora todos sus vecinos.
Y hoy sábado, no hace mucho, un muchacho, que atendía un tallercito de rodamientos, llegó a su local, conversó un rato con el arrendador, comentaron las incidencias del partido de ayer entre Chile y España y luego se encerró entre sus fierros. Una hora más tarde, al percatarse el arrendador que el muchacho aquel no aparecía por ningún lado, se introdujo al local y lo que vio lo dejo helado: el pobre muchacho colgaba de su cuello de una viga, con su rostro tumefacto, tronchada su vida por algún maldito contratiempo.
Todas estas circunstancias lo dejan a uno helado, sin rumbo que tomar, sólo pensando en los que se fueron y en lo frágil que es nuestra existencia.
La vida sigue rodando, sigue rodando y sigue rodando. Yo, sólo escribo, que es la forma en que suelo encarar estas situaciones, para sacarme en parte toda esta extraña mezcla de culpabilidad y la espeluznante sensación de precariedad y desolación…
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