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—¿…Y cómo es su gracia?— preguntó Juan.
—Ordóñez —contestó el invitado.
—Buenas noches, señor Ordóñez, siempre es bueno que alguien nos acompañe en estos viajecitos.
—Yo soy Juan y éste es el Romualdo. Trabajamos en las vías hace años.
—Es una buena noche para la vía— Agregó Juan. —Sí, Ordóñez, la noche es clara. Seguro que se ve bien el campo, Ordóñez, vea para allá...
Juan puso en marcha la zorra. El ruido del motor a explosión sorprendió al desconocido mientras trataba de acomodarse en el piso. Llevaba un estuche con un bandoneón y un bolso con algo de ropa.
—Es fácil manejar una de éstas, Ordóñez. Una vez que el motor arranca regulamos la marcha de aquí y trabamos la palanca cuando alcanza la velocidad. En la vía no hay que usar volante...
—No, Ordóñez. Nosotros no doblamos, ¿sabe? Esto anda solito y manso como una mula, ¡no hay que hacer nada!
—¿Así que va para el lado de Esmerado, Don?
—Sí. Tengo que irme de estos pagos, Juan.
—Menos mal que nos agarró justito, Ordóñez. Ya nos íbamos y hasta mañana no hay trenes, ¿sabe? Y a nosotros no nos molesta que se nos acompañe, ¿no, Juan?
—Disculpe al Romualdo, Don, esto no será lo mismo que un tren, pero vamos tranquilos. Después refresca un poco, la humedad y esas cosas... tenemos ginebra y salame.
—¡Y pan, Ordóñez!, un poco pasado pero hay.
El ruido del motor se escuchaba a lo lejos en el campo que empezaba a abrirse paso en la noche clareada un poco con la luna llena. La luz de la zorra encendía las vías a unos metros hacia adelante. Las últimas luces del pueblo quedaban atrás entre una neblina baja.
Ordóñez había escapado sin pagar de la pensión entrada la noche.
—¿Siempre hacen este viaje, ustedes?
—Dos veces por semana, a veces tres.
—Claro, Ordóñez, a veces tres porque el capataz no hace nada. A veces nos deja trabajos de otros. Hay que arreglar las vías, ¿sabe?
—Sí, el infeliz de Jiménez se lo pasa en la oficina de las barracas de Esmerado mientras nosotros vamos y venimos como bola sin manija, a veces viene y mira la obra de reojito como un somorgujo y después firma papeles y esas cosas...
—¡Nos paga poco!, el culeado de Jiménez pero eso sí, es cumplidor el gringo.
—Al Romualdo le gusta hablar, jefe, es así.
—Claro, claro, Ordóñez. Me gusta hablar con la gente. No como Jiménez que se hace el importante.
—De Puerto Negro a Esmerado son doscientos kilómetros ¿sabe, Ordóñez? Y ya que estamos, ¿eso es una conejera?
—No, Romualdo. Es un estuche de bandoneón, ¿sabe lo que es eso?
—No, Ordóñez, no sé qué es lo que es eso.
—Es algo parecido al acordeón como el que toca Don Tormo en la peña— Interrumpió Juan.
—¿Y lo lleva ahí dentro?
—Sí.
Ordóñez sacó del bolsillo del saco un atado de cigarrillos largos, combado, y ofreció a los otros con la mano extendida.
—Quedan pocos, pero es lo que hay —aclaró el hombre—. Romualdo tomó uno. La luz casi nula, sólo el foco en la parte delantera de la zorra permitía que los tres se viesen las caras. No hacía falta más que eso.
—Hay que ponerse de espaldas al destino para fumar aquí, Ordóñez, por el viento digo.
—¡Ah, señor! ¡no me va a decir que el Juan no es un poeta! ¿vio cómo habla?
—Discúlpemelo al Romualdo, jefe, está un poco emocionado por la compañía.
—Cállate, Juan, no te hagas el humilde...
—Cuando llueve, ¿qué hacen?
—No viajamos con lluvia; es peligroso.
—No, Ordóñez, cuando llueve nosotros nos vamos a algún lado a esperar que pare, ¿sabe?
—Es un trabajo jodido el nuestro, las herramientas son pesadas. Hay que hacer fuerza, hay que chivar y se cobra poco.
—Ya lo creo, Juan. Ya lo creo...
—¡Claro! a veces nos jodemos de los huesos, ¡y andamos con el linimento ese para los caballos!
—Saca la ginebra, Romualdo.
—¡Sí claro! la ginebra y algo de picar.
Por un rato sólo se escuchó el motor. Los tres hombres comieron fiambre con pan. La noche honda había refrescado. Un par de botellas de ginebra y tabaco y papel para armar. Mientras los metales del vehículo transpiraban rocío como vasos de bebida fría, se bebía y hablaba. No había otra cosa que hacer.
—La vaca es un animal noble, Ordóñez, y la maza es una herramienta noble. Nosotros somos gente de esfuerzo ¿sabe, Ordóñez?
—En mi juventud— continuó Romualdo —yo trabajaba en un matadero, ¿usted sabe lo que es eso? ¡Les daba en la cabeza, Ordóñez…! a las vacas…
—¿Ah, si?
—Sí, al principio medio que pifiaba y por ahí les daba en el hocico. Usted no sabe lo mal que me ponía eso de pifiarle a la sesera, porque hay que darle en el medio de la sesera, a la vaca; si no, no se muere y sufre y hay que darle otro golpe enseguida. Después me puse más canchero, y… uno queda medio estúpido de golpear esos bichos en la cabeza todo el día, Ordóñez, y sentir ese ruido que hace cuando se lo golpea en el medio de la testa ¿sabe, Ordóñez? Uno se acostumbra a andar a los golpes y eso no es una buena costumbre, Ordóñez, yo ya sé eso y entonces si tuviera un hijo lo haría aprender algún oficio que después le sirva...Y míreme ahora, ahora sigo a los golpes con la maza pero a los fierros, Ordóñez, es otro ruido, y se me siguen jodiendo los huesos... ¿O no, Juan?
—Sí, es otro ruido...
—¡Claro, claro! porque con las vacas se escuchaba como que retumbaba cuando les daba un mazazo en la cabeza. Parecía como que el ruido del mazazo y después los dientes que chocaban le hacían retumbar… ¡tienen dientes grandes y cuadrados, las vacas!
—El Romualdo es un buen tipo, jefe. Nos conocemos de toda la vida nosotros. Usted tendrá amigos...
—¡Los amigos son importantes en la vida, Ordóñez! ¡son lo más importante los amigos!
—La verdad es que no tengo muchos...
—Eso está muy mal, Ordóñez, muy mal...
Juan arrojó a las vías la botella ya vacía de ginebra y abrió la segunda.
Ordóñez no tenía certeza de su destino; quizás volver a la capital, a conseguir un trabajo en alguna orquesta, a armarse de unos billetes para volver al juego; sólo tenía en claro que estaba yendo, y que no tenía demasiado apuro.
—¿No quiere tocar un poco el aparato ese?
—Por ahora no, Juan. Por el ruido del motor se pierde la música.
—Bueno, después. Vamos a ver si se inspira un poco con la ginebra.
—¡Sí, si…! ¡con la ginebra uno se inspira! la-ra-la-ri-ra-ri ¿Se la sabe, Ordóñez? La-ra-ra-la-la-la... ¿cómo se llamaba ésa, Juanito?
—La puta, que no me acuerdo...
—Hay buenas hembras en Esmerado, jefe, y usted si es músico seguro que no le cobran.
—¡Ah, la Clarisa! ésa sí que está buena, ¿no, Juan?
—Llevo quince de casado jefe, y le aseguro que me sientan bien, pero al Romualdo le gustan más las otras. Usted entiende que uno como yo de vez en cuando un gusto se tiene que dar fuera de la casa…
—A mí también me gustan de las otras...
—¡Ése es mi compadre! ¡Amigazo! ¿Le gusta el fútbol, Ordóñez?
—Eso sí que no me atrae demasiado, Romualdo.
—¿Te acuerdas del gringo Souza?
—¡Sí, Juan! Jugaba en Defensor Obrero y se fue a la capital a probarse y quedó, el loco.
—¡Qué jugador, el gringo! ¡Cómo le daba en los tiros libres! ¿O no, Romualdo?
—Sí, pero después se volvió medio maricón, el gringo...
—No, Romualdo, no jodas con eso, que era un flor de jugador.
—Y sí, pero después se hizo mariquita, ¡lo vi por la televisión y en el noticioso! Con arito y me parece que se pintó el pelo... puto de mierda...
—No seas envidioso, que siempre fuiste un pata dura en el potrero y terminaste matando vacas...
—¡Pero yo no soy maricón como ese gringo vendido, Juan, déjate de pavadas!
—¿Y a dónde se vendió el Souza?
—¡Se-ven-dió! ¡Ma-ri-cón! ¡Ma-ri-cón!
—Discúlpeme del Romualdo, jefe, que es medio bruto el pobre...
—¡Ma-ri-cón! ¡Esun-mari-cón!
—¡Bueno, ya!
—¡Claro, claro! Ahora debe usar falda el mariquita... Y tú, Juan, cállate que también eres medio raro, hablas raro y te haces el poeta...
—¡Tengo mujer e hijos Romualdo! me parece que te hizo mal el trago...
—La vaca es un animal noble, Ordóñez, ¿sabía? Y ahora el Juanito nos va a recitar una poesía que escribió... ¿o no Juan? ¿O no escribiste una poesía?
—¡Basta, Romualdo! que me da un poco de vergüenza contar mis cosas...
—¿Así que escribe, Juan?
—No mucho, jefe, a veces...
—¡La vaca es un animal honrado! ¡Nosotros somos gente noble…! No como el marica del gringo...
—Bueno, a pesar del Romualdo, le decía que a mí me gusta hablar de los sentimientos...

Oh, Marita, muero por ti
entre las piedras y los durmientes
Marita.
Entre estas piedras me muero, Marita,
de amor por ti.
Y no hay lluvia que arranque vida
de entre estas piedras, Marita.
Y no hay vida más que la tuya
que me saque el corazón.

—¡Se lo dije, Ordóñez, que el Juanito era un poeta!
—Notable su poesía, Juan, por cierto, ¿Marita es su señora?
—Me extraña, jefe, ¿dónde se vio que alguien escribiera un sentimiento para su esposa?
—Sepa usted que somos gente simple, jefe, y como tales aceptamos nuestra condición...
Romualdo pasó la botella a Juan, respetuoso; Ordóñez, aturdido por al alcohol y las palabras de Juan, no pudo más que escuchar con cierto grado de sorpresa y melancolía. Su mundo se redujo a esa zorra con esa gente, con ese ruido de motor, esa penumbra y el soplo de la noche en la cara; a los tres sentados en el piso bebiendo y fumando, como si no existiera otra cosa...
...—Decía, don jefe, que un hombre se encariña de una mujer porque así es como debe de ser; porque la madre de uno es una mujer y eso es cosa de mujeres, encariñarse, pero un hombre necesita una hembra y un trabajo... Fíjese que uno siempre extraña su pago, de los paisajes el suyo, de las mujeres la madre de uno, porque uno le cree, a la madre, y termina quedándose con alguna que le haga acordar a la madre... Porque uno no puede vivir sin un paisaje que sea como de uno, jefe, porque uno tiene que saber de dónde viene...
—¡Como el ruido de las vacas, Ordóñez! ¡Claro, claro! ¡Yo voy a todos lados y lo sigo escuchando, a ese ruido!
—Uno tiene que creer, jefecito. Entonces yo no imagino qué sería de estas piedras si yo no las cuido, y qué sería de mí sin las piedras; así soy importante como las piedras y las vías, y cuando uno tiene sus cosas entonces puede dedicarse a pensar y a disfrutar de las otras cosas... Uno puede mirar las cosas que no son de uno con respeto, como a la Marita o las playas de la costa, y ahí se puede dar uno el lujo de volverse con lo suyo... A veces me da miedo no poder volver a mis cosas y a mi familia, y me da lástima la gente que se va, que viaja lejos; y los maricas y los ciegos, porque me parece que ellos nunca encuentran sus cosas, y no tienen un lugar adonde volverse.
El músico había perdido todo su dinero en el juego, en la peña del balneario donde acudía gente de los poblados cercanos a la costa. Bajo el tinglado alto el escenario con la orquesta que interpretaba tangos clásicos. Había observado, él, a la gente insertada en la noche del baile absurdo. Se tomaba mucho, se bailaba a todo trapo al compás de los cromatismos incisivos del contrabajo y del fuelle con acordes coloridos, rítmico. Se reía, la gente. Él miraba a las parejas ocasionales tocarse y mentirse y a los que acechaban desde las mesas con el cigarrillo y el vaso como deseando algo más de lo que tenían al alcance; con la adrenalina sobada por las luces y el barullo.
En esa época del año había movimiento en la costa y la paga era aceptable para los músicos. Luego del concierto jugaba a las cartas con turistas y demás desconocidos hasta que el ruido de la gente empezaba a evaporarse y el mozo ya no entraba al cuarto a servir las copas. Si había suerte en la baraja tendría a una mujer en la habitación de la
pensión; de lo contrario había que irse sin pagar...
—¡El gringo Souza nunca volvió, Juan, es un puto de mierda…! ¡Mire el cielo, Ordóñez!
—Linda luna, Romualdo, está linda la noche aunque un poco fresca.
—No, Ordóñez. Atrás de la luna, vea bien, ¡no hay nada! ¡El cielo se ve negro porque no hay nada…! Porque donde hay negro es porque no hay nada, Ordóñez, es como los ciegos ¿no, Juanito?
—Es el infinito, Romualdo, el señor Ordóñez debe saber de esas cosas...
—¿Y qué sé yo del infinito, Juan?
—¡Los ciegos ven el infinito!, ¡es así, Juanito! ¡Uno no puede andar por el infinito como van tan campantes los ciegos!
—Ellos escuchan mucho, se guardan los ruidos para siempre, igual que todos nosotros, pero mejor guardados; porque hay cosas importantes que nos pasan en la vida que nunca entendemos del todo porque no las vemos, igual que los ciegos; pero nos queda un ruido que a veces no nos deja escuchar otras cosas, otros ruidos y nos quedamos, a veces, con esas cosas.
—¡Claro, claro, Juan! Me haces acordar al asunto de mamá... ¡Ordóñez! usted no sabe el asunto de mamá… ¡la vaca es un animal de buena fe!, Ordóñez, ¡y yo les daba en la sesera! ¡a las vacas les daba!
—¿Y qué pasó, Romualdo? Seré curioso...
—Vea jefe, a veces el Romualdo toma y se acuerda de cosas...
—Papá era un buen tipo, Ordóñez, pero no sé qué pasó el día que le dio por pegarle a mi mamá con una pala en la cabeza ¡yo tenía cuatro años! y vaya uno a saber... Ahora, Ordóñez, creo que eso me habrá jodido un poco, por lo de las vacas digo. Yo no era tan malo con la redonda ¿sabe, Ordóñez? Y ahora vea por dónde ando...
¿Y su mamá, Romualdo?
—¡En el cementerio de Esmerado! Y papá murió en una jaula hace varios años...
—La puta...
—No sé si mi mamá era muy puta, Ordóñez, ¡lo cierto es que mi papá la cagó de un palazo!
—¿No quiere tocar algo, jefe?
El señor Ordóñez se incorporó sobre las rodillas en el piso duro y miró hacia adelante. La luz de la zorra permitía ver un resplandor grisáceo hacia abajo. Al horizontal correspondía la oscuridad de la noche. Forzó la vista y no pudo ver nada más que el negro fundido de aquella noche con el campo; sólo sintió un viento frío en la cara. Volvió, luego de unos instantes, a su posición inicial; sacó torpemente el bandoneón del estuche y se dispuso, por fin, a tocar algo para sí mismo, para esa nada inmensa y esos hombres.


Texto agregado el 01-07-2004, y leído por 1433 visitantes. (13 votos)


Lectores Opinan
03-10-2020 Yo no sé cómo hacés para escribir la desesperanza de esta manera. Esos tres tipos ahí tan solos, tan simples sacando la belleza del bolsillo con esos diálogos. Vos nomás podés hacerlo. En fin... Cuando era chica vivía en un pueblo yo y a la hora de la siesta un día a la semana pasaba la zorra. Mucho tiempo después de que los trenes se murieran todavía seguía pasando. MCavalieri
25-04-2009 Cada cuento se mete tanto en los personajes y los identifica tanto que hasta parecen exagerados.No es facil meterse de lleno en erstas escenas tan logradas, te felicito y saludos MCS
07-02-2009 Al final entendì cuál era el ruido que no olvidaba su personaje. Què bien narra ud., mantiene la atención del lector a cada segundo. Su texto no hace màs que confirmar que buena gente hay en todos lados, incluso con infancias traumàticas. adelaida-
17-01-2008 Me mantuvo al filo del an¡bismo de la emoción y la angustía por llegar al final y encontrarme frente a frente con tal sutil y denso desenlace... muy buenas las imagenes muy bien logradas 5* arcangel_solar88
04-01-2006 girasol...uff gaviotapatagonica
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