Luego de variadas frases amables de despedida, cerré la puerta aliviado y fui al salón. Me quedé de pie en la puerta, molesto, mirándola.
- No pierdas el tiempo y dilo de una vez. – dijo sentada en el sofá, de brazos cruzados, llevando ese vestido ajustado que tan bien le quedaba, mostrando sus hermosas piernas, la dorada piel de su cuello.
- Se acabó. – fue todo lo que dije, confundiéndola. No esperé a que preguntara nada, fui a la habitación. Bajé una maleta y comencé a llenarla con su ropa.
- ¡¿Qué crees que haces?! – preguntó exasperada. No le respondí, seguí guardando su ropa. – ¡No puedes sacarme de aquí! ¡¿Adónde crees que iré?!
- Ese es tu problema.- dije tranquilamente. se dio cuenta de que hablaba en serio y cambió la táctica. El enojo desapareció y su rostro suave sólo se veía inocentemente sensual, aquella expresión extraña que me obligó a acercarme a ella apenas la vi, que obligaba a cualquier hombre a desearla.
- Perdón... perdóname. – ronroneó acercándose, acariciando mi espalda, abrazándome, acariciando mi rostro y obligándome a mirar sus ojos oscuros. Retrocedí, pero se me volvió a acercar, haciéndome dudar levemente.
- Estoy harto de tus juegos. – le dije intentando parecer seguro, mirándola desde arriba.
- Yo nunca, nunca he jugado contigo. – dijo sentida, como si le doliera mi desconfianza, excelente actriz. Puso su mano en mi pecho, abrazándome, acercando su rostro al mío, haciéndome sentir su penetrante aroma. Intenté retroceder, mas choqué con la pared y ella me engatusaba con su mirada, haciéndome ceder. Desabrochó lentamente los botones de mi camisa, me besó con su hermosa boca, sus húmedos labios que me atrapaban, que me encadenaban a ella. Y ella lo sabía muy bien.
Pero yo
tenía miedo
no quería, no quería ya seguir junto a ella, no quería sufrir sus mentiras, ignorar adrede sus traiciones. Quería vivir en paz, pero ella era
sensual
peligrosa, me llevaba a una muerte segura, me arrastraba sin que pudiera evitarlo, sin poder imponer mi endeble voluntad a sus oscuros ojos, su perfecto cuerpo, su suave boca.
Pedía a gritos que me soltara, que me dejara en paz, que se fuera de mi vida, pero
tantas noches
mi cuerpo no obedecía, mis manos sólo sujetaban su esbelta cintura, apretándola contra mí en vez de alejarla. Mi boca estaba embelezada en la suya en vez de decirle que se fuera.
Pero recordé lo que había pasado esa noche, lo que desencadenó finalmente mi ira, porqué decidí de una vez que ya no quería verla más, porque ella estaba
en la cocina
jugando conmigo, engañándome
con mi hermano
en mi propia casa, sin la más mínima vergüenza, sin el más mínimo respeto, ¿qué respeto? ¡Compasión! Sin importarle nada, sin importarle todo el tiempo que hemos pasado juntos, sin importarle todos los momentos que compartimos... realmente no, sé que eso es mentira, sé que me engañaba a mí mismo, sé que quería creer que éramos felices.
La alejé de mí, tomé la maleta y se la puse en las manos antes de darme cuenta de lo que hacía. Quiso protestar, pero no la dejé. Por primera vez pude hacerla retroceder, por primera vez ella fue la que me miró con respeto. La llevé hasta la puerta y salió, sin tener que decirle una palabra, y no dudé en cerrar la puerta tras ella, aún mirándola a los ojos, sintiendo que algo se rompía, y no exactamente un corazón.
Suspiré aliviado, apoyándome en la puerta, sabiendo que su orgullo le impediría pedir compasión y agradeciéndolo.
Fui a duras penas al salón y me senté en el sofá, pensando que si corría aún podría alcanzarla, aún podría hacerla regresar. Pero eso era estúpido, me dije, estúpido, estúpido. No caería en el mismo error otra vez. No la traería de nuevo a mi vida, después de tanto tiempo, tanta voluntad, tanto sufrimiento que necesité para alejarla, que necesité para darme cuenta de que debía alejarla.
Me recosté en el sofá, cerrando mis ojos, sintiendo su aroma, , su maldito aroma que me llamaba, que me apremiaba a seguirla, que me decía que no la dejara ir, que me arrepentiría, que sabía que me arrepentiría, que me ahorrara el sufrimiento de tenerla lejos, que la necesitaba, por mucho daño que me hiciera. La necesitaba.
Me puse de pie, inseguro; fui hacia la puerta, temeroso. Avanzaba engatusado, como un insecto atraído por la luz, sabiendo lo que pasaría, pero sin poder dejar de avanzar. Me aferré al picaporte y lo giré, abrí la puerta lentamente, decidido a ir a buscarla, significase lo que significase. Abrí la puerta, finalmente.
Gracias al cielo, ahí estabas tú.
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