CUANDO MUERAS, ¿QUÉ HARÁS TÚ?
Martina fue siempre una mujer de su casa, amante esposa, madre luchadora y respetuosa con los demás.
El día en que murió no entendía nada, el ángel prometido, San Pedro Bendito, ni toda la conjunción de acontecimientos que su confesor le prometió. Aparecieron.
Flotaba con desvergonzada pereza alrededor de su cadáver, mientras los familiares y amigos lloraban desconsoladamente. Ella, cual niña juguetona, pasaba por entre las personas como ave rapaz persiguiendo a su presa.
Ni el entorno, ni las paredes consiguieron que se moderara en su loco vuelo de iniciación.
Una gran escalera que parecía no tener fin se apareció ante ella. No se lo pensó dos veces y, rauda como el viento, ascendió. Muy arriba una puerta alta, de un lacado blanco, invitaba a la curiosidad. Nada más tocar el pomo de la misma, una sensación muy agradable recorrió todo su ser. Al abrir, una ráfaga de luz la llenó completamente, inundándola de paz y amor; a continuación, apareció un maravilloso jardín sembrado de las flores más hermosas que jamás vio.
En el centro del mismo, alguien de indeterminada edad y aspecto físico estaba sentado en posición de Loto. Ella se acercó con muy despacio y recelosa.
—Bienvenida, Martina dijo el ente sin inmutarse, ni mover un solo músculo de su faz.
—Hola —respondió Martina, no sin atreverse a acercarse en demasía.
—¿Eres tú San Pedro? —preguntó con ese toque de inocencia que sólo saben hacer las buenas personas.
—Ven, hija mía, siéntate a mi lado —le dijo el individuo a la vez que le tomaba las manos.
Ella, como buena chica, se dejó hacer. En cuanto sus manos entraron en contacto con las de él, una corriente de luz estremeció su alma. Al momento, una sucesión de imágenes se sucedieron con una tremenda rapidez, pero Martina se dio perfecta cuenta de que era su vida que, rauda como el viento, pasaba ante ella.
Vio cosas buenas, cosas malas, pero estaba hecha un lío, y un sinfín de preguntas se agolparon en su mente.
¿Por qué? Las acciones malas no le parecían tan infames.
¿Por qué? Las buenas no le parecían tan misericordiosas.
¿Las buenas fueron interesadas?
¿Las malas fueron inevitables?
Una lucha interior se apoderó con pánico desesperado y desoladora actitud. Las lágrimas afloraron como torrentes impetuosos por alcanzar el mar.
El ser, cual padre bondadoso, le dijo:
—Hija mía, ese es el camino, síguelo.
Un letrero de neón parpadeaba con luz melancólica. “VIDA DESPUÉS DE LA VIDA”, rezaba el mismo.
Martina, después de innumerables pasillos con infinidad de puertas, por fin llegó a su destino.
Detrás de una ventanilla, una esencia con aspecto de burócrata le dijo:
—¡¡Qué tenemos aquí!! Un alma en pena, afligida, culpable y llena de dudas, mi especialidad.
En un paraje desolador, comida por las moscas, con unos harapos por vestimenta está Martina. Ahora es una niña que tiene que trabajar haciendo ladrillos de barro que luego pone a secar al abrasador sol.
Su vida es tan dura como ella misma eligió, pero ella no lo sabe, crece, se casa aun siendo una adolescente. Como todas las de su casta, tiene una numerosa prole que a su vez tendrá el mismo destino que ella.
Nuestra Martina se educó en la religión budista. Por lo tanto, cuando muere no es ni por asomo lo que le prometieron.
Vuelta a empezar. Esta vez va prevenida, cuando llega al maravilloso jardín, todo como antes. En el centro, el vigilante del jardín. Martina, antes que el mismo le soltara el rollo, dijo:
—¡¡No hay derecho!! Mi anterior vida fue un infierno.
—Hija mía, fuiste tú misma quien eligió —contestó con condescendencia.
—¡¡Me da igual!! Quiero resarcirme de mi vida anterior —rechazó iracunda, Martina.
El ente, con voz triste, le respondió:
—Imposible, no se puede retroceder en la rueda de la reencarnación. Para avanzar no puedes ir de una vida de sufrimientos a otra de bonanza.
Martina ya empezaba a perder los nervios... No lo dudó un instante, de un puntapié mandó al sujeto a los confines del jardín, desapareciendo de su vista. Muy enfadada siguió su camino, dando patadas a cualquier objeto que se le pusiese a tiro de pie... Ahí seguía el letrero de marras, parpadeando ese ridículo mensaje. A duras penas, consiguió hacerse de unas cuantas piedras. Acto seguido, la emprendió con el mismo. Un destelló de luz y chisporroteo salían del letrero a cada piedra certera que, con inusitada habilidad, Martina arrojaba.
— ¡Vamos, vamos... cálmese! —le decía el individuo de aspecto burócrata.
—¡¡Que me calme!! —le respondió Martina ya fuera de sí. Con un movimiento expedito, tomó el cuello del infeliz; él, a su vez, medio agónico consiguió articular unas pocas palabras.
—Un momento... tengo una oferta que de seguro no rechazarás... Ahora mismo, una vida muy interesante se está concibiendo... Ambiente familiar envidiable, situación económica desahogada y una vida llena de emociones.
Martina dudaba, pero ante la situación tan apurada del ser comprendió que difícilmente resultaría engañada.
—¡¡Veremos!! —contestó Martina con grandilocuente resolución.
Hora de máxima audiencia, una familia reunida frente al televisor ávida de chismes y desgracias ajenas espera con impaciencia el final de la consabida y eterna publicidad.
Aparece por fin el presentador, pelo rizado con ademanes afeminados pregunta.
—Belén, ¿qué harías por tu hija?
“A ti y a toda España, cuidadito porque por mi hija saco los ojos, me los como y los escupo”.
FIN.
J. M. MARTÍNEZ PEDRÓS
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