Las flores a la mayoría de mujeres gustan.
¿Saben de la historia que contaba una anciana
a sus nietecitos?
Si es sí, guarden silencio, si es no pongan atención.

Húbose en una lejana casita de adobe casi cayéndose de vieja, con tejamanil, vigas de madera de oloroso pino del cual pendían unas ligeras telarañas mecidas por el viento, una silla de madera desvencijada por el sol y las lluvias que entonces frecuentaban el lugar.
La sillita en sus años de gloria y juventud lucía tan fina como mueble hecho especialmente para un rey o una doncella, en este caso la mujercita dueña de ésta no era ni una doncella, ni una reina, ni nada que se le pueda comparar, era sencillamente una mujer con cualidades excepcionales.

A sus dieciséis años conoció al que sería su grande amor, (se dice que el primero es grande y es verdadero, y el último es mejor y más grande que el primero) y por el cuál conocería los infortunios de la vida aún con toda su felicidad. El hombre que la enamoraría sensible era como fiel Dante y feroz poeta y le improvisaba de cuando en cuando secretos en prosa o verso o algunas veces sin estructura de poesía, simplemente revelaba lo que le quería decir.
Una tarde de primavera en que las llanuras y campos abiertos lucían como sábanas amoratadas por las innumerables flores del jacinto que alzaban sus corolas por encima de sus tallos y pretenciosas danzaban con el céfiro que pasaba cobrando una que otra vida arrastrando a las más débiles.

Al ver esta escena el hombre enloqueció de tanta emoción y no pensó en juntarle los más hermosos jacintos en un ramillete y hacerlos llegar a su amada.
Cuando se disponía a cortar las flores lo sorprendió una anciana, pues no vio de donde salió ni de donde venía, ésta le pregunto enérgicamente:
-¿Tenéis conciencia de que lo que estás apunto de hacer, es una barbarie?-
- No, contestó sorprendido el hombre- y agacho la mirada.-
Ahora bien te haré una pregunta que debéis contestar con el corazón en las manos, ¿la aceptas?
- Adelante, -replicó el hombre y un silencio se escuchó en el lugar.
La anciana se adelantó como queriendo ganar al silencio y lanzó su cuestión diciendo:

-¿Crees que cada una de las vidas que con tus manos segarás, equivaldrían a lo que tu amada te puede ofrecer en amor?-
Por un momento la duda rondó al hombre y se quedó pensando, al fin de un tiempo gritó...
-Sí, ella es de gran inteligencia y sabrá valorar este hermoso regalo que le haré-
-Muy bien -contestó la anciana- podés cortar las que desees, y él, así hizo.

Corrió apresurado por las colinas que bordeaban la cama de jacintos, atravesó pequeños bosques de cedros, pinos, y uno que otro oyamel hasta que llego a la casita que entonces le daba el sol de frente e iluminaba la habitación primera y el regazo de su amada que sentada estaba en la sillita.
¡Amada! -le grito desde la pendiente que subía agitado por correr en demasía- estas flores que atadas traigo dieron su vida por hacerte sentir bien a ti, ¿No te da alegría eso?
Llegó el hombre donde la mujer y las entregó con su más profundo sentimiento, la mujer las recibió con aparente agrado, se dirigió a la parte trasera de la casita y sin explicación lógica las tiró por la ventana, que daba a un canalito de agua que suministraba a la gente de la loma.
El hombre al caminar rumbo a casa, las vio rodar por la fuerza que el agua llevaba en su ir y se quiso engañar pensando en que su amada no hubiese sido capaz de haber hecho tal cosa, corrió a donde las flores iban e identificó al punto el cordón que de su zapato había quitado por hacer el nudo y atar los jacintos, sus ojos llenáronse de lagrimas y comprendió lo que la anciana le quiso decir antes de que el pudiese cortar las más lindas flores de ese edén de colores.
Caviló por un momento en lo que le había acontecido y aprendió algo esa hermosa tarde.