QUE TAN PRONTO ES AHORA
Se descubrió viendo su reflejo en el vidrio, mirando al jardín con sus rosales estallando de botones. Clara señal de otra patética primavera. Así que una noche de primavera había llegado de improviso y lo había encontrado así, con la vista perdida en sus siempre infértiles reflexiones. Podía recordar casi tantas como habían existido en todos estos años, con la misma escena: la música más deprimente que ofreciera la moda esta temporada, los brazos agarrotados sobre los apoyos del berger, los pies adormeciéndose apoyados sobre la superficie que intentaba imitar el mármol. Pero sobre todo esa noche ajena allá afuera, con sus personas juntándose bajo la luz del alumbrado público, esos amores juveniles desarrollándose según los patrones que dicta desde hace ya tanto tiempo Hollywood con sus fiestas de graduación y triángulos baratos entre el popular, la porrista y la inadaptada.
La pregunta hoy era sobre el paso del tiempo. Era innegable la aparición de sus primeras canas, gruesas cerdas blancas, en la base de la cabellera que dejaba crecer ahora libre de nuevo, como queriendo recuperar años que no fueron mejores que este, pero en los que al menos tenía sus visiones de un futuro más tranquilo, normal y sin embargo sin haber transado nada de lo suyo. Ahora que lo había transado todo y no había conseguido ni una opaca parodia de sus sueños prefería renunciar a cualquier tipo de ilusión.
Así que era el tiempo, que pasa y nos va convirtiendo en pasas, se repetía. Le hacía gracia la analogía, del grano de uva que no dejamos caer a la tierra para que de fruto, sino que le arrancamos tempranamente de la vid, la exponemos al sol, la peor de las torturas para tan acuoso fruto, y la volvemos vieja, infinitamente vieja, irreconocible, al punto que un niño jamás relacionaría una pasa con una uva, de no ser por los libros o una fortuita evidencia empírica. Así mismo, él había sido tomado antes de caer a la tierra y dar fruto, y lo habían expuesto a casi todas las inclemencias imaginables, y así también se iba poniendo viejo, infinitamente viejo. Pero las pasas se endulzaban, mientras que el espíritu de él se iba llenando de hiel y el resto de los amargores existentes.
La idea de ser una pasa amarga lo asqueó aun más que el saber que el mundo estaba lleno de ellas.
Así que decidió medir el tiempo de tal forma que se fuese dilatando y esa noche llegase a ser eterna, suave y dulce, sin el molesto sol que solo afea cualquier ilusión con su choque violento lleno de realidad. Sol aún más perverso por ser sol de noviembre. Se sonrió al recordar las estadísticas, que el conocía de sobra, recitadas por la persona menos apropiada para recitarlas, sobre los viajes primaverales.
Llenó el vaso de jerez, atravesó su verde hipnotismo con la mirada, y dejó la botella lo suficientemente a mano para manipularla aun con la mínima coordinación. Y decidió que los minutos no se llamarían más minutos, sino que se llamarían zolam, y en lugar de la vieja base sesenta para agrupar el tiempo se inclinó por una base cambiante, y así cinco zolam pasaron a ser un alpra, y quince zolam pasaron a ser un botri, y treinta, un mida.
Se dispuso a destripar al tiempo bajo la nueva lupa. Apartó de su muñeca el reloj pulsera que marcaría eternamente los veintiún años, y lo puso a la altura de sus ojos. Cuando pasaron los primeros cinco minutos, acompañado del primer trago del cambiante sabor del jerez, marcó el primer alpra. Ni siquiera necesitó tomar aire o recitar de memoria alguna tonta oración o encomendarse a algo. Hace tiempo que sabía que este momento llegaría.
Para cuando llegó el cuarto mida ya podía sentir la dificultad para pensar con claridad, y eso le alegró débilmente. Por fin su torcida lógica se iba diluyendo en esta nueva forma de medir el tiempo. La noche exterior ya no era noche, pero tampoco día. Era solo una linda pantalla sobre la que se proyectaban todas las tardes en ese maravilloso jardín, excavando pozos petroleros, construyendo represas, inundando hormigueros, cepillando con detergente los pulgones de su rosa, capturando y agrupando negros escarabajos de verano, sufriendo con los inmensos monrois de los cipreses, perturbando la diurna quietud de las arañas, reventando cuncunas de damascos y mandando al otro mundo a los caracoles con inyecciones de cloro.
Tres botris más y de nuevo era el niño que mamá encontraba cada tarde, peinado perfectamente, sentado en ese mismo sillón, mirando por la misma ventana al mismo jardín, con las venas llenas de somníferos que tan generosamente le administraba la nana para que se quedara quietito como foto. Un niño que ya era más quieto que el núcleo de un diamante.
El décimo mida terminó por hacerle olvidar que poseía extremidades, que estas sentían frío, que respirar era una necesidad de todo ser vivo. Solo pudo ver, en su núcleo de conciencia, al niño por cuyo ano otra nana maligna introducía su índice hasta hacerlo llorar, el niño que era abandonado en el parque para que su desesperación lo hiciese aprender a andar en bicicleta, el niño que no había que recoger del piso, porque así se aprende a caminar y a pararse solo frente a los problemas de la vida, al niño que detenía las tijeras que, abiertas, buscaban en la mano de la madre el corazón y la sangre del padre, al niño que apretaba a su gato de trapo mientras le moqueaba que solo él lo comprendería siempre.
Para el siguiente botri, y el último trago de jerez, ya no supo nada ni vio nada.
El ruido de la copa y la botella al estrellarse contra la cerámica del piso solo le hizo pensar en que había jurado a la niñita de las estadísticas que de viajar lo haría en otoño, solo para no ser una estadística más.
Ni siquiera en la muerte.
¿Qué tan pronto era ahora? Ahora solo era el ahora, y el ahora una eternidad inexistente.
Sus pulmones se vaciaron por última vez. Su corazón se detuvo. Su cerebro se apagó frío y nublado. Su vejiga se soltó y empapó el sillón. Sus pantalones se llenaron de excremento.
Una línea de saliva se extinguió sobre el bolsillo de su camisa.
Logró no ser una pasa amarga. Ni siquiera fue una pasa. Solo cuatros cerdas blancas en la base de su cabellera que dejó crecer libremente otra vez, en recuerdo de primaveras tan malas como esta, más solitarias que esta incluso, pero en que aún existía la posibilidad de una milagrosa ilusión. Primaveras en que aceptó el hecho de seguir midiendo el tiempo en minutos, días y años. |