Fuese quien fuese aquella mujer que encerraron en la celda contigua a la mía, tenía una dulce y melodiosa voz, a pesar de que sus gritos retumbaban en mi celda tanto como mi corazón en el momento en que entró, confundiendose con la oscuridad que irremediablemente me circundaba, con el olor metálico de los barrotes, la humedad de la celda, y el humo de la pólvora que llegaba a mi desde el patio donde solían acribillar a los opositores del régimen, pude descubrír en ella un espíritu de libertad y amor. Desde que ella entró a esa celda un glorioso perfume primaveral llenó el espacio, era como si en medio del invierno un jardín entero floreciera, y la poca luz que entraba reprimida por los barrotes hasta mi cama, se convirtió en un brillo que dejó ver incluso esa esquina que jamás había visto dentro de mi celda; su presencia detrás de las paredes lo iluminó todo a mi alrededor, pero más aún, le devolvió el brillo a mi vida.
¿Hay alguien ahí? - Preguntó con voz tímida hacia el infinito, esperando que alguien le contestara, y esperando que no fuera alguien que conociera, porque sabía muy bien, por aquello que vio desde la ventana de su celda, que lo que ocurriría luego de salir no era más que una muerte frente al pelotón de fusilamiento. ¡Si hay alguien!, o lo que queda de mi - respondí debilmente al no reconocer la voz, pero sintiendo una vibración estrepitoza en mi interior.
Fue ahí que empezamos a conversar, a través de la pared, viéndonos pero sin vernos, ya que su voz hacía las veces de pincel en mi mente que jugaba a ser lienzo en blanco en el cual pintó cada historia que relató con lujo de detalles; yo cerraba mis ojos y escuchaba y hacía de aquella imagen mental una vívida ilusión que terminaba justo cuando queriendo tomarla de las manos en mi mente, me tropezaba con un muro de ladrillos. Me contó de su infancia, de su escuela, y de cómo en la universidad se convirtió en una reconocida líder de un grupo que actuaba por acabar con la represión en la nación; motivo por el que había llegado hasta esta improvisada prisión ubicada en los cerros de la capital.
Tenías voz de gorrión, dulce, diáfana y conmovedora, pero espíritu de fuego, tenaz, seguro y convincente, mente lúcida y corazón altruísta. yo llevaba algunos meses más que ella recluido, pero al cavo de unos cinco meses de no salir de la celda y solo ver por la ventana los rostros de aquellos que fusilaban en el patio, la llevó a extender sus alas y descubrir sus garras.
Aquel día me despertó con su canto, como si le orara al sol por la libertad, al igual que un ave canta en las mañanas a la inmensidad pidiendo que la dejen volar. Esperó a que trajeran el desayuno para contarme algo que me dejaría marcado, me habló sobre su fin, me dijo que no le temía a la muerte, lo único que quería era dejar algún camino por el cual se pueda transitar en libertad y que esperaba con ansias el momento de ser libre totalmente.
A la hora del almuerzo, entre nuestra conversción un silencio inundó el lugar, como el silencio del mar cuando una gigantesca tormenta se aproxima, era algo inusual, porque era siempre en ese momento donde imaginábamos las cosas que queríamos comer, así cuando trajeran la bandeja, sería eso que habíamos imaginado lo que comeríamos y no la horrenda comida que nos daban. Fue en ese momento en que ella tomó del brazo al guardia que colocaba la bandeja en la ranura de la puerta y le clavó sus uñas como el ave que atrapa su presa, luego abrieron la puerta de su celda y los guardias la ataron, yo gritaba desesperadamente en mi celda para hacerla entrar en razón; de la desazón que me causaba saber lo que le ocurriría llegué a destrozarme por completo las uñas de las manos al arañar la pared, supongo que intentando tirarla abajo para liberarla de los guardias; pero luego me daría cuenta que todo era inútil, ella quería ser libre y solo pudo pensar en eso para lograr lo que quería.
Algunas horas pasaron y yo no sabía nada de ella, la incertidumbre me agobiaba, aquellos bríos de felicidad que trajo a mi vida se opacaban minuto tras minuto, hasta que desaparecieron completamente al verla desde mi ventana. Ella sabía que yo estaba observando, y alcanzó a gritar, y más que un grito sonó como un canto. Luego el pelotón disparó y cayó tendida sobre el pavimento del patio.
Han pasado ya diez años de su muerte y ante los pobladores de la capital, descubro un busto de ella, símbolo de la libertad del país, ubicado en el mismo lugar donde murió, y leo ante todos la inscripción hecha por mi, era aquella frase que cantó antes de morir: "Si se vive en opresión hay que morir para conseguir la libertad, y renacer de las cenizas".
Recuerdo que al escuchar esa frase me estremecí como nunca antes, pues ella había decidido dejar su cuerpo para buscar la libertad, extendiendo sus alas por completo, dejando atrás ese cuerpo y dejándome a mi, recordandola por la eternidad y extrañando su canto, aquel que silenciaron tras haber gritado ¡Fuego!.
Fin. |