Es indudable que en literatura, el dolor ha dado más que la alegría. La sangre, más que la risa. De aquí que en el ejercicio de escribir poemas haya más frutos tristes que alegres. Y ello, contrario a lo que aparentaría, hace muy difícil escribir buena poesía en el campo de lo triste, ya que, como dice el versículo bíblico, son muchos los llamados y pocos los escogidos.
Entre ellos están los poemas de este libro del poeta Gahstón Saint-Fleur, titulado Atrahasis, poemas de sangre. En él sentimos el estremecimiento del pueblo de Haití, a través de uno de sus hijos más preclaros, que convierte en versos su dolor, y en estrofas su esperanza. Textos salidos de su sangre, a la manera del viejo mito acadio que da nombre a la obra, según el cual la humanidad ha sido fundada mezclando sangre y arcilla. Y si hay un pueblo que fue creado así, ese es el haitiano. Surgido de una violenta lucha contra la cruel y ominosa esclavitud francesa, en un rompimiento de cadenas que costó sangre. Mucha sangre. Dolor. Mucho dolor. Pero en ese hecho Haití no se diferencia de los demás pueblos de la humanidad, porque ¿qué es la historia humana sino un largo y caudaloso río rojo en el que corren algunas dichas mezcladas con abundantes penas, el canto con el llanto. No en vano ha escrito Marx que la violencia es la partera de la historia. ¡Y cuánto quisiéramos que se hubiese equivocado o se hubiese realizado el soñado momento en que sea desmentido por los hechos, porque el humano se reconcilie con el humano! Que Hobbes sea desmentido por Rousseau. O la tabula rasa –pizarra en blanco- de que hablaba Aristóteles sea llenada de escritos de amor y paz en vez de dolor y guerra.
Es que, tal como dijéramos una reflexión publicada en 2007 por la revista Historia, del Instituto Panamericano de Geografía e Historia, la humanidad es siempre la misma en su devenir, y todas las religiones –creadas por ella en su incesante búsqueda de respuestas a los misterios de la vida- tienen una serie de elementos comunes demostrativos de que las inquietudes místicas del hombre son en esencia las mismas en todas las latitudes y épocas. Sólo se diferencian en matices. Atrahasis y su archivieja historia del pueblo mesopotámica y su mito de fundación de la humanidad como consecuencia del sacrificio de un dios rebelde, de cuya sangre mezclada con arcilla se creó al hombre, es una muestra palmaria de este aserto.
Atrahasis, poemas de sangre está hecho así, compuesto por 37 poemas cuyos títulos son los números del orden en que van cayendo como gotas rojas sobre las páginas; que las reciben silenciosas y apacibles como las losas de un cementerio o el inocente territorio de una batalla. Y la primera virtud que se observa en el poemario es el hecho de que podemos verlo de dos maneras: como un solo poema, un largo rosario de las distintas caras del dolor, por un lado, y por otro, como tétricas piezas de un rompecabezas, que al unirlas obtenemos al pueblo haitiano y al poeta Saint-Fleur llorando y sangrando en mezcla con una utópica esperanza.
Desde el principio, es la voz del profeta que aconseja no comer del fruto prohibido de aquel anti-paraíso infernal en cuyos intersticios late, no obstante, lo hermoso. Lo hermoso del poema que inspira la bella manera de advertirnos no beber de esa sangre. Tal como Lautréamont nos aconseja en la puerta de los Cantos de Maldoror, no entrar si no queremos mancharnos de desdicha, o Dante nos narra en su Comedia la feroz oposición de los demonios a dejarlo entrar al Malebolge del infernal octavo canto, o la horrorosa puerta del tercero, en que advierte a los viandantes de esas oscuridades que si osan transponerla, “renunciad para siempre a la esperanza”.
Así, en el poema IV, que es, diríamos como una síntesis del libro todo, nos advierte Gahstón Saint- Fleur:
“Si te vas a mi jardín
no bebas de sus aguas
ni te bañes en sus ríos.
Ríos de agua mezclada con sangre.
Sangre, manchas de sangre.
Lágrimas, gotas de lágrimas.
Sangre mezclada con lágrimas,
ágrimas mezcladas con sangre.
Si te vas a mi jardín no comas de sus frutas.
Con las lágrimas ensangrentadas
se riegan las plantas. Se llena el riacho.
Si estás en mi jardín
no te creas estar en el mundo.
¡No! Sólo estarás en mi jardín,
con calvos montes y agostos ríos”.
Convertir el dolor en dicha, sin que deje de serlo. He aquí el reto al que el poema y el libro logran enfrentarse y vencer con sus versos sangrientos, en que nos da a entender que el dolor de su pueblo es tan grande que “no te creas estar en el mundo”, para luego convencerse y convencernos de que el dolor es de todo el orbe, que el mal es epidemia recorriendo el globo cual un fantasma inevitable; y así como quisieran los hombres fuesen los derechos humanos, el dolor es un mal que no discrimina raza, sexo, época, pueblo, cultura: una enfermedad que nos contagia a todos:
“Mas si visitas mi jardín
fuera del mundo no estarás,
tan sólo un mundo
de los tantos mundos del mismo mundo”.
Pero, aparte de estos elementos del significado –la parte más valiosa del significante de todo poema- ¿cuáles otras virtudes formales contienen estos poemas, que son la principal razón de publicar un libro de versos?
Digamos que la segunda virtud formal es una sencillez armada con un enfoque distinto al que habitualmente espera el lector cuando el autor aborda cada tema, salpicada de originales metáforas. Cabe aquí señalar la herencia inglesa y alemana, en lo moderno, y de los griegos, chinos e hindúes del mundo antiguo. Pero particularmente los ingleses llevaron la sencillez hasta un nivel crudo, desenfadado y cortante muchas veces, de tal modo que se ha constituido en uno de los recursos formales más característicos de su poesía, cuyo poder emocional, más que en retruécanos metafóricos oscuros que conviertan el poema en un acertijo verbal atado a la esclavitud de un idioma y cultura, se basa en el drama duro, mordaz y satírico que retrata los temblores del sufrido parto de la ostra vital para dar a luz la ensangrentada perla del placer estético, catártico. Esta manera de enfrentar el ejercicio poético produce enfoques extranjeros a lo habitual. Como es, por ejemplo la idea del poema V, en que el autor apura sangre humana en la vasija de un cráneo. Es cruel, pero muy valiosa literariamente hablando:
“Aquí se sacia la sed con sangre.
En los banquetes se come carne,
se toma vino de sangre en un cráneo de hombre.
Sangre y carne de hombres cobardes
que de mi carne y de mi sangre
no supieron hacerse.
Vasos de cristal, cráneo de inertes”.
Hay una tercera virtud formal que frecuentan estos textos: la paradoja. Haciendo acopio de ese recurso que los surrealistas explotaron con tanta pasión y fuerza que pensaríamos fue invento de ellos: la lógica de lo absurdo, el ser y su contrario conviviendo y amándose juntos, que son de esos tesoros que la mente encuentra cuando entra libremente a ese desordenadamente ordenado e inconsciente mar freudiano donde tantos tesoros perdidos encontramos. Veamos el inicio del poema VI:
“Llamado a la felicidad
condenado a la dolencia.
Hombre de altas tierras,
hombre de la tierra,
de ningún lugar”.
La musicalidad es el cuarto elemento que deseo destacar aquí. La poesía siempre estuvo tocada por el canto, desde los viejos aedas griegos que hacían de periódicos líricos y épicos, contando los grandes romances y epopeyas de los pueblos, hasta el divino laúd verbal de Rubén Darío, Machado, Lorca, Mieses Burgos, Pedro Mir, poesía y música van de la mano. Se separaron un instante en manos de ciertas vanguardias, pero rápidamente volvieron a unirse, incluso en la poesía en prosa.
Saint-Fleur no las desune nunca. Su guitarra imaginaria y su voz real hablan juntas, con el ritmo reiterativo del rezo –poema IX- en el que elijo mis estrofas preferidas:
“Quiero nacer para crecer,
crecer para presenciar mi delirio.
Sólo una vez.
Me niego
a vivir en la miseria
Y hacerme miserable.
Me niego
a vivir dos veces.
Quiero ser sólo una vez.
El que vivir
Dos veces desea
Acaba repitiendo su muerte.
El hombre ha de vivir
Y esfumarse s
sólo
una
vez”.
Quinta virtud. Si bien el verso queda algo desnudo del recurso verbal estremecedor, sus ónticas preguntas, que recuerdan las del Unamuno filósofo mezclado con el poeta -como ha de ser siempre- se convierten en forma que nos taladra hondo. Esa inquietud fundamental, ese interrogarse el sentido del vivir que ha inquietado al hombre desde la caverna hasta este instante, da a la poesía de Saint-Fleur ese retorno perenne a lo filosófico:
“Tiempo , verdad inefable, dime la Verdad,
¿cuál es el sentido de las formas a mi derredor,
Del uso que a diario hago de ellas,
Estas formas sin las cuales
carecería de sentido el vivir?
¿Qué es es ta vida mía….
¿Cuál es el sentido de yo estar vivo...
¿Pero cuál es el sentido de mis preguntas por el sentido?”.
Llegamos a la sexta virtud: lo maldito. Empujado por los inquietantes nudos del poema IX se abre el sangrante camino que nos arrastra al calcinante desierto donde habla el poeta maldito del texto XII, que se duele de estar vivo, y quiere exponerse a ser despedazado por los animales, los hombres, por la vida misma, disponiendo de la suya a su antojo hasta tomar por completo, hasta las heces, la enrojecida y macerada y rota copa del vivir:
“No.
Quiero ser cruficificado,
Entregar mi cuerpo negro
a las aves del cielo,
a los perros de la tierra,
a los leones del desierto,
a los tiburones
de las profundidades azuladas,
vaciarme en el vacío”.
Ese poeta maldito se autoflagela durante todo este poema XII.
Encontramos la séptima señal formal. Como en el riesgoso oficio del trapecista que salta de un dolor a otro, de un peligro al siguiente, llegamos al poema XXII, donde, sin dejar de desangrarse, experimenta con la graficación de la risa y del ay encadenado que ofrecen música al dolor, en una risa sarcástica y autodestructiva, con sus trece ja, número de la mala suerte, y sus doce ayes, número apostólico:
"Jajajajajajajajajajajajajaja…
Ayayayayayayayayayay…
Bendición maldita,
suerte desdichada,
felicidad disgustada,
triste alegría,
festividad doliente,
saciedad hambrienta,
rosas grises”.
Octava virtud: ficción mito-poética. Toda esta podredumbre paradójica, este destruirse, todo este entregarse al escarnio de los hombres, es en búsqueda de la perfección -vista en el hermoso poema XIV-, conduce al viacrucis, al desricadero, al guayo de heridas en que el poeta se derrumba en sacrificio como el dios de los cristianos, el dios triste, el dios que se purifica en la perdición, que alcanza la perfección en la destrucción propia, el primero en sufrir el infierno con que amenaza a los descreídos. Es una manera de retratar y destruir el mundo, porque cada vez que un hombre muere, se lleva el mundo en sus neuronas convertidas en silenciosa y oscura nada:
“Sed perfectos, os digo.
Entregaos sin reservas.
No queráis ser hombres,
esa entidad que media
que entre Dios y el Diablo media”.
Ya lo he dicho en algún otro escrito: la poesía es un género de ficción, con tanto derecho a mentir con belleza, a fantasear con primor, a arrastrarnos a lo místico, a lo mítico, a las dichosas aventuras verbales de lo inefablemente imaginario como lo hacen el cuento y la novela y el teatro. Así como no pueden estos géneros escribirse bien sin el recurso plástico, metafórico, sin el deslumbramiento verbal de la poesía, ella, la poesía, tampoco puede escribirse sin los vuelos del escritor que secuestra al lector en ruedas del lirismo a esos sueños tétricos con que Juan nos apresa en su Apocalipsis. El dios babilónico Marduk o Bel, -el mismo Baal del antiguo testamento- en el poema XIX, los sumerios We-ilú y Ea o Enki en el poema XXI, y Metrezilí y Susu del vudú en los poemas XXVII y XXX, respectivamente, andan sueltos en el aire de estos versos, como almas que rebotan de los infiernos y los cielos que inventa el miedo que al humano aterra, y vagan aventureros en carrera por los resquicios del océano inconsciente, desde el que sacan la cabeza intermitentemente para asustarnos.
Saint-Fleur, haciendo acopio de lo que nos enseñara la gran tradición épica, hace uso de ese otro mito, de esa otra religión del poder, de ese otro mito cultural que es la historia, siempre víctima de quien la cuenta, ya que, como dice la canción que exquisitamente interpreta La Lupe de Cuba, “cada cual en este mundo cuenta el cuento a su manera”. Este libro es en ciertos momentos, una historia de la sangre o del desangre, como maldiríamos, y por eso, en el poema XXV aparece Nack, la primera víctima humana de problemas de sangre al morir probablemente de anemia parasitaria, que, nos informa Saint Fleurs que vivió en la dinastía XX, tiempo de Ramsés II, faraón egipcio. Para narrarnos luego que en la gruta de Altamira, España, fue hallado el diseño de un mamut muerto por hemorragia, hecho por el que descubrió el hombre el valor de la sangre en la vida.
Cabe anotar que este y otros textos son una muestra importante para los jóvenes poetas, y es que la buena poesía no puede hacerse sin apertrecharse de tres elementos esenciales: la amplia y abierta y libre visión del mundo que nos da una formación acrisolada en contacto con los libros; el contacto vivencial con el océano personal interior a través de la lectura de sí mismo, en auto-observación constante para descubrir los tesoros que nos da el asumir con autenticidad y amor apasionado los inigualables identidades contenidas en nuestra condición de seres humanos étnica y culturalmente únicos e irrepetibles; y el abrir los sentidos y el sentido y el buen y mal sentido y lo sentido, al mundo que nos rodea perenne y cotidianamente en toda su variopinta forma de ser social, psicológica, histórica, biológica, astronómica astrológica, cosmogónica, mítica, mística, mixtica, mixtífica.
Ten cuidado, lector o lectora, que algún pequeño demonio puede estar a tus espaldas esperando a que termines la lectura para disponer de tu cuerpo, descerrajarlo y tirarlo al lodo para llevarse el alma a sus fauces infernales y conducirla eternamente en la barca caróntica del castigo que no cesa. Yo mismo, al escribir esto, lo hago mirando a todo lado, temiendo que los dioses cristianos que inventaron mis padres me desinventen.
Por ejemplo, lector, cuídate del hermoso poema XVII, donde el autor habla con Metrezilí, una de las deidades del arsenal mágico-religioso de su país, Haití. Se produce lo que los caribeños llamamos montarse de los dioses para hablar por boca de un hombre, como esas divinidades que los griegos llamaban “no dotadas de voz”, las cuales sustraían el espíritu de un hombre y por su lengua sentenciaban, “poniendo en su puesto” a los míseros mortales, dándoles órdenes, condenándolos a ser una vez más instrumentos de ese cruel y malicioso juego supuestamente divino que llamamos destino:
“Sombría es tu historia, hijo mío,
dijo la diosa Metrezili a Jean Pedro,
has decidido no degollar a nadie
ni una gallina
ni un becerro
has pedido
para rehidratar tu cuerpo;
tomaste medidas
para no ser degollado
tú.
Sombría es tu historia
y la de tu alrededor,
tu vida un cuento sabido
antes de contar”.
Novena señal: la reflexión existencial. No hay nada más mal hecho que el universo, he sentenciado en algún poema de hace tiempo. Nos castiga con enfermedades, nos lleva a la defestración cruel de la senectud, nos hace desear la vana eternidad mientras nos destruye lenta, consciente y paulatinamente con sufrimientos, hasta que, como dice el poeta Edgar Lee Master “nuestra miseria le aburre” y nos lanza de la casa con una amarga, torturante y sarcástica patada. Ese problema filosófico nos sale a cada instante al paso de la vida cotidiana, en los signos epocales, como la globalización con sus modernidades y miserias. Se inquieta el poeta e implora por la existencia de un dios que nos castigue, un diablo que nos “compadezca”, quizás con la muerte, que a lo mejor es el único trago dulce que puede ofrecernos ese terrible ser. Ghastón Saint-Fleurs lo expresa de forma desgajante en el sangriento poema XXV. Y nos lo ofrece con mayor énfasis en el XXIV, uno de los más creativos y significativos del libro:
“¿Quién inventó la muerte
burlándose de los sempiterno
y haciéndonos vivir a tajos?
……
¿Qué más queda al hombre, pues?
Por su cuenta ante sí ante todos y en medio de tantos…
Sin un dios que por odio le brindara un trago de ponzoña;
sin un demonio que por amor propio
se compadeciera de él.
Cada quien debe asumir el reto
de
ser
solo;
no importa que la globalización nos hacine”.
No faltan los insultos a la sangre que nos otorga la vida, condenada sangre que nos mantiene en este valle de lágrimas -como la define el Eclesiastés-, y se siente en el poema XXIX-; sangre,
“maldita sangre
que en las tuberías de los hombres
corre
dejando regado el huerto de la vida,
mojados los proyectos del ser”.
Tampoco falta- décima forma caracterológica- el poema histórico-político de largo aliento donde el poeta se subleva contra todos los que han convertido en un río de sangre la confianza entregada por los hombres al otorgarles el poder. El bardo invoca a las víctimas suyas, a los sacrificados héroes que han tenido el vano sueño de arreglar el mundo, derramando el propio líquido rojo a cada instante sin que por ello el hombre deje de ser el lobo que nunca dejará de ser. Helo ahí, fotografiado con pelos y señales, en el conmovedor poema XXX.
Porque, ¿qué es el hombre sino “una gota sobre una piedra ardiente”, como dice tan fulminante y hermosamente Saint-Fleur en el poema XXXIV?
Finalmente me queda por decir que en este Atrahasis, poemas de sangre, de Ghastón Saint-Fleurs, hay otras virtudes, y también sus defectos, de qué hablar, pero como este no es un estudio sino un prólogo, lo dejaremos hasta aquí para no correr el riesgo de empalagar al lector -¡quién sabe si hace rato que lo está!- con sutiles y quizás fútiles palabras que se interpongan entre sus ansias de probar el manjar y los olores de él que traté de reflejar en estas pequeñas puntillas que, quizás sin alcanzarlo, trataron de penetrar el sentido de estos versos.
De algo ha de estar consciente el lector: no sé si este es un buen prólogo, pero estoy bien seguro de que tiene en sus manos un libro con muy buena poesía.
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