29 de mayo
María va a llegar.
Y el insignificante mundillo de libros viejos y recuerdos se derrumba una vez más. La ciudad aparenta ser perjudicial para su carácter, pero este tipo de noticias lo son mucho más. No ha podido dormir y esas purpúreas ojeras lo delatan al exterior. Las sábanas regadas en el suelo y los millones de minutos que se negaban a morir durante la jornada nocturna se iluminan ya con las primeras luces del día. Abunda en cólera y tira la ropa de dormir por todos lados, no soporta esa levedad. No soporta el ambiente de cuenta regresiva que vive hoy. Siempre es igual, y a pesar de eso, no toma precauciones. Sale a trabajar mal vestido y peor alimentado, camina apresurado y trata de predecir en su mente las horas venideras. A ratos, prevé momentos agradables, conversaciones que no comprometen, abrazos respetuosos y pensamientos claros. Pero en el instante siguiente, dentro de sus ojos aparecen imágenes de discusiones, promesas de amor sin pies ni cabeza y días inacabables de esperanza moribunda. María es importante, pero, ¿es necesario inmolar su tranquilidad por salvar algo a todas luces insalvable?
Muchas veces ha imaginado el encuentro, mas este nunca ha llegado. Siempre era una cosa u otra, siempre estas avenidas o aquel trabajo que le atrasan y no puede concretarse. Ya ha llegado a la oficina. Ya está sentado en el mísero escritorcito de la editorial. La voz del jefe ya retumba en sus oídos, pero no puede pensar en nada más. Sus ojos de niño enfrentan neutrales el fondo de aquellas letras que se supone debería revisar, pero no, el está viendo más allá. Ve los cabellos siempre largos de María invitándolo a la esclavitud. Escucha en el fondo su voz, casi irreconocible, llamándolo cadenciosa a ser un pelele otra vez. Se tapa los oídos. El día transcurre y acaba rápido. El trabajo es una porquería. Se carga el abrigo y silba al salir. Una leve llovizna baña la ciudad y refresca sus turbulentos pensamientos. Camina apresurado.
Al entrar a su reducida habitación -reguero de libros, lápices y demás taras del ánimo ajeno- nota lo poco que tiene que ver todo aquello con la luminosa presencia de María. Piensa compulsivamente en los distintos caminos que tomaron. Él, que demoró nueve años en graduarse y recién ha empezado a trabajar; y ella, siempre la más lista de la clase, las más adecuada para todo, trabajando en un gran medio, tan lejos de aquel muladar. No cree en las excusas que él mismo intenta darse: que cada quien tiene un ritmo y está regido por el destino, que sus sueños aun están en pañales y podrían realizarse, puras tonterías. Mejor es levantar un muro entre su mundillo y la aún distante María y tirarse a dormir sobre aquél colchón sucio e informe.
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30 de mayo
María está en Lima.
El teléfono cae y comienza el titubeo: ¿la llamará? ¡Cómo puede atribularlo la indecisión! Sus pasos ahora le toman horas, días, demandan mucho esfuerzo. No puede creer que María le mandara el recado con el mozo del hotel, no es emoción, es miedo, terror. Ella, seguro con el cabello suelto, va a dar una charla en el hotel y después tiene un par de comidas. Otro par de horas libres, y se fue, como siempre, tan lejos, tan omnipresente. Mete la mano, sus bolsillos están llenos, el sueldo esta casi completo. ¿Aguantará el mes? Tiene tiempo para ver un poco de noticias y convencerse de que el país se va, en silencio, al demonio. Lanza un par de maldiciones al ministro y al presidente y se aventura en un nuevo día de trabajo. La llovizna de la noche anterior persiste, se ve obligado a meter sus manos en los raídos bolsillos de su viejo abrigo de corduroy. En la editorial la gente está más calmada. Todos están juntos en la mesa de Escobar. Algunos se alejan satisfechos y otros con la cara larga y compungida. Uno voltea y se dirige a él. “Barrientos, acércate y recoge tu tarjeta. Es para la cena de hoy”. Sorprendido, cruza el pasillo y se acerca a la mesa en cuestión. Sobre ella, están dispuestos sobres blancos con un logotipo en el anverso. Una tiene su nombre. La abre y aprecia las enormes letras. “La Asociación Nacional de Periodistas, tiene el agrado de invitarlo, como miembro activo de tal, a la Cena que se llevará a cabo en el Hotel tantos tantos, esta noche…” ¡Bueno! Es el hotel de María, no sabe muy bien para donde caminar, su corazón late muy rápido. Tal vez esta comida sea después de la charla que ella va a dar, ¿cómo actuar? ¿Es conveniente asistir? Analizó estas posibilidades en las siguientes horas, cambiando de opinión una y otra vez. Se cansó de divagar, se cansó de no saber, se cansó trabajar, de estar ahí. Hoy, a diferencia de ayer, el día ha transcurrido muy lentamente. Pero ya esta llegando al final. Al terminar, sale presuroso del viejo edificio y camina recto hasta su casa. Entra, se quita el abrigo y empieza a analizar su misérrimo guardarropa. Al parecer, en la inconciencia, ha decidido asistir. Un baño.
Su traje de fiesta está algo viejo y esto lo avergüenza, lo mismo que llegar en taxi al lujoso hotel. Paga y baja. Reconoce vagamente la sensación de caminar entre gente bien vestida. Entra en el amplio salón y busca desesperado a María, voltea los ojos a uno y otro lado. En el momento siguiente descubre lo ridículo de su actuación y prefiere mostrarse sereno. Saluda a algunos conocidos. Recibe gustoso la copa y trata de lucir su mejor sonrisa, por si en ese momento, desde algún rincón del salón, ya lo estuviera mirando María. Se pierde por instantes en conversaciones vanas. Se apoya en una de las columnas. El vértigo se apodera de él y se aloja en su estómago. ¿Está realmente tan nervioso? Es mejor calmarse. Sacude las mangas del saco.
Y del fondo del salón, envuelta en cintas de colores voladoras, emerge María. Camina tan grácil que le hace temblar las rodillas y debe afirmarlas. El sudor hace una indeseable aparición en su rostro. Ese mareo de nuevo. No quiere dejar de mirarla, pero no quiere ser el estropajo de nuevo, no quiere volver a hundirse y vivir a borbotones del recuerdo de María, que ya ni sabe si es bueno o malo de tanto pensarlo. Ya no recordaba sus facciones, pero ahí está. Los ojos caramelo, el largo cabello. Los labios de tantos besos y tantas promesas, las mejillas. María.
A pesar de la impaciencia, actúa sereno por fin y se voltea a la escena. María aun no lo ha visto pues es solicitada casi por todas las personas que asisten a la reunión y parece muy distraída. El complaciente Barrientos charla de política y fútbol con sus vecinos de mesa, levanta la copa muy alto y brinda por los periodistas y su noble profesión, aunque por dentro, no se encuentra muy seguro de lo que dice y hace. Se levanta disculpándose con el grupo del brindis.
Su eufórico brindis ha provocado la curiosidad de algunos concurrentes, y por supuesto, la de María, que por fin lo mira con ojos tiernos. Sus rodillas flaquean, pero tiene que acercarse, no es momento para titubeos. Ella se ha quedado estática y lo espera en silencio, sin dar la cortesía de un gesto siquiera. Los torpes pasos son disimulados con una sonrisa y un cigarrillo recién encendido. Se acerca y ensaya el saludo: “Hola María, es bueno verte”.
En el preciso instante que una dura María va a devolver el saludo, se une a la pareja un serio personaje, un hombre, de cuarenta años aproximadamente, y toma a María del brazo, acerca su rostro a su oído y pronuncia algo ininteligible, ahora ella por fin deja ver algo en su rostro, incomodidad, se disculpa y se aleja. Barrientos queda parado en el centro del salón, sin capacidad de movimiento y un cigarrillo consumiéndose en su mano. No sabe a donde ir. Decide esperar ahí mismo. Levanta el codo y acerca el artefacto a sus labios, fuma, fuma la crisis de nervios que está a punto de estallar y todas las palabras de amor que podría pronunciar si dejara de morderse la lengua.
Pero María no regresa. Han pasado diez minutos, veinte, y el tipo que se acercó a ellos la tiene tomada de la cintura y no deja que se vaya. Ella ha volteado un par de veces, y al sentir la densa mirada de Barrientos, se ha devuelto a la posición original. Mientras este sigue atrapado en medio del salón, comiendo ira y perturbación. Fumando con furia tantos años de olvido por parte María, tantas citas postergadas, tanto ir y venir. ¡Cuánta miseria produce el amor de un solo lado! Cuántos reclamos aplazados. Cuántas veces ha estado María, pero muchas más ha faltado. Llega, deja un beso, un recuerdo en la piel y desaparece. Deja abrazos, ropa, promesas y se desvanece en los oscuros pasillos de algún aeropuerto. Y esta vez es peor, esta vez no hay ni recuerdo, hoy no la ha oído, no la ha besado, no la ha tenido. No es forma de tratarlo. No tiene por qué aguantarlo otra vez.
Se mueve por fin, rápidamente. Se acerca al grupo de María y le toca el hombro, ahora saluda con más decisión.
- Hola María, ¿cómo has estado? - traga saliva.
- Hola Alfonso, es bueno verte también. – los ojos de María brillan.
- ¿Puedo preguntar hasta cuándo vas a estar en Lima?
- Lo siento Alfonso, pero me voy mañana.
El hombre que la acompaña se voltea disgustado y la vuelve a tomar del brazo, apenas mira a Barrientos, lo que esta vez molesta visiblemente a María, quien parece pedirle por favor un segundo para deshacerse amablemente de Barrientos. Él solo observa la escena, tan trillada que entiende que se trata del esposo de María. ¡Quién lo hubiera creído! María, la gran autosuficiente de sus sueños, casada. El aro en su dedo confirma sus inferencias. Suspira. Abandona el gesto de tensión y se voltea. Camina con dirección a la salida. María lo observa, ya ha dejado el tierno forcejeo, esta vez Barrientos se va para siempre.
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31 de mayo
María se ha ido.
De Lima, de su vida, del altar. Nunca hubiera imaginado este final para la historia que tantas veces trató de crear en su mente. María está casada.
El aire de sábado ingresa tímido y le ventila la espalda descubierta. El traje de la noche anterior observa resignado la escena. Pero Barrientos no siente dolor, no siente la pérdida. Siente una liviandad que nunca había experimentado. María ha dejado, de golpe, de ser un peso muerto a cargar. Ya no tiene que esperar el siguiente latigazo, el castigo ha terminado. Y es que él nunca supo cuándo su amor se convirtió en tortura y lo trasformó en un menesteroso buscador de causas perdidas. Hoy no hay causas perdidas, un pequeño vacío tal vez, pero miles de recursos con qué llenarlo. Hoy puede salir en pantuflas, ponerse el abrigo sobre el pijama y ser feliz, caminar despreocupado hasta la esquina y comprar el diario. Encontrar en la séptima página la foto de una mujer, quién sería, que llegó, dio una charla y, en silencio, se fue.
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