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El padre Waldo pasó esa tarde a visitar a su hermana en la Picá del Ojo (Ver "Veredicto Guachaca"). No había prácticamente clientes, lo que les permitió charlar algo más que de costumbre.
Fuera de su conversación el silenco imperaba en el recinto. Hasta el ruidoso televisor estaba en receso.
Es que estamos terminando el mes, le aclaró ella. pero este fin de semana será agotador porque estarán recién pagados.
¿Cuántos sandwichs haces diariamente?
Ahora estoy haciendo cerca de doscientos. A fin de semana haré como quinientos.

Durante ese tiempo nadie había entrado al negocio, Ni salido. Era muy temprano aún esa media tarde. Sólo un cliente en la mesa del fondo permanecía inmóvil, con la vista perdida frente a un vaso semivacío de borgoña. Reconoció al "Filósofo", como lo denominaban los demás asiduos.
¿Cuánto tiempo lleva allí?
Alrededor de dos horas.
Yo no soportaría tanto rato sentado, sin hacer nada, quieto.
Eso no es nada. A veces pasa así tardes enteras.
¿De qué vive?
Es jubilado, vive solo, en casa propia, y parece no tener muchos gastos. ¡Eso dicen! Porque él no cuenta nada.
¿Cómo se llama?
Tampoco lo dice. Cuando le preguntan sólo responde: Me llama el Filósofo. Hoy está más raro que de costumbre. Algo le sucede. ¿Estás apurado? ¿Por qué no conversas con él? Puede que necesite ayuda. Mientras tanto, iré a preparar sandwichs para más tarde.

¡Hola, amigo Filósofo! ¿Me permite sentarme frente a usted?
Al concluir la frase, el cura ya lo había hecho.
Siéntese, señor, respondió el Filósofo. Nunca le decía padre, como los demás contertulios. No le ofrezco un trago porque sé que usted no toma. ¿Qué se le ofrece?
Es que lo vi tanto rato inmóvil y pensativo que pensé que algo le sucedía. ¿Me equivoco?
Puede ser, se limitó a decir, con la vista fija en un punto de la mesa: un anillo que el joven párroco miró con curiosidad.

Él nunca había usado anillos, salvo por dos horas. El morir su madre tuvo que repartir sus escasas pertenencias entre los hermanos. Al mayor, le correspondió quedarse con los anillos conyugales de sus viejos. El de ella y el de su padre, muerto cuando la mayoría de los hijos eran pequeños. Su madre siempre los llevó juntos, y se habían adelgazado con el correr de más de medio siglo. Su hermano los recibió emocionado, y entonó una canción colombiana: "Ya se murió mi viejo; ahora el viejo soy yo".
Durante el viaje de dos horas hasta la casa de su hermano mayor, sentía la presencia de los anillos en su anular izquierdo. Se encontraba incómodo, con cierta oculta molestia, hasta que comprendió: más que el peso físico de los anillos era el peso de su historia. Si a mí me molesta, ¡cuánto habrá sido la carga para mis pobres viejos! ¡Tener que trabajar por un miserable sueldo de obrero para sostener a su numerosa prole!
Ambos habían cumplido fielmente su misón y estaban gozando ya en el seno acogedor de Dios.

El anillo que estaba frente a sus ojos llamaba la atención. Bastante grueso, de oro, supuso, con dos hojas de verde intenso que abrazaban una hermosa rosa rubí. El joven sacerdote sabía llegar a la gente con respeto. Guardó también el silencio que consideró prudente, y luego comentó:
¡Hermoso anillo!
Por el momento no hubo respuesta alguna y,
cuando ya pensaba desistir de la conversación, el Filósofo, que había estado sopesando la situación se decidió.
Este anillo tiene su historia, y como ambos tenemos tiempo y estamos solos, se la contaré. Confío en su discreción. Es la historia de un amigo. Y es triste.
Se enderezó, pues estaba hundido en la silla, y comenzó la historia.

Yo tenía un amigo. Toño era su nombre, es decir, Antonio. Éramos amigos desde pequeños. Estudiamos juntos la Preparatoria y las Humanidades. Vivíamos muy cerca. Al contraer matrimonio continuó viviendo en la población, en casa de su madre que, al poco tiempo, falleció.
El matrimonio nos separó un buen poco pues Toño amaba extraordinariamente a su esposa. Por ella, dejó el Club de Fútbol, nuestros encuentros de amigos en la esquina o en la fuente de soda de más allá, donde saboreábamos alguna cerveza. Le dedicó todo su toempo, toda su vida. La mimaba y adoraba, como se dice.
Hasta que se descargó la tragedia.

El Filósofo, aunque parco en sus conversaciones, era elegante y ameno para conversar. Durante las conversaciones en grupo nunca se le había escapado un "garabato"·. Gran lector, poseía un rico vocabulario y empleaba las palabras precisas. Tal reflexionó el sacerdote que lo escuchaba atentamente, y que para animar la conversación, inquirió:
¿Qué tragedia aconteció?
El Filósofo humedecio sus labios con el vino, más por costumbre que por ansias etílicas. No era un bebedor compulsivo sino un jubilado sin mayor pretensión y porvenir que pasar el tiempo leyendo, mirando su entorno y reflexionando sobre la vida. Podía transcurrir toda una jornada con una sola caña de vino.
Si alguien se sentaba junto a él, sabía provocar el diálogo cortésmente y hacer hablar a la gente. Comprendió que había despertado la curiosidad del cura, por lo que continuó su relato.

Para abreviar, no me gustaría entrar en detalles, le contaré que Toño encontró en pleno "afaire" amoroso con otro hombre a su mujer y, ofuscado por lo que nunca imaginó que pudiera suceder, la mató. Luego, llamó a los carabineros y se entregó.

Nuevo y corto silencio. El presbítero observó por la ventana hacia la calle: el viento traía nubes grises.
¿Y dónde entra a tallar el anillo en esta historia?
A eso iba. Como buen amigo, lo visité continuamente en la cárcel. El hombre decaía paulatinamente. Bajó de peso, entró en depresión, puesto que siempre quiso ser libre, salvo los lazos del amor. Al no alimentarse adecuadamente se puso anémico. Así, decaído, en una de las últimas visitas me mostró y entregó este anillo.
Toma, me dijo. Nunca te desprendas de él. Será un recuerdo de tu amigo que se va. Tiene un significado muy profundo para mí. En realidad, son dos anillos: el de mi esposa y el mío. Los mandé fundir y engarzar esa rosa roja, que es un rubí, parte de un collar que le regalé en nuestro quinto aniversario de matrimonio. Las dos hojas verdes son los dos hijos que pensábamos tener pero que nunca llegaron.
En su totalidad, representa el amor que aún conservo por mi esposa. Si la maté fue sin darme cuenta de lo que hacía, ofuscado por el dolor y el amor herido. Ella fue inducida por el otro tipo que era un seductor profesional. Sé que ella me amaba profundamente. La rosa roja representa esa profundidad de nuestro amor que nos unió, y el trágico fin de su existencia...

La bóveda celestial había abierto sus compuertas y al agua caía a raudales. Aunque temprano, el firmamento lucía oscuro a través del ventanal. Ahora, dos o tres clientes calentaban su humanidad con sendos vasos de alcohol.
El Filósofo guardó silencio conmocionado por sus propios recuerdos del amigo perdido, y el ministro sintonizó. Ya no iría a visitar a sus felgreses esa tarde, como acostumbraba, pero había utilizado muy bien su tiempo escuchando el desahogo de ese corazón taciturno y siempre en meditación.
No le importó el tiempo que estuvieron así, en comunión interior.

El Filósofo encerró el anillo en su mano y preguntó:
¿Por qué Dios dejará que pasen estas tragedias que causan tanto dolor? ¿Qué habría hecho usted en el caso de Toño?

No existía apuro, y el ministro del Señor, conmovido también, tardó en responder. Sabía que el hombre esperaba una respuesta, si no esperanzadora, al menos reconfortante, mitigadora, que le diera paz por el drama del amigo. Recurrió, como acostumbraba, a solicitar ayuda al Santo Espíritu, y dio respuesta a la segunda pregunta:
Mi vida de compromiso con el Señor fue desde muy joven y, por ende, tan distinta al común de los mortales que yo, en el caso de Toño, su amigo, no sé que habría hecho. A lo mejor lo mismo que él, y aunque no lo apruebo. No lo condeno. Y creo que Dios tampoco, pues ya lo habrá perdonado cuando Toño comprendió, lamentó y se arrepintió de su error. Porque Dios es un Padre misericordioso, que sabe de qué barro estamos hechos. Al morir Toño, lo debe haber recibido en su Reino, y Toño debe haberse reencontrado con el amor de su vida para siempre. Ambos sufrieron.

El silencio regresó. Los pocos parroquianos que había entrado hasta el momento también meditaban el día frente a su vaso. La penumbra ocultaba los detalles.
El cura aprovechó que su hermana pasaba junto a él rumbo a la cocina, para despedirse cariñosamente, como acostumbraba.
Me voy pronto. Chao, hermana.
Adiós, que estés bien.
Había llegado la hora de irse, mas no repentinamente. No había que precipitarse.

El Filósofo cesó de hacer girar su anillo entre sus dedos. Un par de lágrimas corrían por su varoniles mejillas.
No cuente a nadie esta historia, por favor, rogó, mientras introducía el anillo en su anular izquierdo.
Nunca saldrá de mí, amigo Filósofo, respondió el cura incorporándose, justo en el momento en que alguien encendió las luces del establecimiento.
Instantáneamente se iluminó también la mente del reverendo. Algo que hasta entonces había rondado el umbral de su conciencia afloró con claridad. Se despidió, entonces, con un atento y amistoso saludo, diciendo al Filósofo en voz baja para que nadie más lo escuchara:
Hasta la vista, hermano Toño. Que el Señor lo bendiga y ponga mucha paz en su corazón.
Y salió el recinto despidiéndose del resto en voz alta.
Ya casi llegaba a la puerta, cuando el Filósofo se despidió en voz alta desde su sitio, algo desusado para él, y que llamó la atención de la concurerencia
¡Adiós, padre!

Como bálsamo del cielo habían caído las palabras de despedida del sacerdote sobre el corazón de Toño el Filósofo, quien había dado muerte en la cárcel al viejo Toño homicida y reo, y de ella había salido el nuevo Toño, viudo, melancólico y desesperado de amor y de la vida.
Sólo que ahora la melancolía y la soledad lo acompañarían hasta el último día, pero la desesperanza... ya no.

Texto agregado el 19-06-2010, y leído por 323 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
02-04-2012 Muy sabia la respuesta a lo mejor lo mismo que el, y aunque no lo apruebo no lo condeno. Esas palabras estoy segura le dieron un enorme consuelo. azuliz
27-03-2012 hermosa historia. es fluida y me causó mucho placer al leerla kalu16
24-06-2010 Muy buene historia , amena y agradablemente contada ...=D mis cariños dulce-quimera
24-06-2010 Muy buena historia!!! Bien relatada, no decae en ningún momento y tiene ciertos "cortes" que me encantaron, por ejemplo: "Nuevo y corto silencio. El presbítero observó por la ventana hacia la calle: el viento traía nubes grises." Un placer esta lectura. Saludos. Jeve. La_Aguja
19-06-2010 Me gustó la historia, como te dije antes el cura es todo un personaje. Se lee bien. gamalielvega
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