La Negra sonríe mostrando su diente de oro.
-No era un ángel, era el diablo. Y el agua que viste ¿era clara o turbia?
-Era clara, estaba en una tina.
-¡Uy hermanita!, eso son lágrimas, vas a llorar. ¿Y el ángel?
-Volaba sobre mí con una espada en la mano, yo trataba de evitarla, quería meterme en la tina.
-La espada es traición. Tú marido te pone los cuernos.
La interpretación del sueño le salió a la Negra con la solemnidad propia de la bruja más fina de Arequipa. Semanas después alguien más le confirmaría a Consuelo que lo que la Negra decía era cierto.
Mario, esposo de Consuelo, trabajaba en la empresa de transportes de su tío, el turco Misat. La señora Merceditas, amante del turco, siempre hacía el viaje de Arequipa a Moquegua en la empresa de su querido. En el terminal de Moquegua, Mario la recibía todas las veces burlándose de su condición de barragana, lo que a la señora no le hacía gracia. Por la boca de Merceditas, Consuelo se enteraría con pelos y señales quien era la otra.
Ya no le quedaban dudas, después de tres hijos y siete años de estar juntos, todavía a Mario le picaban los pantalones. Decidió emprender viaje para reclamar lo que consideraba suyo, ante la ley de los hombres que no de la de Dios, puesto que nunca se casaron por la iglesia y su madre no dejaba de recordarle que vivía en pecado y que ese era el motivo de todas las desgracias de la pareja, las infidelidades de Mario, la enfermedad del más pequeño de los hijos y otros problemas de los que no terminaban nunca de salir.
-Encima andas con brujas- chillaba doña Berta desde el sillón de mimbre del que no podía levantarse por la parálisis que le provocara la caída de una mula cuando regresaba de la chacra. Decía a quien quisiera escucharla que su inmovilidad era castigo divino porque sus hijos eran todos herejes.
Consuelo fue la única de los siete hermanos que estuvo dispuesta a quedarse con su madre, la rescato del hospital cuando uno por uno desertaron ante sus reclamos y peroratas sobre la furia del cielo y el fuego eterno, donde probablemente estaría quemándose el infiel de su padre. Los doctores le dieron de alta lo más rápido que pudieron, pero Consuelo no podía llevarla a su casa todavía porque tenía que convencer a Mario de que recibiera a su madre. Tardó dos días y en ese lapso no apareció por el hospital. Doña Berta convencida de que la habían abandonado completamente, se tiró al suelo y se arrastró hasta el ascensor, quería llegar al último piso para hacer más dramático su intento de suicidio. Una enfermera se encontró con la abuela reptante y la internaron inmediatamente en psiquiatría. Así, su hija tuvo un mes para conseguir que Mario aceptara a su madre. Pero sólo duro dos días en la misma casa con su suegra, el tercer día le anunciaba a Consuelo que se cambiaba al terminal de Moquegua, eran órdenes de su tío.
Al inicio todo fue bien, Mario viajaba todos los fines de semana a ver a sus hijos y a Consuelo, tiempo después las cosas empezaron a enfriarse un poco y él posponía sus viajes con más frecuencia, entonces Consuelo hacía el viaje hasta Moquegua intentado mantenerse cerca, pero se cansó.
Quizás por esa lejanía fue que a Consuelo no le sorprendió tanto la noticia de la infidelidad, es más no estaba segura de querer que las cosas cambiaran. El problema era que en su entorno ya todos lo comentaban; sus compañeros de trabajo, sus vecinos, los profesores de sus niños, y eso fue lo que hizo la diferencia, ella no iba a dejar que se burlaran de sus hijos. Así que con el pecho henchido de amor maternal, dejó a los niños con doña Berta y su enfermera y se fue a buscar a su marido.
Llegó como al medio día, en la oficina del terminal solo estaba la secretaria, la “otra”.
-Buenas tardes, ¿tú eres Gleny?
-Buenas, si yo soy. Si quiere pasaje tiene que esperar, porque estoy en mi hora de almuerzo.
-No, no quiero pasaje, he venido a hablar contigo.
-¿Así? ¿Y de qué? No te conozco.
-Soy la esposa de Mario. Me han contado que te metes con mi marido ¿Qué no sabes que es casado y tiene tres hijos?
-¿Y a mi que me importa?
La paciencia de Consuelo tenía límite, la llamó prostituta y empezó la pelea. Su contrincante era más pequeña y delgada que ella, no fue difícil arrastrarla hasta la trastienda y darle la golpiza más grande de su vida, tanto que Gleny, en el suelo, pedía a gritos auxilio. Como acto final la jaló hasta la calle y la empujó con tanta furia que cayó de rodillas sobre el asfalto y de no ser porque en ese momento el semáforo estaba en rojo, le hubieran pasado muchos autos por encima. Toda desgreñada, con la boca y piernas sangrantes, y un ojo cerrado, Gleny levantó lo que ya no tenía de altanería y se fue.
Consuelo se recompuso, esperó pacientemente a Mario. Se sorprendió de su sangre fría cuando un policía apareció en la puerta de la oficina y ella le dijo que si quería pasaje tenía que esperar porque estaba en su hora de almuerzo. El joven agente sonrió y preguntó por Gleny, le contestó que hoy no le tocaba este turno, el policía se despidió amablemente y se fue.
Mientras esperaba, se puso a ordenar el escritorio, reacomodó sobre él una vela en su candil, fósforos, papeles y otras cosas que estaban en franco desorden. Retiró el plato de almuerzo que Gleny no terminó y lo arrojó contra el lavabo, poco le importó que se hiciera añicos. Un muchacho, que ella reconoció como el ayudante de su esposo, entró para devolver una lata de gasolina y detrás de él llegó Mario. El muchacho saludó y se fue. La pareja quedó sola.
-¿Qué has hecho? Me han ido a buscar para decirme que le has pegado a la secretaria.
-Me han contado que te metes con ella.
-Eso es mentira, tú sabes como es la gente
-Si ella misma me lo ha confirmado.
-¿Qué te va a confirmar? Sí no hay nada, siempre me metes problemas y me reclamas. Ya estoy harto.
Mario se acercó en ademán de golpear a Consuelo, ella tomó la lata de gasolina y lo baño, acto seguido tomó los fósforos y prendió uno. Mario huyó despavorido.
Consuelo no pudo evitar una sonrisa por su audacia. Horas más tarde, él volvía apestando a gasolina y muy arrepentido. Hablaron hasta que anocheció, para la hora de la cena eran otra vez amantes esposos.
Esa noche y ya en la cama, Consuelo notó nuevas almohadas, Mario confesó que Gleny se las había regalado, por instinto Consuelo las destripó, dentro había ropa interior de mujer y ropa de niño, todas aparentemente manchadas con sangre.
La Negra confirmaría después que eso era un “amarre” y que Consuelo había hecho muy bien en destruirlo. Le leyó las cartas y le aseguró que ya no habría problemas, que pronto su marido dejaría ese trabajo para emigrar a la capital y que toda la familia iría con él. Lo que la Negra no dijo fue que, para que eso sucediera, la muerte de doña Berta era indispensable. Fue un extraño accidente, la encontraron boca abajo, dentro del cilindro que usaban para juntar agua, un día en que Consuelo había viajado a ver a Mario. La enfermera dijo después que esa mañana vino a visitar a la abuela, una señora. Las investigaciones demostrarían que se trataba de la Negra. La enfermera las dejó solas porque al parecer la anciana conocía a la visitante. Al irse la visita, Doña Berta insistió en que necesitaba un baño. La muchacha le pidió que esperara un poco a que calentara el sol y que terminara de atender a los pequeños. La dejó refunfuñando en su sillón. Cuando fue a buscarla para el almuerzo no la encontró, la buscó hasta que halló su rastro en el piso de tierra del patio, fue fácil seguirlo hasta el cilindro.
A la Negra no la volvieron a ver más. Consuelo se cansó de buscarla, sólo encontró en su casa, sus cartas y algunos mejunjes que conservó como recuerdo, pero que tiempo después, atormentada en sueños por su madre, quemó en el patio de su casa en Lima.
|