Entramos por la puerta de la cocina. Sabías que no andabas con llaves y me dijiste que siempre tu madre dejaba abierta esa puerta en caso de emergencia. Veníamos acalorados después de una larga caminata por la costa. El día ya acababa y nos mirábamos frente a frente sin decir una palabra. Nos bastaba con ello. Rascaba mi barba y tú ondulabas tu pelo al son de un tema que tenía en la cabeza. El té estaba hirviendo y las murallas hacían eco al apoyar las tazas. Atravesé toda la superficie de la mesa con mi brazo y rocé tu mano, no dijiste nada, pero sabías todo. Me tomaste y nos levantamos. Al despertar seguíamos tirados, abrazados, descansando, sonriendo.