Éramos cuatro, sentados frente al Gate 23 de la Estación de Grand Central, pero había uno al que nadie veía.
Tal vez estaba muerto, y era un espectro de lo que fué o lo que nunca jamás pudo ser, y yo era el único que lo podía ver.
Cuando llegó el tren todos lo abordamos rumbo al Bronx y a uno de nosotros se nos cayó un billete de cincuenta dólares.
Cincuenta años de rutinario trajín y nunca antes me había encontrado en Port Authority ni un miserable quarter.
Un quarter que nadie veía y sólo yo ambicionaba.
Me fuí de curioso a los archivos secretos del Vaticano tratando de sacarle la nalga a uno de esos días que tiene la eternidad, cuando no nos dan tregua las bromas pesadas de Dios.