Había amanecido caluroso y húmedo. Frank apagó la alarma del reloj, se incorporó y en calzoncillos se metió en el cuarto de baño. Eran las siete de la mañana y el calor había persistido desde el día anterior. Luego de mear se lavó la cara, metió la cabeza bajo el grifo, dejó correr un poco de agua por el pecho y se enjuagó los brazos. Sin secarse, descalzo, bajó las escaleras hasta el comedor. Encendió el televisor; decían que la temperatura seguiría subiendo, hablaban del inminente conflicto bélico; puso el canal de música. Luego de ingresar a la cocina anduvo dos pasos y sintió un crujido y una punzada en la planta del pie, se sobresaltó y adelantó otro paso y otra vez la punzada, pero entre los dedos del otro. Entonces miró el suelo y descubrió trozos de vidrio, pedazos que serían de vasos y copas desparramados por doquier. A pesar de que la luz de la mañana entraba por la ventana a través de las cortinas estiró el brazo y pudo encender la lámpara fluorescente del techo. Ahora intentaba explicarse el origen de los vidrios. Algo de sangre formaba un espejo oscuro y la sensación de dolor se consolidaba de a poco. Debía ver bien dónde apoyaba los pies y lo hizo con el objeto de llegar a sentarse en una de las sillas de madera. Así, se tomó el tobillo izquierdo y comprobó que tenía una pieza pequeña y curva clavada profunda junto al talón; pudo quitarla y hubo más sangre. Con el pie derecho apartó algunos vidrios para hacer lugar donde pararse y se dio cuenta de que tenía otro fragmento clavado entre los dedos; tiró de él, pero estaba firmemente ensartado a algún hueso y se quebró. Vio en la mesada el repasador, pensó en vendarse y cuando intentó dar un paso luego de incorporarse resbaló en el charco que hacía la sangre, cayó de culo al piso y la cabeza dio un golpazo contra la silla. Entonces hubo vidrios clavados en las nalgas, en el antebrazo y la mano derechos y en las piernas. No podía ser que hubiera tantas esquirlas vítreas por todas partes. El maldito perro habría tirado algo, tal vez, pero ¿semejante cantidad de piezas? ¿Qué pudo haberse roto para que todo estuviera minado de aquellos finos fragmentos afilados y quebradizos? Se quedó sentado en el suelo unos minutos mientras pensaba en quitarse los vidrios del cuerpo. La sangre no se distinguía bien del color ladrillo del cerámico, todo parecía estar inundado, oía un zumbido constante acaso producto del golpe en la cabeza. Manoteó la silla para acercarla y sintió el ruido del sólido al golpear la madera: tenía un pedazo clavado en la mano, en el extremo de la palma, algo interno tendría cercenado ya que no podía mover los dedos. No pudo asir la silla, así que intentó arrimársela con el antebrazo y se le fue encima. Necesitaba algo que hiciera de calzado, cualquier cosa, pero no había nada a la vista. La idea ahora fue de usar la silla a modo de barredora, es decir, arrastrarla caída de modo tal que el canto lateral del asiento despejara el suelo; entonces se puso de rodillas y lentamente comenzó a avanzar hacia la mesada donde estaba el repasador que usaría para vendarse, pero cuando intentó la maniobra se dio cuenta de que el respaldo era más ancho que el asiento, conque era poco el plano de apoyo y al arrastrarla quedaban vidrios que le desgarraban las piernas. La mano inutilizada se zafó de la pata en la que se apoyaba y las rodillas patinaron en la sangre y quedó tendido de bruces. La silla se alejó con el envión hasta dar contra la mesada. Estaba a poco más de un metro del mueble y detrás de él había quedado la mesa. Pensó que debió haber girado la silla de tal modo que el respaldo apoyara en el borde superior, pero era tarde. Ahora tenía un corte en la cara, ambos labios abiertos en un tajo transversal y un pedazo curvo había cortado la punta de la lengua; pudo escupirlo y especuló en la forma de salir de la situación mientras la boca le hacía sangre y babas hasta desbordar por las comisuras. La mesada en ángulo recto finalizaba en la puerta que daba al jardín a unos tres metros. Imaginó el alivio de pisar el césped, sintió el calor del piso cerámico, la tibieza que su cuerpo emanaba al charco ahora pegajoso que hacía la sangre bajo el pecho, la panza y los muslos, no sentía demasiado dolor aunque sí cierto entumecimiento de las extremidades; después de todo, era un hombre entrenado en el ejército y el dolor no debía ser obstáculo aun en situaciones peores que ésta. Escupió un espumarajo espeso, una especie de moco rojo que dibujó un círculo en la cerámica. Intentó apartar el rostro de aquello y vio el propio brazo extendido hacia adelante como si fuera ajeno: tenía una astilla de tamaño considerable que penetraba en el codo; intentó flexionarlo y comprobó que no podía hacerlo, intentó nuevamente y oyó un chasquido y vio una punta salir de la piel, hizo más fuerza y la punta se desprendió del todo y algo cedió entre los huesos. Al menos pudo llevarse la mano a la cara para confirmar que los dedos no tenían movimiento y al alzarla un poco éstos se inclinaban en diversas direcciones. Era necesario meditar en algo productivo, esbozar una especie de plan de fuga. La puerta, que era la vía más cercana, debía estar cerrada con llave pero el llavero se encontraría, de estar todo en su lugar, colgado en la pared lateral de la mesada a una altura algo menor que la de su cintura si llegara parado hasta allí; no podía verlas desde esa posición, pero allí estarían sin dudas. Arrastrarse implicaría demasiada pérdida de sangre, si lograba pararse estaba a sólo tres pasos largos de la libertad, de las luz del sol, del día que comenzaba y podría gritar para llamar a los vecinos quienes de seguro le ayudarían. Calculó que no llegaría a gatas sin que el brazo derecho le jugara una mala pasada, supuso que de milagro había salvado los genitales. Así que debía ponerse de pie. Apoyó la palma de la mano izquierda bajo el pecho e hizo fuerza con el brazo, levantó el torso de manera tal que pudo apoyar el antebrazo con firmeza y giró un poco la cintura hasta que el lado de la pierna izquierda quedara en el suelo. No hizo caso de los fragmentos que penetraban en la piel y ahora ya estaba de rodillas nuevamente. Aún oía el zumbido, pero prestó atención y escuchó la música que llegaba del comedor; esto lo sosegó un poco y trató de apartar la sangre del piso con la mano lo más que pudo para evitar otro resbalón. El brazo derecho colgaba en su flanco como muerto. Tanteó el suelo. Quiso retirar algunas astillas pequeñas y cayó en la cuenta de que las tenía clavadas. Supuso, por fin, que el piso estaba apto para incorporarse y lo hizo con cuidado. Estaba de pie en su casa con sus cosas. Contó uno, dos, tres los pasos que haría hasta la libertad. Miró con atención para calcular en qué partes irían a dar los pies. Pudo distinguir un horrible cilindro hueco y transparente cuyo espesor se apreciaba como una línea verde oscura, imaginó que si pisaba ahí con el talón podría quedarse sin tendón y caer sin remedio; otros tantos pedazos se acomodaban unos sobre otros, brillaban de filo a la luz. Dio un salto y al caer primero apoyó el pie derecho y con el otro intentó deslizar los vidrios antes de afirmarse. Evitó mirar, sólo sintió la sangre manar abundantemente, inclinó el cuerpo de manera tal que pudo rozar el granito pulido de la mesada con la mano izquierda. No era momento de detenerse, pateó con el pie derecho los pedazos cercanos y creyó haber despejado un poco el piso, repitió la operación con el izquierdo. Ahora descansaba con la mano apoyada a la mesada; faltaban apenas dos pasos y estaría fuera. Experimentó un mareo repentino, el zumbido se hizo más fuerte y comenzó a sentir que los pies eran piezas duras y pesadas. Tenía frío. Cuando se soltó de la mesada para enderezarse el recinto comenzó a dar vueltas, el amueblado se difuminaba debido a que la visión se estaba nublando. Intentó conservar el equilibrio, pero una pierna cedió y antes de caer dio un salto hacia adelante y quedó con ambas rodillas en el suelo. Desde esa posición pudo alcanzar el manojo de llaves con la mano izquierda, pudo destrabar la puerta y cuando intentó abrirla los vidrios se apiñaron abajo y la trabaron. Tiró del picaporte con fuerza y la puerta avanzó unos centímetros. Pudo percibir el aire de la mañana que ingresaba, la luz del sol y frío, como si hubiera abierto el refrigerador; todo esto le dio algo de fuerza y respiró hondo. No sentía los pies, giró para observar y vio que la finísima punta de un triángulo sobresalía de la piel, así como también sobresalía una especie de cartílago fino. Dio un tirón brutal, la puerta ofreció el espacio necesario para la salida y, por fin, se arrastró al exterior. Tuvo que aferrarse a algo para incorporarse, el pasto estaba hermoso, verde y húmedo como de rocío. Se puso de pie. Dio un paso, otro, tres; podía caminar y ya no sentía dolor, el zumbido desaparecía de a poco y logró enfocar la verja que daba a la calle. Corrió hacia allí como dando saltos largos, como si volara. Iría a la casa vecina más cercana a llamar a alguien. Al salir halló su M16 apoyado en el pilar, lo tomó y caminó a paso rápido. De repente la arena le golpeaba el rostro y el calor se hacía sofocante, comenzó a llover gotas negras y pegajosas y el cielo se oscureció por una humareda repentina. Más adelante, en un horizonte no tan lejano, algo inmenso se incendiaba haciendo un tubo de fuego y espeso humo negro que cobraba una imponente altura. La tropa se reunía por esa zona. Despertó con los golpes en la puerta. —Good morning, Mr. Gómez —Dijo la señora mientras corría las grandes cortinas blancas para que entrara la luz de la mañana. —Good morning, Mrs. James —contestó Frank. La señora lo tomó del brazo y lo ayudó a incorporarse en la cama, luego alcanzó la silla de ruedas, lo acomodó en ella y tomó un vaso de la mesita de noche para llevarlo. —A beautiful dream —murmuró Frank mientras miraba el final del largo pasillo por el que era transportado hacia el desayuno. |