I
El reloj de la catedral indicaba las nueve en idéntico número de estridentes campanadas, cortando el aire de un frío 20 de Diciembre en Madrid. Muy cerca de allí, en el barrio de Salamanca esperaba impasible un hombre pequeño, rollizo y cojo, de rostro mofletudo, con grandes y pobladas cejas sobre pequeños ojos castaños cual botones diminutos u ojos de muñeco; sus labios eran delgados y su boca pequeña, levemente ladeada hacia la derecha. Todo su rostro poseía un aspecto singular, casi feo, pero no desagradable. Poseía semblante de hombre bueno y amable. Gabriel Iturzaeta era su nombre.
Nadie lo conocía realmente, salvo por un puñado de entrañables en Baiona, en su Euskadi natal; allí donde el mismísimo Martín Alonso Pinzón orillara La Pinta a su retorno de las Américas con su antepasado primero. De donde Fernando Iturzaeta, abuelo de su abuelo, partiera a integrar las legiones realistas del Alto Perú; allí donde su abuela, María Ángeles Irigoytia arribara hacia finales del siglo XIX junto a Don Justo Iturzaeta, su abuelo, escapando de la inestabilidad de un joven país americano a las orillas del Plata. Donde su padre, Manuel, perdiera la vida a manos de una tropilla franquista acusado de “rojo”. Allí, precisamente, donde hacía ya dieciocho años atrás había despedido con sus ojos colmados de sal y el alma muerta, a Marie y a Manuelito, los ojos de sus ojos, la sangre de su sangre, el amor de sus amores, enviándolos a buen recaudo del baño se sangre que se iniciaría. Allí, donde en aquel día, hacía ya dieciocho años, algo se quebró inexorablemente dentro de Gabriel; algo que ya nunca jamás podría sanar la más eficiente de las medicinas, ni el más bondadoso, poderoso y omnipresente de los dioses.
Gabriel esperaba sentado en el terraplén; a diferencia de España toda, a él parecía no importarle lo que pudiera suceder con el “1001”. Observó su reloj y frunció en ceño, alzó la vista al plomizo cielo y extendió los brazos, como buscando la respuesta a una pregunta fundamental que jamás le sería revelada, hizo un gesto rápido y disimulado a los dos hombres que conversaban cruzando la calle, se puso de pié, avanzó lentamente y volteó la esquina en Diego de León, con dirección a Serrano. Con los párpados apretados, las manos en los bolsillos y las uñas incrustadas en sus palmas, pensó en Marie y en su pequeño Manuel, como todos los días, pero con una intensidad desgarradora. El largo y empolvado abrigo negro recogió sus lágrimas, que eran de dolor y también eran de ira, eran de desencanto y también de impotencia, eran de desengaño pero también eran de amor. “Dieciocho años han pasado ya”, murmuraba para sí. Sacó cuidadosamente, del bolsillo interior del sobretodo, un pequeño trozo de papel doblado en cuatro partes, lo abrió y contempló con tristeza la desgastada fotografía de su mujer y su ya joven hijo, desde el exilio, con el blanco obelisco de fondo. Marie esbozaba en la instantánea una fingida sonrisa, con los labios apretados y los ojos pequeños; Manuel sonreía sincera y despreocupadamente. Gabriel intentó devolver la sonrisa a la imagen como si los ojos despiertos y alegres de su hijo pudieran verlo a través de la distancia, del tiempo y del papel. Dobló celosamente la lámina por los pliegues y la devolvió a su sitio secreto, secó sus lágrimas y recitó en voz baja pero con fervor: “…Harmak kenduko dizkidate, /eta eskuarekin defendituko dut /nire aitaren etxea; /eskuak /ebakiko dizkidate, /eta besoarekin defendituko dut /nire aitaren etxea; /besorik gabe, /sorbaldik gabe, /bularrik gabe /utziko naute, /eta arimarekin defendituko dut /nire aitaren etxea. /Ni hilen naiz, /nire arima galduko da, /nire askazia galduko da, /baina nire aitaren etxeak /iraunen du /zutik 1”.
En la esquina de Diego de León y Serrano un automóvil Dodge de color negro atravesaba el cruce. La nostalgia no desapareció, quedó simplemente anestesiada momentáneamente por el llamado de la responsabilidad; una responsabilidad de lucha, de sombras, de ideales firmes y arraigados, absurdos tal vez, pero poderosos al extremo de abandonar, por ellos, lo más amado sobre este mundo. Gabriel retrocedió a paso rápido hasta Coello y se plantó en la esquina, de pie y en silencio. Al otro lado de la calle, los dos hombres lo observaban, mirando alternadamente en dirección a Coello y Maldonado. El vehículo negro apareció en el horizonte, avanzaba con escolta calle abajo; un vehículo pequeño obstaculizaba parcialmente la vía y el chofer hizo una previsible maniobra para eludirlo. A escasos cien metros del sitio indicado, Gabriel se persignó, miró a los hombres y bajó la cabeza en señal de confirmación; uno de ellos, el más alto manipuló el detonador sin temor ni resentimiento; un estruendo ensordecedor ensordeció el pintoresco barrio de Salamanca y asestó una puñalada al corazón de Madrid; en el 104 de Claudio Coello, el pesado coche Dodge voló literalmente por los aires, en línea recta, verticalmente, rozó la cornisa superior del templo Jesuita y cayó violentamente dentro del edificio. Trozos de pavimento, tierra y escombros desconcharon los muros de las fachadas aledañas; corridas, frenéticos gritos, pánico. La confusión reinaba en Madrid. Los tres hombres, Gabriel y los otros dos abandonaron el sitio sin levantar sospechas; es bien sabido que las situaciones de pánico y desconcierto generalizado suelen ser las más apropiadas para escapar calladamente. Avanzaron por Coello hasta María de Molina donde dos coches con otros cuatro hombres aguardaban por ellos. Los dos que lo acompañaban abordaron el primero, Gabriel se detuvo, buscó en el bolsillo de su gabán un sobre.
-“Marquín2”, hazme un favor- dijo Gabriel con voz temblorosa –envía este sobre a Marie. Yo ya he terminado aquí.
Cerró la puerta suavemente ante la asombrada mirada de su compañero. Los dos vehículos arrancaron, Gabriel los observó hasta que se perdieron en la avenida, dio media vuelta y caminó lentamente masticando amargos pensamientos, saboreando la infelicidad y la desdicha de ser él; ni siquiera la imagen de Marie y de Manuel en el lejano Buenos Aires era ya consuelo para su alma prematuramente envejecida, envilecida. Llegó a la entrada del Hotel Colonia, solicitó su llave y subió; ingresó al cuarto en penumbras, buscó bajo la cama su maletín, lo instaló lentamente sobre la silla, se quitó el abrigo, extrajo la fotografía y la abrió, observó un instante a sus dos inconmensurables amores, los besó una y otra vez humedeciendo y borrando más aún los débiles contornos que aún conservaba el papel; colocó la foto contra su pecho, contra su corazón, rozando el último hilo de vida del que pendía su espíritu; tomó la pistola, la ubicó en su sien, trago dificultosamente saliva, gritó “Euskadi Ta Askatasuna3” y oprimió el gatillo.
En aquella mañana de 1973 había muerto en el atentado Luis Carrero Blanco.
En aquella mañana Gabriel Iturzaeta había muerto, dieciocho años después de comenzar a morir.
1. Extracto del poema de Gabriel Aresti - Nire Aitaren Etxea (La casa de mi padre) 1963. Traducción: “…Me quitarán las armas /y con las manos defenderé /la casa de mi padre; /me cortarán las manos /y con los brazos defenderé /la casa de mi padre; /me dejarán /sin brazos, /sin hombros /y sin pechos, /y con el alma defenderé /la casa de mi padre. /Me moriré, /se perderá mi alma, /se perderá mi prole, /pero la casa de mi padre /seguirá /en pie”.
2. José Ignacio Abaitua Gomeza alias “Marquín”, uno de los seis presuntos implicados en el atentado del 20 de Diciembre de 1973 en la llamada “Operación Ogro” que tenía por finalidad asesinar al Presidente del Gobierno Español, Almirante Luis Carrero Blanco. Aibatua Gomeza y los otros cinco etarras fueron asilados en Paris.
3. Euskadi Ta Askatasuna es una frase en idioma vasco cuya traducción literal es País Vasco y Libertad. Las iniciales de esta frase constituyen el símbolo del grupo separatista vasco ETA.
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