Una noche en la eternidad
Las barcazas se mecían amarradas al muelle de palos, los maderos rechinaban con los pequeños y rítmicos movimientos del oleaje; sólo una luz se percibía, tiñendo los contornos de las cosas de suave ocre, mientras una sirena quebraba el silencio desde alguna parte. No podía ver su rostro ni ella el mío, nuestros gestos eran genuinas manifestaciones de nuestras almas, ocultas por las sombras de una noche sin luna. De vez en vez, a lapsos regulares, el haz del faro pasaba sobre nosotros recreando un destello en su cabello rubio. Llevábamos ya buen tiempo sin decir palabra; el silencio aquella vez fue perturbador e incómodo. Quise tomar su mano, intenté acariciar su piel bajo el género de su vestido, quise hallar sus labios, quise… y se negó con la misma convicción del agua de río que corre hacia el mar; pero era mi culpa. Me recosté sobre mi espalda contemplando el firmamento sin estrellas; la bruma era densa ya y la luz era sólo un punto sofocado. Intenté abrazarla, rodearla y presionarla contra mi pecho, sentirla cerca, devorar la distancia.
-Te quiero- le dije con la certeza de que aquellas palabras serían desatinadas en aquel instante y sólo profundizarían el abismo.
Se alejó de mí, encendió el farol y lo colocó entre ambos, una barrera candente pero a la vez promisoria; algunas verdades no pueden decirse en penumbras, algunas mentiras no pueden ocultarse en la luz.
Me observó a los ojos y comprobé que lloraba, senderos de lágrimas trazaban caminos a través de sus pómulos, por sus mejillas. Su rostro aparecía dorado, como sus cabellos; como la imagen de un ángel o de una virgen bondadosa y contemplativa.
-También yo te quiero- me dijo dejándome azorado –pero…- Ya esperaba yo la resolución de aquel “pero”, sabiendo que aquella palabra separa siempre dos expresiones en contraposición y, cuando la primera es agradable y soñada, el pero precede siempre al desengaño -…nos conocemos demasiado.
-No me parece un buen argumento. Me parece, por el contrario, que el hecho de conocernos profundamente, lejos de ser un hecho contraproducente es una situación favorable- dije mientras acariciaba su frente y enredaba mis dedos en sus cabellos. Observé sus ojos imperceptibles aunque los conocía de memoria, sus ojos felinos tallados sobre sus pómulos simétricos.
-Te conozco demasiado, Pablo- dijo poniéndose de rodillas y acercando su bello rostro a la luz del farol –te conozco tanto que sé que eres arrogante, sombrío, perezoso, inconstante y mezquino; sé que careces de ambiciones, que no tienes planes para el futuro y vives apretadamente el presente; sé que no serás nunca un hombre de palabra, que manifiestas simulado interés en las personas cuando en realidad verdaderamente no te importa nadie; sé que nunca serás más que chiquillo mimado y sobreprotegido; sé también que no tienes capacidad real para intentar un cambio, te encuentras cómodo en tu mediocridad; aunque, claro, eres un buen personaje, tienes una capacidad camaleónica para ocultar convenientemente tus desatinos, para fingir lo que no eres y nunca serás.
Nunca nadie había realizado una tan magnífica descripción de mí; creo incluso que ni siquiera yo mismo, haciendo pretéritos repasos de mi vida, hubiese alcanzado el nivel de precisión que ella había logrado.
-También yo te conozco demasiado. Sé que eres arbitraria, temperamental y manipuladora, que desconfías de todos porque no confías en ti, que no sientes el menor respeto por la condición humana, más allá de las imágenes de perfección que recreas en tu mente; sé que nada te apasiona verdaderamente, sé que ocultas tus desdichas detrás de tu petulancia y tu cruda sinceridad; sé que eres una mujer frívola pero temerosa, nada te provoca verdadero placer si no involucras la razón; sé que tienes ambiciones, demasiadas ambiciones y te frustra el hecho de que nunca serás una princesa; sé que sabes que en el invierno de tu vida estarás sola, muy sola, y esa angustia opresiva signa tus días y te asalta en tus pesadillas; sé, María, que te encuentras a un universo de distancia de lo que sueñas ser.
Los dos llorábamos, sentados frente a frente en el espesor de la bruma, a la luz del farol que ahogaba su minúscula llama tras la ampolla tiznada; el vapor del aceite inundaba el aire con su fragancia, un perro ladraba desde algún lugar cualquiera y la sirena enmudecía.
-Tienes razón- le dije -me conoces demasiado.
-Tú también tienes razón- me dijo enjugándose las lágrimas con el dorso de sus manos.
Me acerqué a ella rodeando el farol y la envolví con mis brazos.
-¿Y si los dos tenemos razón- dije -y nos conocemos tan profundamente, no crees que deberíamos estar juntos para poder ser realmente libres, para mostrarnos auténticos, para ser realmente quienes somos sin temor al desengaño? María, te propongo ejercer la simpleza de la libertad sin tener que actuar el incómodo espectáculo de la impostura. Te invito a esta, nuestra primera noche en la eternidad.
No me miró, no dijo nada; apagó el farol, se puso de pie y me tendió los brazos para incorporarme. Me abrazó con dulzura, buscó mis labios y los selló con un beso como toda respuesta. La tomé de la mano y nos alejamos, la noche de deshacía en el puerto; la bruma se dispersaba, los preludios del día se manifestaban en los contornos de los edificios y en las azoteas, el cielo acrisolado revelaba su encanto estival. Nuestros cuerpos avanzaban palmo a palmo, como nuestras almas descubiertas, desnudas.
El día se hacía día y yo caminaba junto a ella, saboreando mi pequeño y agónico triunfo.
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