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Askamalla Wasi
(La casa del tiempo breve)





I.
La sierra peruana posee un mágico encanto, desde su cielo profundamente azul, hasta los verdes matices de su grama; minerales tierras surcadas por riachos que saben torcer sus cauces y hacerse con sus orillas en un veloz torrente.

El automóvil carraspeó y dejó de funcionar repentinamente; el paisaje entretuvo durante horas mi mente en la caminata. El sendero era angosto, una trochita serpenteante y fangosa de poco más de dos metros de ancho que avanzaba bordeando cerros y abismos, fundiéndose misteriosamente con la naturaleza de su entorno. Había partido por la mañana desde San Luis de Shuaro hacia San Ramón, pero en alguna parte equivoqué el camino. Abandonados mis pensamientos a la majestuosa contemplación y desatento a todo lo que no fuese el sonido de mis pasos, no reparé en un jinete que, al galope, me dio alcance desde las lejanías.

Un hombre sutilmente moreno, de perfil aindiado y rostro abatido se aproximó y me habló en un inglés desarticulado; impulsado tal vez por lo infrecuente de ver por aquellos páramos un perfil fisonómico medianamente europeo. Recuerdo nítidamente su voz, aguda y perezosa, carente de matices. Recuerdo también sus manos desproporcionadas, rústicas y, maltratadas por grietas eternas; sostenía un termo de aluminio envuelto en un trapo en una y las riendas del caballo en la otra.
-Jelóu iú espic inglich…- me dijo meneando sus renegridos cabellos con aires de sobrada suficiencia.
-No señor- le respondí -hablo español.
Al observar la nueva expresión de su rostro, seria al punto de presumirla hostil, comprendí que mi respuesta lo había frustrado de algún modo. El hecho de no poder ejercitar su inglés lo había desairado.
-Estoy buscando un teléfono, se ha descompuesto mi automóvil y necesito llamar al auxilio o al seguro de la agencia de alquiler- le dije.
El jinete me observó desde las alturas e hizo una mueca que interpreté como una sonrisa burlona.
-Por aquí no hay teléfono, amigo, ni nada que se le parezca. La única forma de llevar y traer noticias desde aquí es el camión de provisiones que sabe subir los domingos. Puede esperar en el pueblo, por un sol lo llevo en el caballo…
Debo reconocer que la aclaración, para nada prometedora, me inquietó. Era jueves y aún quedaban tres largos días hasta que llegase el camión. Pagué el sol y trepé al caballo.
-Washignton Huayhua- me dijo.
-Perdón, no le entiendo.
-Mi nombre, Washington Huayhua.
-Encantado- le dije -Eduardo López es el mío.
Me observó por sobre su hombro y partimos.

No podría precisar durante cuanto tiempo avanzamos bordeando un hilo de agua, hasta que finalmente llegamos a un pueblo pequeño enclavado en un valle. En la entrada, un letrero pintado a mano dictaba: “Welcome to Askamalla Wasi. Población: 89”; en un evidente intento de transculturización. El pueblito, un rudimentario puñado de idénticos ranchos de adobe, tenía una particularidad: todas las edificaciones, incluida la pequeña capilla, estaban ubicadas alrededor de un círculo perfecto, con sus pórticos hacia el centro, hacia la plaza, que era a su vez un espacio de tierra vacío, salvo por un mástil sin bandera y un anciano sentado en un cajón junto a él. El emplazamiento no contaba con más de treinta viviendas de barro con techos zinc, todas poseían una puerta de madera pelada y una única ventana; muchas de ellas se veían descuidadas, con los techos desvencijados, como si estuviesen deshabitadas. La capilla, cuya parte posterior estaba anclada a la base de un morro, tendría el tamaño aproximado de tres o cuatro chozas, levemente más alta y con techo de tejas; tan solo la cruz de palo, sostenida en lo alto del la cruceta principal mediante una torre de ladrillos, permitía identificar el propósito del edificio. Junto a la iglesia, delante de un corral de puercos, un grupo de niños, descalzos algunos, correteaban detrás de una pelota de trapo, mientras gallinas y pollos deambulaban libremente por las inmediaciones.

-Ya llegamos- me dijo Washington -acá puede esperar al camión. Ahora voy a conversarle a la señora Quispe, la cuidadora de la iglesia, para que le dé pensión hasta el domingo.
El hombre descendió del caballo, pasó junto al anciano en el centro de la plaza y le preguntó la hora. El viejo se observó las manos, trazó con una pequeña vara un garabato en la tierra y le respondió con aparente precisión cronométrica.
En seguida Washington regresó informándome que la señora Quispe me daría pensión hasta el domingo a cambio de veinte dólares. La cifra me pareció razonable y acepté quedarme. Aunque en verdad no dejaban de preocuparme las responsabilidades que me aguardaban en Lima y, por sobre todas las cosas, la imposibilidad de dar, a quienes estaban esperándome, indicios claros de vida.
-La señora va a preparar la sacristía para que pueda dormir ahí- me dijo.
-¿Pero y el sacerdote estará de acuerdo?- pregunté.
-No se preocupe, amigo; aquí hace años que no hay cura, desde el ’91. Lo despanzurraron los terrucos y ya después nunca mandaron otro.
Avanzamos hacia la capilla y pasamos junto al anciano. Debo confesar que la contemplación de aquel hombre, claramente entrado en años, me produjo cierta ternura al tiempo que, recordando el diálogo sucinto que mantuvo con Huayhua, me cargó de incertidumbre.

Esa misma noche la señora Quispe me sirvió sopa de papas con algún hilo de pollo, comí rápidamente y me fui a dormir temprano.


II.
Al día siguiente levanté mi humanidad, entumecida por el colchón de paja, con la salida del sol. Ni bien salí de la iglesia observé al anciano ocupando el mismo sitio en idéntica posición. La señora Quispe me alcanzó, vestía de negro y ocultaba su rostro regordete con un velo de tul. Me invitó a desayunar y me explicó que ella no era de allí, que hacía veinte años había llegado a Askamalla Wasi por un trabajo universitario, algo concerniente a la sociología y se quedó allí, fascinada por el paisaje y por el misterio de la cultura milenaria. Luego del desayuno, mate de coca y pan de maíz, salimos a la plaza. Como me lo imaginaba el viejo continuaba allí.
-Es el Auqui- me dijo.
La miré sin entender.
-Es el Auqui, el abuelo, el señor del tiempo. Es el hombre más viejo del pueblo y el único que guarda el antiquísimo secreto del nacimiento y de la muerte.
-No entiendo- dije.
-El abuelo es un instrumento del cielo, en su sangre lleva el enigma del paso del tiempo, con una precisión que envidiaría el más sofisticado mecanismo suizo.
Inmediatamente mi memoria desempolvó a “Funes…”. Calculé las probabilidades de que Borges hubiese podido conocer, para el diseño de su relato, al Auqui. Lo descarté por improbable.
-Su padre, su abuelo, el abuelo de su abuelo y así hasta sus antepasados más remotos han llevado consigo el don de la precisión. Ha sido el tiempo un don y una condena porque nadie, como ellos, ha sabido lo irremediable y turbulento de su transcurso- me explicó -¡Ande, no tenga miedo, acérquese y pregúntele la hora!
Me acerqué temeroso, el anciano tenía, aparentemente, la vista clavada en la sombra proyectada por una mosca. Tenía el rostro afilado, demacrado hasta las más remotas facciones, sus labios era delgados y pálidos; la nariz era una abultada y ancha prominencia en el centro de las grietas, como un cerro forjado por la erosión de millones de años; sus ojos eran pequeños y sus párpados gruesos. Levantó levemente la cara y permaneció imperturbable, apuntándome con sus pupilas carentes de brillo.
-¿Discúlpeme señor, pero podría usted decirme qué hora es?
El Auqui bajó el rostro hacia sus palmas, apretó los párpados como esperando una señal que debía llegar desde su interior y me dijo:
-Son las siete y treinta y cuatro con veintiún segundos.
Observé mi reloj pulsera y descubrí que había errado por menos de un minuto, o bien mi reloj estaba descalibrado en esa fracción. En verdad me pareció un acto formidable, algo así como una atracción circense, pero resté en ese momento el verdadero valor de la revelación. Regresé junto a la señora Quispe.
-Es bastante preciso el abuelo- le dije.
-No es bastante preciso, es exacto- me dijo con tono imperativo.
-Entiendo que durante el día base sus aciertos en la posición del sol, pero no comprendo cómo mantiene la exactitud durante la noche.
-El Auqui no basa sus “aciertos” en la luz del sol, ni en la posición de los astros; la exactitud del paso del tiempo, como le dije, corre en sus venas, en el caudal de su sangre. ¿O acaso no se dio cuenta de que es ciego?
Recién en ese momento me expliqué la total ausencia de brillo y expresión en sus ojos. Comprendí que mis palabras habían inquietado, de algún modo, a la señora Quispe por lo que decidí cambiar drásticamente de tema.
-¿Señora, y Huayhua?
-Ha salido a cazar un venado, esta noche estamos de fiesta, es el aniversario de Askamalla Wasi.

Para pasar el rato corrí detrás de la pelota de trapo con los niños, ayudé a un grupo de ancianas a sujetar guirnaldas y a un puñado de ancianos a trasladar, desde la iglesia, una imagen pesadísima de un santo moreno. Después del almuerzo llegó Huayhua, cargando un venado en la cincha del caballo. Se apresuraron a bajarlo, pelarlo y colocarlo, incrustado en una gruesa vara, sobre las llamas de una fogata.
-¿Cómo está López, cómo lo trata la patrona?- me preguntó.
-Bien, muy bien- le dije.
-Venga conmigo, tengo una botella de buen yonque.
Ingresamos a una de las chozas, desordenada y sucia. Para sentarme en la silla tuve que pasar una escoba. Washington trajo dos vasos y una botella plástica con un líquido cristalino.
-Salud, amigo- me dijo. Y vació el vaso de un sorbo.
Quise imitarlo pero debo confesar que sentí una sensación punzante y candente a la vez, como de haber tragado un puñado de clavos ardientes. Tosí.
-Esto no es para débiles, López.
-Ya me di cuenta- le dije.
Hablamos durante un buen rato de cosas efímeras hasta que, sin quererlo, saqué el tema de Auqui. Definitivamente algo en aquel anciano me inquietaba mucho más allá de su habilidad para predecir el paso del tiempo.
-El viejo está aquí desde siempre, como antes lo estuvo su padre, su abuelo y el abuelo de su abuelo. Todos ellos fueron el Auqui en este pueblo, y todos supieron guardar con celo el secreto del tiempo y transmitirlo de generación en generación. Yo mucho no creo en estas cosas, pero la gente de Askamalla está convencida de que la leyenda es cierta. Nosotros en cambio, los foráneos somos menos crédulos.
-¿Usted no es de aquí?
-No, López, soy de Arequipa- se puso serio -le voy a confesar algo y espero que sepa guardar el secreto. Yo tengo unos asuntitos pendientes con la ley, ¡pero ojo!, no vaya a creer que se trata de algún asesinato o algo así, no; es algo mucho menor, un malentendido con el marido de una fulana que solía brindarme sus favores.
-Entiendo- le dije.
-Ya casi no queda en el pueblo gente nativa. Todos han ido emigrando hacia las ciudades. La cultura fue mutando hasta convertirse en esta madeja de intentos trilingües, no le miento cuando le digo que todos los sueños de esta gente son en inglés, sus riñas en español y sus dolores en quechua. Muchos se han quitado por la leyenda.
-Hace ya rato que menciona una leyenda. ¡De una vez cuéntemela!
Washington bajó la cabeza y comenzó a hablar en susurros, como si nadie debiera oír que me hacía partícipe de la tradición milenaria del pequeño pueblito.
-Dicen que hace siglos, antes incluso que los Incas gobernaran estas sagradas tierras, el mismo sol bajó de los cielos y le encomendó, a un antepasado remoto del viejo, que se encargue de la ardua tarea de medir el tiempo de los vivos y el tiempo de los muertos. Le confió el secreto del día final y le enseñó a medir el tiempo en instancias mínimas, algo así como un ritual. Cuentan que el señor se quedó ciego por mirar al sol de tan cerca, y que todos sus descendientes, una vez confiada aquella tarea fundamental, también quedarían ciegos (¿sí se dio cuenta que el Auqui es ciego, verdad?). Le dijo al primer Auqui también, que él y su progenie deberían medir el tiempo hasta su final, con disciplina y precisión; que si no lo hacían, o alguno se olvidaba por pereza o descuido, el cataclismo se adelantaría. Le confió que la hecatombe sepultaría la magia y la belleza de todo aquello cuanto el hombre conocía, que las cosas simples perderían su encanto y los supervivientes estarían condenados a vivir en un mundo caótico, desconocido y ajeno. La cosa es que, leyenda o no, todo el mundo anda bastante preocupado por el pueblo; todos sabemos que al viejo no le queda mucha vida y no tiene descendientes.
-Terrible descuido- dije yo.
-No fue descuido. El viejo tuvo dos hijos; a uno lo mató Sendero y al otro lo mató el ejército, que lo creyó senderista.
-¿Y no podía el anciano enseñarle a alguien más la virtud conferida?
-¡Noooooo! El dios manifestó claramente que sería únicamente sangre de su sangre quien custodiaría por siempre aquel secreto- expresó. Se puso de pie, se disculpó y salió de la casita -López, le aconsejo que duerma un poco, la fiesta de hoy se va de amanecida.

Me quedé en la choza, meditando acerca de la leyenda. Cierto es que no creía en aquella historia; como suelo descreer de todo presagio. Elucubré que no era la leyenda quien había hecho al hombre, sino el propio hombre había sido, con su misteriosa conducta, quien había construido la leyenda a su alrededor. Lo que ciertamente no comprendía era el por qué de aquella actitud de inamovilidad; después de todo era un hombre, que sentía como hombre y vivía como uno. Detrás de su comportamiento indudablemente había un secreto pero, a mi entender, se hallaba demasiado lejos de la superstición. Caminé hasta la capilla para dormir unas horas antes de la fiesta que, en palabras de Huayhua, sería colosal.


III.
Fui arrancado del sueño por el estridente sonido de trompetas y bombos. Me asomé a la ventana y contemplé, ya de noche, que un grupo de hombres, cargando instrumentos, paseaba por la plaza a paso de peregrinación. Los hombres se detuvieron junto al Auqui y le hicieron una reverencia. Intercambiaron algunas palabras que no alcancé a comprender. El anciano hizo una venia con su mano derecha y en el extremo opuesto a mi punto de observación, unos niños detonaron fuegos de artificio. Los músicos se ubicaron en un pequeño estrado y detuvieron la melodía. Junto a ellos, un hombre pequeño que no había visto hasta entonces habló en quechua. Los presentes aplaudieron, soltaron sus gorros al aire y la orquesta dio paso a una melodía graciosa dando inicio al baile en Askamalla Wasi.
Los varones, en su mayoría ancianos y niños, se contaban por unidades; las mujeres, mucho más numerosas, bailaban entre ellas, gritaban y reían, desfilando entre todos, botellas y vasos. A pesar de lo que imaginé no hubo rituales ni ceremonias, sólo festividad y diversión. Salí a la calle a fundirme con el alegre grupo para comer, bailar y embriagarme hasta el alba.

Me dormí en mi propio vómito sobre el tabladillo. Cuando desperté me di cuenta de las numerosas bajas que la fiesta había dejado; algunos dormían sobre rocas, otros envueltos en guirnaldas y banderas, otros el la tierra húmeda de rocío. Uno a uno iba reaccionando como yo, con un terrible dolor de cabeza y el cuerpo entumecido. Cada quien preocupado por ocupar sus guaridas y paliar, a fuerza de sueño en una cama medianamente respetable, los efectos del alcohol. Me puse de pie con dificultad, arrastré mis pies hasta la capilla y, en el camino, pasé junto al Auqui que parecía observarme y seguir mis pasos con sus ojos muertos.
-¿Qué hora es?- le pregunté jocosamente.
-Ya es hora- me respondió y sentí que la sangre se me helaba.
Hice caso omiso a la declaración, continué mi camino y me sumergí en el colchón de paja. Después de todo, al día siguiente llegaría el camión que me devolvería a mi vida habitual.


IV.
Como nunca, conseguí dormir veinticuatro horas o algo menos. Al reaccionar creí oír el sonido del camión de provisiones. Me vestí rápidamente, recogí mis cosas y salí al exterior. Descubrí apesadumbrado que aquel sonido, que supuse el camión de víveres, era tan sólo el efecto audible del viento arremolinándose en las ruinas que veía. Todo parecía diferente; las guirnaldas que hasta el día anterior refulgían en colores rabiosos estaban opacas, apagadas; como si hubiesen estado allí durante años, pendiendo de hilos delgados, víctimas de los más rudos embates del clima. Las chozas de veían más abandonadas, algunas derruidas totalmente, algunas enredaderas cubrían los muros de adobe; el césped había comenzado a crecer sobre la planicie terrosa de la plaza. Lo único que aparecía imperturbable en el paisaje era el Auqui, junto al mástil. Grité pero nadie respondió. Sin más me acerqué al viejo y me arrodillé a su lado, él volteó el rostro hacia mí.
-Ya es hora- me dijo.
Observé su expresión sombría y descubrí en sus facciones un brillo inhabitual.
-¿Dónde está todo el mundo, señor?- le pregunté.
-En otro tiempo- me respondió.
El corazón empezó a darme brincos en el pecho.
-¿En qué otro tiempo?
-En el tiempo de los muertos, desde hace ya tiempo- me dijo -Aquí todo lapso es exacto, breve y final; nadie permanece aquí más de lo necesario. Algunos han nacido, muchos han llegado y todos se han marchado; pero me temo, joven, que por mucho que el mundo se aleje de Askamalla Wasi nadie puede escapar a la tenacidad del tiempo.

Cayeron sus párpados y se desplomó, inerte sobre la tierra, muerto. Con él comenzaron a descomponerse, sobre el terruño, los últimos vestigios de un secreto milenario; toda una cultura legendaria pudriéndose bajo el saco de su piel dorada. No hubo cataclismos, al menos en lo aparente. Lo contemplé unos instantes y gané el camino con una profunda tristeza; con la certidumbre de que aquel pueblo no era un pueblo, sino un instante en el espacio cuya finalidad es revelar a los hombres un mágico secreto, de allí su nombre.
Me detuve a la entrada, en aquel rudimentario arco entre cerros que marca el inicio del pueblecito; acomodé el letrero que estaba ladeado y avancé silenciosamente guardando en mi alma el secreto deseo de alejarme para siempre de Askamalla Wasi, pero también, como dijera el Auqui, con la sombría certidumbre de no poder escapar jamás a los brazos del tiempo.

Texto agregado el 15-06-2010, y leído por 206 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
16-06-2010 Precioso relato.Me encantó la descripción de ese maravilloso paisaje pantera1
 
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