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Raúl tuvo la desgracia de llegar a un mundo que no pidió venir, en un momento embarazoso. Su madre, Ramonita, fue una mujer dominada, maltratada e insignificante para Julio Roldán, su esposo. Su padre era un mujeriego, que se jactaba de hacer travesuras extraconyugales. Tanta era su desvergüenza que se paseaba con una y con otra por dondequiera sin importarle el sentir de su mujer.
En una ocasión, caminaba Ramonita por el pueblo con su madre, cuando ésta logró verlo parado en una esquina acompañado de una mujer. En ese instante lo maldijo con el pensamiento y por más que quiso disimular, no se pudo contener.
–¡Por ahí vi a Julio! –dijo la madre, con cara de pocos amigos.
–¿Dónde? ¿Con quién estaba?
–Mejor es que ni sepas, es tan descarado que al vernos, te miraba sonriente, parado al otro lado de la calle…
Ramonita no logró verlo, pero la angustia la hacía desfallecer, y esto provocó que una vez más se pelearan.
–Por culpa de tu poca vergüenza, estoy yo en boca de todo el mundo. Eso es lo mucho que me quieres, soy el hazme reír de todo el que me ve, mientras tú te lavas las manos como Pilato.
–Tú siempre con tus reclamos estúpidos, ya tus celos me tienen cansado–. Y perdiendo los estribos, dio una película soberbia y se marchó de la casa.
Pero como de costumbre, a los tres días apareció buscando el perdón que había perdido. Y esa noche, después de varias palabras envueltas en almíbar, con aquella labia que lo caracterizaba, en medio de aquel diluvio de coraje y emociones, pudo más el placer que la razón e hicieron fiesta como ácaros en un cuerpo durmiente.
Pasó un mes, y en el vientre de Ramonita comenzó a fermentarse el sabor agridulce de aquella noche.
Julio continuaba con sus líos falderiles, irritando cada día más el temperamento de Ramonita. Y en un momento de desesperación, a punto de una depresión aguda, ella le contó a su madre lo que le estaba sucediendo.
–¿Y ahora qué vas a hacer?
–No sé, ¿qué tú piensas? –dijo Ramonita.
–¿Para qué traer a este maldito mundo a alguien que no necesita sufrir?
–¡Mamá! ¿Qué dices? Escucho tu voz como una cachetada dolorosa. No puedo creer que de tu boca salga tal consejo.
–¿Que tú esperas, que un día venga fuera de sus cabales y termine con los dos? Tú sabes que ese hombre no va a cambiar, árbol que nace torcido no hay Dios que lo enderece, no sé cómo tú has durado tanto tiempo con ese sinvergüenza.
*****
Los días y las noches corrieron deprisa. Llegó el momento del alumbramiento y Ramonita dio a luz un hermoso niño, al que llamó Raúl. El día transcurría, largas horas habían pasado, y Julio no había hecho acto de presencia en el hospital.
Ramonita estaba extenuada, y en esa mezcla de sueño, dolor y cansancio, dormitaba, cuando escuchó una voz lejana que le dijo:
–¡Hola, señora! ¿Cómo estás?
–¡Ah!… Yo bien. ¿Y usted quién es?
Esta señora traía en sus brazos a una recién nacida, y sin que le temblara el corazón, malvadamente, le dijo sonriendo:
–¡Mira quién vino a verte! Esta niña es hija de Julio, por si no lo sabías.
Ramonita esperó a que se le calmara el huracán, categoría cinco, que comenzaba a hacer estragos en su estómago, y como una fanática pentecostal, rompió a hablar en lenguas. Su orgullo de mujer, una vez más herido y humillado.
Días después, Ramonita, fue dada de alta del hospital y, de regreso a la casa, corrió a su habitación, y la ropa de Julio no estaba, había desaparecido como gota de lluvia en suelo caliente. Nunca más supo de él.
Pero Raúl, que nada tenía que ver con esa situación, comenzó a pagar las consecuencias. El golpe, en ella, fue tan fuerte que dejó huellas en su espíritu por muchos años. A medida que Raúl fue creciendo notaba la falta de cariño de su madre. Una cosa que él no se explicaba era el hecho evidente de que su madre no lo quería, o lo quería bien poquito. La vida diaria del hogar le restregaba en los ojos a todas horas esta amarga verdad. Notaba que cuando su madre sufría alguna crisis nerviosa, él se acercaba a consolarla, conmovido su corazón de hijo y de niño, y recibía un enérgico rechazo de su parte.
Cuando Raúl hacía alguna travesura, su madre se restregaba las manos con placer, sus ojos adquirían un brillo maléfico y en tono amenazante decía:
–Ven acá, desgraciado. No puedes negar que eres hijo de tu padre.
Pasaron dos años, Ramonita decidió ponerle un padrastro a Raúl. Tal vez las cosas marcharían mejor. Pero, a la misma vez, sentía miedo de volver a fracasar.
“No puedo permitirme ese lujo, a mi edad”, pensaba.
Pero haciéndole caso al corazón y no a la cabeza, contrajo matrimonio con Damián, hombre de sesenta y cinco años, que aunque su barómetro iba en paracaídas, le prometía hacerla feliz. Como resultado de un disparo fecundo, nació Loreto, una niña dulce y cariñosa que se había robado el cariño de sus padres. Ella era su alegría.
De más está decir que la situación con Raúl empeoró. Cada vez, que como niños se peleaban, o surgía cualquier problema entre ellos, siempre él era el culpable.
–¡Cómo la sigas molestando, te voy a romper los dientes, muchacho majadero!
–¡Mamá, no soy yo! Es ella que me está quitando mi carrito –dijo Raúl, mientras su madre lo golpeaba.
–¡Ay! ¡Ay!…¡Me estás haciendo daño!…¡Mamá, suéltame!
Todas las atenciones eran para ella, y esto hacía sentirse menospreciado cada vez más, por su madre. De esta manera fue generando una serie de complejos de inferioridad que a veces trataba de disimular con una actitud arrogante de autosuficiencia. Pero en su mente llevaba grabado el dolor, la injusticia y el maltrato de su madre, lo cual todavía no podía entender.
Por momentos sentía que las fuerzas lo abandonaban. Pero el deseo de superación, de llegar a ser alguien, para que su madre se fijara en él, fue lo que hizo que decidiera ingresar a la universidad a estudiar abogacía.
Cuando cursaba el segundo año tuvo un encontronazo con su madre y su padrastro. Decidió trabajar para cubrir sus gastos, alejado de ellos. Y así se sostuvo cinco años, su vida transcurría entre los estudios y el trabajo. Luchó con coraje hasta ganarse un sólido prestigio como abogado. Fue un hombre que se hizo solo, que supo vencer los obstáculos que quisieron hacerle la vida imposible.
Pasado el tiempo, su abuela convalecía en un hospital. Pero, a pesar de que su abuela, al igual que su madre, le habían hecho la vida muy difícil, él siempre estuvo al tanto.
Sonó el teléfono; su madre, muy nerviosa, lo llamaba:
–Raúl, tu abuela está hospitalizada, ¿podrías venir a visitarla?
–Dime en qué hospital está.
Raúl acudió a verla a pesar de que sentía tristeza y lástima del pasado.
–Hijo, ¿cómo estás? Hace mucho tiempo que no sé de ti –dijo la abuela.
Estaba desconsolada como si se sintiera culpable de un horrendo crimen. Raúl depositó sus labios en aquella fruncida frente que nunca había recibido un beso suyo, y el coraje que ardía en su pecho se apagó.
–Abuela, estoy bien. Ya terminé mi carrera de abogado.
–Me alegra que te hayas superado, no pensé que llegarías tan lejos. Perdóname, por no haberme preocupado por ti, por no haber sido la abuela que tú merecías.
–Calla, no digas nada –dijo Raúl.
Abrió los ojos, y en su mirada, Raúl, pudo entender su sentir. Estaban empañados por las lágrimas, pero con todo y eso, él logró ver su ternura por primera y última vez.
–¡Perdóname, hijo! –dijo la abuela.
–Abuela, lamento que el tiempo que hemos compartido haya sido muy corto, pero aún así, te quiero mucho. Si algún error cometiste ya te he perdonado.
Y aquellos párpados plegados, que apenas dejaban ver aquella visión sin brillo se fueron apagando como cuando se oculta el sol en el lejano horizonte.
Fue entonces que Ramonita comenzó a notar el humilde y sencillo corazón de Raúl. El coraje y el rencor la habían hecho infeliz alejándola del amor de su hijo. Y en ese momento sintió un deseo inmenso de abrazar su niñez y su juventud. Raúl, al verla acongojada, le puso la mano sobre el hombro y le preguntó:
–Mamá, ¿por qué siempre has estado tan distante de mí, yo siento que tú nunca me has querido?
En ese momento, por ella esperado, deseó que la tierra se la tragara; gruesas gotas de sudor corrían por su ajado rostro y, con un fuerte nudo en la garganta, le dijo:
–Ven, tenemos que hablar largo y tendido, hay muchas cosas que no sabes que te tengo que contar–. Y le dio un beso tenue que todavía le cosquillea en la mejilla.
Y por primera vez, Raúl sintió como una ola cálida que lo envolvía en sus blancas espumas. A medida que fueron conversando, él pudo entender en aquellos tristes ojos, que dieron luz a su vivir, el calvario de su vida; y cómo sin querer fue víctima, llevando en sus espaldas su desdicha.
Y en un abrazo cálido y sublime, comenzó una vida nueva...

Texto agregado el 14-06-2010, y leído por 97 visitantes. (0 votos)


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