Unión forzada
Sabía que la estaban buscando, revisando corredores y cuartos vacíos. Con cada crujido que creía escuchar se encogía más en el pequeño espacio debajo de su antiguo escritorio, en la oscuridad de la oficina, imaginando los pasos de sus captores. Lo que más la asustó, sin embargo, era el largo silencio que se extendió por una hora. Se dio cuenta de que sus piernas ateridas de miedo no le servían para escapar ni su garganta para pedir socorro cuando al fin sintió que la manija de la puerta se movía, sacudida violentamente desde afuera.
Una rendija de luz hirió las tinieblas y una figura temblorosa en camisón entró en busca de refugio. Se vieron y en seguida reconocieron en la otra la huída del peligro. Luego se enteró de que la paciente había sido salvada del monstruo que atacó a su compañera de cuarto con un bisturí gracias a la intervención de un par de caballeros. Dasio y Sebastián andaban dando vueltas, buscando una puerta que les permitiera llegar al auto de Vignac, tomar un par de armas y volver a buscar a Massei, cuando sintieron los sollozos y gemidos del otro lado de la pared. Ella estaba llorando en el rincón, mirando atónita al hombre moreno que bebía largos sorbos de su compañera, que aún pataleaba y chillaba.
Sebastián se arrojó contra el atacante sin dudar, pero al dar contra la alfombra sin conseguir hacerle nada, notó una punzada en el costado y vio consternado que el vampiro se daba vuelta, una mueca de disgusto en su boca. No podía esquivarlo, ni siquiera podía respirar. Dasio se interpuso, recibió el golpe y resistiendo, le clavó su pequeño puñal en un ojo.
El vampiro que había llegado entretanto tuvo una reacción que los dejó helados: comenzó a reírse a carcajadas de los intentos vanos de su compañero por quitarse el puñal de la cuenca ensangrentada.
-¡Vete! --gritó Dasio a la joven que se arrastraba contra la pared.
La mujer no llegó a verlo arrodillarse, indefenso, junto a Sebastián, que observaba desde el suelo sintiendo que el mundo se ennegrecía.
Increíblemente fuertes, uno avanzaba como si no sintiera la pérdida de un ojo, el otro estaba retorciendo el brazo de Dasio como si creyera que era de goma. Sebastián pugnó por levantarse, aunque corriera el riesgo de que una costilla le perforara un pulmón.
-Alto, criatura del infierno… -conocía esa voz teatral, ese acento endurecido.
Dos sonidos huecos, dos silbidos, y el vampiro cayó desmayado con dardos sobresaliendo de su cuello. El otro se borroneó, desapareciendo de vista, pero antes de que pudiera engañarlos, Vignac y su acompañante habían cerrado la puerta, y dispararon a quemarropa. A pesar de que parecían apuntar a las sombras, un cuerpo cayó sobre la cama, retorcido, gruñendo y sujetándose las vísceras que querían escapar de su vientre por el enorme agujero de las balas silenciosas.
Vignac les tiró un par de rifles y los animó a seguirlo, si estaban en condiciones.
El inspector Gómez lo había hallado saliendo de la clínica con aspecto deplorable, y trató de persuadirlo de esperar, inútilmente. Había visto los diseños pintados en el suelo y paredes en un recinto del sótano, las antorchas listas para ser encendidas, los ramos de rosas encarnadas marcando el camino de la novia. Iban a estar entretenidos por un rato, concentrados en ese punto. Esperaba llevarse a unos cuantos, aunque acabaran con él en el proceso, antes de que la policía, la civilización, arribara. Asombrado, el inspector escuchó la resolución de los caballeros de acompañarlo a pesar de las heridas. Pedían un momento para vendar fuertemente el pecho de Sebastián y colocar en su sitio el hombro de Dasio. Es que su deber era proteger a Massei, aun con su último aliento.
Charles se quitó la chaqueta y abrió los brazos queriendo abarcar y apretar contra su pecho henchido de orgullo, todo el espacio, oscuro, denso, caluroso por la caldera del otro lado de la pared y las velas que ocupaban cualquier hueco libre de rosas y vampiros. Tenía arrodillado a sus pies al doctor Massei, y el anciano oficiante lo aferraba del cuello, con unas uñas de quince centímetros, manteniéndole la cabeza gacha. Podía oír su pulso acelerado -la sangre del sacrificio tronaba en sus arterias, suculenta, aguardando ser derramada en la copa de plata y oro para consagrar la unión- mientras contemplaba a su novia, una nueva Afrodita con piel de alabastro, que venía hacia ellos lentamente por el sendero entintado de pétalos.
El anciano masculló una antigua plegaria de agradecimiento a la tierra fértil, al sol y la luna, en una lengua ininteligible. Pero el que hacía la pregunta crucial era él mismo, antes que los dos bebieran en comunión el líquido vital del humano. El sacrificio clavó los ojos en Lina, al tiempo que el anciano tensaba sus garras junto a su yugular, y ella contestó con claridad cortante, en un tono muy distinto a su bajo aterciopelado:
-No, Charles, nunca me uniré contigo. Eres un mentiroso traidor de costumbres repugnantes. Y si no bastara, ahora estoy segura de que asesinaste a mi hermano.
Por un segundo las palabras aletearon sobre la incrédula congregación, y la mano del aturdido oficiante titubeó, porque nunca en sus todos años había escuchado una negativa en ese punto de la ceremonia. Enseguida, un estremecimiento recorrió a la concurrencia, algunos sorprendidos, otros indignados, y otros divertidos por el desenlace. Pero lo que sacudió a Charles fue una ola de rabia tal, que por un momento olvidó defenderse de la acusación, y luego protestó, haciendo callar con un bramido sordo los murmullos. Lina estaba frente a él, y le apoyó una mano, pesada, sobre su hombro terso, usando ese segundo para entender que su resolución era firme, y no la podía persuadir.
-Querías la verdad y no paraste, eh -ante su rostro sombrío muchos de sus propios partidarios recularon, previendo la tormenta-. Dimitri era un roñoso recogido de la calle y el estúpido de tu padre lo puso a vivir como un igual -Lina mostró los dientes como un perro irritado-. Quiso evitar que te casaras conmigo porque tenía sus reparos, je-je, y tuve que morderlo. Pero no sabía nada bien.
Dos prometidos se habían vuelto enemigos violentos en un instante. Sólo Lucas quedó adelantado cuando los otros les hicieron lugar, demasiado interesado en sus palabras y lento respecto a sus vecinos. Ni la vio moverse, pero Lina se había arrancado la mano de Charles del hombro y le azotó un puñetazo antes de salir de su alcance. Se sintió el crujir de los huesos de su cara y Charles lanzó una risotada con la boca torcida, al cargar sobre ella con todo su cuerpo. Ella lo esquivó con velocidad imposible, arrastrando a Lucas a su paso. El doctor terminó tirado en una esquina cuando la gente les abrió un hueco. El espacio era tan estrecho y atestado, que por instinto, Lina comenzó a despachar golpes para librarse del tacto de manos que la rozaban casi sin querer. Su contrincante estaba allí adelante.
Un estallido que no rebotó, los distrajo un instante. Una bala se había clavado en la espalda baja de un joven, y una rendija de luz apareció donde antes solo había pared. Dos hombres aparecieron en el umbral con linternas y escopetas, los pasos de otros tres que venían de la escalera resonaron en el pasillo.
Esta intrusión pareció romper un dique. Hasta el momento, la audiencia no había intervenido en la pelea, considerándola un problema de Charles con su mujer. Ahora, diez vampiros se lanzaron a enfrentar sus tontas armas humanas, las espaldas arqueadas como bestias de presa y las bocas todavía sedientas, salivando de anticipación.
-¡Maldición, Vignac! -gritó Lina, enfurecida, pero aprovechando ese segundo para ponerse la camisa que le ofrecía Lucas, también activado por la distracción-. ¿No es suficiente que te perdone la vida por hoy? No te metas con él, es mío.
-¡Ataquen! -exclamó Charles, sonriendo, y en los siguientes cinco minutos se desató el infierno en esa trampa de tres por seis metros.
En el caos de disparos que iban retrocediendo a su pesar, risas salvajes y gritos de dolor-deseo de atacar, cuerpos entrechocando en la confusión, golpes entre aliados, dentelladas en el aire, pétalos volando y velas volcadas, oscuridad y fogonazos aislados, nadie podía salir ileso salvo estos monstruos. Sin embargo, ni Charles ni los otros pretendían quedarse en la posición de desventaja, con Vignac y los caballeros en lo alto de la escalera, Gómez y otro hombre en la retaguardia, no cuando podían avasallarlos fácilmente. La primer ronda de balas se había acabado y los hombres retrocedieron al primer piso, el silencio aplastó el pasillo, unos vampiros se levantaron del piso restañando sus heridas, algunas graves.
Pegada al muro, Lina notó que Charles había desaparecido con sus aliados. No podía permitirlo.
Subió de un salto la escalera y una cuchillada la sorprendió en la penumbra. Una de las hermanas Leroi la atacó con ojos brillosos y la boca manchada del líquido casi negro que brotaba del vientre de su hermana, explotado por los proyectiles de Gómez. Asqueada, Lina se despegó del aparador donde se había posado y fue de cabeza hacia la fiera rubia, quebrándole el cuello como una ramita y aterrizando con paso grácil.
Otros dos que no reconoció la miraron expectantes. Sin intercambiar palabra, se dieron media vuelta. Lina apenas esperó a Lucas. El doctor aún tuvo capacidad de asombrarse cuando ella le pasó el brazo bajo sus axilas y, cargando casi todo su peso, sólo le tomó dos saltos cruzar la zona de servicio y tumbar la puerta del patio. Nunca la había visto tan poderosa, y a la vez tan ligera que parecía levitar. ¿Cómo podía haber imaginado en algún momento que debía protegerla?
Cuando llegaron a la terraza, el cazador daba vueltas sobre sí mismo preguntando frenético donde se había metido el vampiro, mientras Dasio mantenía a raya a un círculo apretado de enemigos. Sebastián se abalanzó sobre ella con gesto protector, pero Lina le arrojó a Lucas como un bulto y se desentendió de ellos. El doctor recuperó su presencia de ánimo al verlo necesitado de cuidados:
-No puedo creer que Vignac los dejara andar así -protestó, examinando sus heridas, aunque Sebastián no se dejaba, y miraba boquiabierto a la mujer, que había alcanzado en un brinco la azotea.
Charles la estaba esperando con una sonrisa viciosa. Lina se trabó en una lucha cuerpo a cuerpo, aunque tratando de mantenerse lejos de sus dientes puntiagudos. Su olor, sus ojos, su aliento caliente, la asquearon, y entonces se dio cuenta de que estaba teniendo imágenes de cómo habría matado a su hermano. Fue todo muy rápido desde que el cazador le contó del diario de Tomás Lara, y la confirmación por sus propios labios.
-Qué expresión más extraña tienes, Niobe querida -comentó él, encontrando un agarre en su espalda. Ella se puso rígida y apenas percibió un destello-. Tan… humana.
La empujó del techo y Lina perdió el sostén de sus pies al tiempo que un aguijón le atravesaba el corazón. No tuvo que mirar para darse cuenta que le había hundido el puño en su pecho, destrozando su esternón y costillas para partirle el corazón. La distancia era muy corta como para rotar su cuerpo, así que su cabeza explotó de dolor al chocar contra el suelo áspero de la terraza.
(continúa en hijos de la noche)
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