La enorme calle se alargaba y serpenteaba a lo largo de un kilómetro, las luces de neón iluminaban las marquesinas de los cabarets, la estridente música junto al humo de la marihuana producían una atmósfera decadente en un escenario aún más decadente. Era la Curva, la famosa calle del pecado en aquel pueblo olvidado de la mano de Dios, eran los setentas y el tráfico de marihuana estaba en su mejor momento, los hombres trabajaban de lunes a viernes y el fin de semana se lo gastaban todo en alcohol, drogas y prostitutas, los enormes locales llenos de murales alusivos a las canciones del momento, sugestivas mujeres-niñas que ofrecían sus servicios con una tarifa base, ésta podía aumentar dependiendo del cliente y el servicio, el dinero corría a torrentes de igual manera lo hacía la violencia, en las mañanas de domingo eran comunes los levantamientos de cadáveres, hombres y mujeres dejaban la vida después de una noche de desenfreno.
Pero esto no parecía amedrentar a nadie, ya que una semana después nadie se acordaba del muerto y la música volvía a sonar y las carcajadas mezcladas con el olor maloliente del lugar daban inicio a un nuevo ciclo que tendría un mismo final el próximo domingo por la mañana. Años atrás habían hecho su arribo un grupo de norteamericanos de un programa que se llamaba cuerpos de paz, la mayoría venía de Vietnam, vieron en el lugar las condiciones perfectas para el cultivo de la marihuana, a partir de allí se inicia el negocio que sólo dejó dolor y lágrimas y que se acabó cuando los gringos descubrieron que la podían cultivar en California en el patio de sus casas.
Veinte años después Ángela y sus amigos recorrían el gigantesco local de lo que alguna vez fue el cabaret la Saporrita, nombrado así por una canción de moda, les gustaba venir después de clases y hacer eco de las historias truculentas de venganzas, sangre y muerte que se habían convertido en leyendas urbanas de una época aciaga que muchos no querían recordar, pero que a los adolescentes les atraía mucho. Por lo general los locales se componían de un gran salón con mesas dispuestas a los lados y en el centro una gran pista de baile, al fondo un corredor te llevaba a un patio interior donde casi siempre había plantado un árbol en lugar de la tradicional fuente, a los costados estaban alineadas las habitaciones pintadas de un color discreto en discrepancia total con los colores brillantes y dispares del salón de baile, según las historias contadas a lo largo de dos décadas, en el salón se sellaban alianzas , se confirmaban amistades y enemistades, estas últimas definían su destino en las habitaciones del fondo.
Ángela cerró los ojos y retrocedió en el tiempo, de pronto la luz mortecina invadió el lugar, una mujer alta y de pelo negro se acerca a la máquina de discos y le inserta una moneda, Héctor Lavoe canta “tu amor es un periódico de ayer”, los hombres con sus camisas de polyester estampado, largas patillas de prócer, zapatos de plataforma, invitaban a la pista a las mujeres, éstas ataviadas con la minifalda de moda, peinado alto y maquillaje en exceso, ceñían sus cuerpos sudorosos, la mujer de pelo negro espera al hombre calvo y robusto que se le acerca, éste la abraza susurrándole obscenidades al oído, ella ríe complaciente mientras él le aprieta las nalgas.