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Borges puso la primera velocidad y su taxi “Daewoo Atos” modelo 2000, arrancó de forma perezosa por la vía principal del barrio La Europa, ubicado al noroccidente de la capital. Aquella noche de viernes presagiaba buen dinero, ya que la cortina de fina lluvia que desde hacía unos días caía de manera constante sobre la gigantesca urbe, había cedido para darle paso a un calorcito inédito que invitaba a la rumba nocturna y al desenfreno propio del fin de semana.

“Tengo el presentimiento de que ésta será una buena noche”, se dijo el animado y desempleado literato cuya única opción, o por lo menos así lo creía, había sido la de conducir un vehículo de servicio público que le permitiera conseguir el pan de cada día, tanto para él como para su nueva familia; una esposa desempleada también y un pequeño de tan solo 6 años de edad pero que ya cursaba el primer grado en un regular colegio de la capital.

El taxi cruzó raudo por uno de los cuatro carriles de la ámplia avenida Boyacá con rumbo el norte, donde algunos establecimientos nocturnos comenzaban apenas a abrir sus puertas a los tímidos transeúntes que pasaban en procesión por la disminuida acera. A esas horas, las 7 de la noche, una nube de trabajadores esperaba con paciencia de monje sus respectivos buses, con la esperanza de llegar a sus hogares un poco más temprano de lo normal, pues el trajín de una ardua semana merecía su sagrado descanso.

Cuando se disponía pasar por debajo del puente de la calle ochenta con Boyacá, Borges recorrió con la mirada a una fila india de Transmilenios atestados de parroquianos, que subía lerdamente por la estructura de metal y concreto. Al fondo, los cerros orientales se alzaban oscuros e inexpugnables con sus lucecitas brillantes y sus caminos de arcilla y lodo. Un pesebre urbano de casitas hechas por la voluntad y la necesidad de los pobres. Arriba, el cielo se hallaba extrañamente despejado e iluminado por tímidas estrellas que le hacían compañía a una luna blanca y redonda.



Sin embargo, ningún cliente hasta ese instante le “había puesto la mano” para que lo recogiese, por lo que Borges se comenzó a impacientar. Además el “tradicional” trancón de la Boyacá al norte le esperaba con unos largos y congestionados brazos abiertos. Borges decidió prender la radio para tratar de paliar con música la larga espera. En una emisora, la voz chillona y ciclotímica de Rocío Durcal se adhería a los oídos del taxista como un chicle en la pared.

SI NOSOTROS, NOS HUBIERAMOS CASADOO, HACE TIEMPO, CUANDO YO TE LO PROPUSE...

Al desembocar a la extensa curva del club de Banco de la República, el lento y tedioso trancón se desvaneció por completo. Entonces la “normalidad” retornó a la vía. Borges decidió adentrase en la espaciosa y enrevesada avenida suba, con rumbo hacia el noroccidente. Los escarpados y tupidos cerros occidentales lo vigilaban en medio de una tímida bruma que se alzaba sobre la ciudad como una larga cobija de algodón. En la calle 134, una tímida mano le hizo “el pare” y él, en medio de chirridos de llantas e insultos de los demás conductores, detuvo en seco su vehículo.

“Señor lléveme al aeropuerto pero rápido por favor”, le suplicó una quebrada y angustiada mujer que cargaba penosamente dos maletines de cuero fino. “No se preocupe señora que está hablando con el “Schumager” del negocio”, dijo el ahora veloz taxista, quien de inmediato echó un rápido vistazo por el espejo retrovisor al rostro sombrío que lo acompañaba. La oscuridad de la noche hacía que la imagen de la mujer se perdiera entre sombras, pero imaginaba que sería una dama madura de unos 40 o 45 años de edad. Su vestido fino de sastre y su grueso abrigo de paño, denotaban una posición social alta. Se preguntó entonces qué hacia una señora de la aristocracia “criolla” montada en su taxi, cuando de seguro tendría a su disposición un lujoso vehículo con chofer incluido.

No obstante, la respuesta a aquella pregunta la dejó para más tarde. Se enredó en una maraña de recuerdos cotidianos y sentimentales. La sonrisa amplia y sincera de su pequeño de apenas 6 años; el cuerpo esbelto, delicado, de su esposa, metido entre las sábanas de su cama doble, esperándolo no sabía que tan ansiosamente, pues llevaban varios días distanciados por cuenta de la dura situación económica en que vivían; el recibo de la luz que había que pagarlo en esos días y que de seguro llegaría carísimo; la irreversible enfermedad de su padre; su sueño hasta ahora frustrado de ser profesor universitario en la cátedra de literatura; todos pensamientos complejos que llegaban a su memoria en ráfagas de una repentina iluminación.

“Señor por favor ¿Cúal es la vía más rápida para llegar al aeropuerto?”, le preguntó la angustiada dama. “Tranquila señora que ya estamos pasando por la ochenta con Boyacá, en cuestión de minutos llegaremos al aeropúerto, no se preocupe”, respondió Borges intentando tranquilizarla. Sin embargo, las palabras del taxista parecían perderse en el vacío de la noche, ya que la mujer miraba con ojos perdidos el iluminado panorama de la Bogotá nocturna. Sus luces de neón, la gente caminando aprisa por sus pequeños andenes, el miedo que produce la oscuridad de algunas de sus calles; todo aquello veía la mujer con ojos de espectadora distante, como si el paisaje no le interesara más que sus propios pensamientos.

“Perdón, puedo preguntarle, si no peco de atrevido ¿qué es lo que le sucede?”. “Nada Señor, nada, no se preocupe”. “No, sí me preocupa, porque la veo pálida y algo angustiada; ¿desea que paremos el carro, o algo por el estilo?” “No no, no, usted tranquilo, continúe manejando que dentro de poco me sentiré mejor, se lo aseguro”. El taxi continuó su recorrido por la serpenteante avenida Boyacá, pero ahora en sentido norte-sur. Sin embargo, en el semáforo de la calle 53, la mujer emitió un gritico ahogado por las lágrimas; fue un largo y aliviador ahhhhhhhhhhhhhy que se perdió en medio del tráfico.

“En serio señora, si desea hablar de algo no es sino que me diga, pues es parte de mi trabajo; algunos clientes me cuentan su vida y yo los escucho atentamente”, le recomendó el taxista.

“Bueno, sí me pasa algo. Es que acabo de escaparme de mi casa”, sostuvo con algo de miedo la mujer.

“¿Escaparse? Cómo así señora...” “Sí escaparme, es que no me aguantaba más la situación con mi esposo; él siempre fue siempre muy celoso conmigo y algunas veces tuvimos nuestros altercados. Pero, lo que en definitiva derramó la copa de nuestra separación fue el repentino gusto mío por su tesorero, Juan Gónzalez Rocha, con quien vengo saliendo desde hace unos meses. No sé si mi esposo sabe que le he sido infiel; por eso decidí irme lejos, para pensar bien las cosas...” “Su esposo y usted no se hablan mucho o sí...” “No, lo nuestro no fue la comunicación, sino el amor, pero es que existe otro motivo para escapar...” “¿A sí y cuál?” “Es que él tiene un trabajo muy complicado; es algo difícil de contar, ¿usted me entiende verdad?” “Pues no mucho señora pero a ver, ¿es algo ilegal?” “Sí, algo por el estilo. Es que él es, como decírselo, él es...!Narcotraficante!”, y diciendo esto, se recostó pesadamente en el espaldar de la silla”.

El semblante tranquilo y conciliador de Borges cambió. Su lampiño y blanqueado rostro se tornó más pálido de lo normal. Sus ojos negros se entrecerraron brevemente, mientras su boca se abrió en forma de “O”, denotando sorpresa y a la vez angustia.

“Lo que más temo señor conductor, es que mi esposo sepa ya que me he ido de la casa, y venga con sus hombres a buscarme. Por eso mi afán de llegar lo más rápido posible al aeropuerto”, expresó con angustia la mujer. “¿Y qué exactamente sería lo que su esposo podría hacer de saber que usted se ha ido de su lado?”, cuestionó Borges. “Pues, no lo sé, él es muy impulsivo, aunque nunca lo he visto matar a nadie...”, dijo la otoñal mujer. “Y dígame señora, él tiene algún poder dentro de la ciudad, es decir tiene contactos con el gremio taxista, por ejemplo, como Pablo Escobar en Medellín...”, preguntó Borges. “¿Y, usted, por qué me pregunta eso?” dijo con asombro la señora. Pero ya su respuesta saltaba a la vista: Una enorme y amarilla fila de taxis intentaba alcanzarlos por la Avenida el Dorado.

Al sentirse perseguido, decidió cambiarse al carril central que a esas horas, las 8 y 15 minutos, se encontraba más descongestionado. Sin embargo, “la ola amarilla” seguía acercándose al taxi de Borges.


El velocímetro de su taxi marcaba los ochenta kilómetros. Las manos sudorosas de Borges intentaban controlar el resbaloso volante.

El vehículo amarillo culebreaba por entre los tranquilos carros que se desplazaban por la vía. Atrás, la mujer se agarraba fuertemente a la puerta derecha y rezaba entre dientes alguna oración.

Fueron eternos los minutos que pasaron hasta llegar al terminal aéreo. El enjambre de taxis aminoró el paso y se fue desvaneciendo hasta formar un largo hilo de llantas y motores.

Dos policías de tránsito que se encontraban hablando dentro de su patrulla, quedaron con la boca abierta por la procesión de “amarillos” que intentaba entrar a la terminal. Como pudo, Borges parqueó su taxi a un lado del andén principal. Le ayudó a cargar las maletas de la mujer hasta la puerta. Ella lo miraba con ojos de cordero degollado. Entraron al aeropuerto. Cuando se disponía a dejarla a su suerte, la mujer le suplicó que la acompañara hasta la puerta de salida de vuelos. Un arrepentido Borges subió al segundo piso hasta llegar al cubículo de información. La mujer estaba completamente muda, por lo que a Borges le tocó averiguar por la suerte del vuelo de la dama.

“Sí como no señor, el vuelo con destino a Buenos Aires sale en quince minutos”, le informó la señorita de la aerolínea.

Avanzaron por el extenso y amplio corredor alfombrado donde cientos de futuros pasajeros, esperaban su destino en las distintas salas de espera. Borges, al llegar a la puerta de salida de pasajeros, sintió que un poderoso brazo lo empujaba hacia atrás. Era el potente brazo de un gorila vestido de paño y con mirada de asesino. Otro hombre, tomó por la cintura a la mujer que ahora emitía pequeños sollozos de angustia. Bajaron hasta el primer piso del terminal por las escaleras eléctricas, amenazados ambos por dos fríos gatillos que se enterraban en sus espaldas. Caminaron de manera desordenada hasta un corredor que bajaba en forma de caracol al sótano del aeropuerto. Allí, en uno de los cuartos donde se guardan los objetos de aseo, se encontraba un sudoroso y grueso sujeto que se mordía los labios y apretaba sus enormes manos de gorila.

Era Don Victorino Patequiva Cuervo, más conocido en el mundo del ampa como “El Señor Coca”.
“Con que de viaje clandestino no. Pero dígame, desde cuándo había planeado dejarme ¡Ah! ¡No sería desde que comenzó a revolcarse en mi propia cama con el imbécil de mi tesorero!, ¿No es así, doña Ortencia? ¡Pero contéstame, prostituta de mierda! Y, a todas estas, quién es este flacuchento?” “Es el taxista que la trajo hasta aquí, señor”, respondió uno de sus hombres. “¡Ah! El alma caritativa que le cargó las maletas hasta la puerta de espera... Pero se va a morir por sapo, pedazo de taxista, así como se vs a morir usted junto con mi “leal” tesorero, porque, A él también lo invité a esta reunión para que se despidan de una vez por todas... Ve señora Ortencia que después de todo soy hasta buena gente, ¡ahora voy unirlos por última vez para ver si son capaces de ponerme los cachos en el otro mundo! Figueroa, vigile la puerta mientras termino aquí este asunto. ¡Velásquez! Con silenciador por favor. Y que sea lento...”

Las tres almas en pena miraron a su verdugo con ojos de cordero degollado. “No hay nada que hacer, hasta aquí llegué...” se dijo Borges, apesadumbrado. “Y yo que pensaba que esta sería una buena noche...”

El ruido del cargador le heló por completo la sangre. El taxista vio que sus compañeros de infortunio se miraban intensamente y entrelazaban fuertemente sus manos. Ellos tenían algo que pagar, era cierto, aunque su pecado no era como para pena de muerte; pero él, que era un simple taxista de noche, un ser humano común y corriente que nada tenía que ver con aquella novela de terror ¿por qué tenía que morir? ¿Sólo por ser condescendiente con una dama, por hacer bien su trabajo? Injusto destino el suyo cierto, pero era la fin y al cabo, su destino.

El hombre de mirada de asesino apuntó su negra y luminosa arma a la cien de su primer ajusticiado: Borges.
La presión y la angustia de verse en el otro mundo lo hizo vomitar en los zapatos de cuero de su verdugo, quien en medio de insultos y manotazos acercó rabioso a su cien, el frío silenciador de su arma.

“Ahora si se va a morir por sapo y por cochino, taxista de mierda...”, dijo con sorna su verdugo.

Entonces todo se nubló de pronto. El estrecho cuarto de servicio se llenó de humo y una nube de policías antinarcóticos y agentes de la DEA americana, pobló de improviso el lugar. Entre insultos y amenazas de alto, los agentes del orden fueron sacando al narcotraficante visiblemente sorprendido así como a sus matones. Dos policías lo ayudaron a levantar, le preguntaron cómo se sentía y lo llevaron hasta la oficina de seguridad del aeropuerto. Allí le hicieron un intenso interrogatorio sobre el porqué de su presencia en aquella sórdida situación. Luego lo soltaron, mientras escuchaba aturdido que uno de los agentes le contaba a su compañero los pormenores de la captura. Oyó con atención que la esposa del “narco” había informado a las autoridades que su esposo posiblemente vendría al aeropuerto a buscarla; que la operación había sido exitosa y que aquel pez gordo de la mafia ya no volvería a delinquir por lo menos por el momento.

Exhausto, con las mejillas pálidas y los ojos inyectados en sangre, Borges Eugenio Castro se dirigió hacia su taxi “Daewoo Atos” modelo 2000, dejando atrás el revuelo que producían las cámaras de televisión y las fuerzas de orden. Subió su cansada y delgada humanidad al vehículo y se quedó allí sentado, observando concentrado el luminoso y festivo panorama de la noche bogotana. El trabajo, por ahora, podría esperar; aunque recordó que la esposa del narco ni siquiera le había pagado la carrera.


Texto agregado el 30-06-2004, y leído por 141 visitantes. (0 votos)


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