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¡Hola, padre! ¡Pase a conversar un rato con nosotros!
El joven cura transeúnte miró su reloj y asintió: Tengo tiempo todavía. Me quedaré un rato. ¡Pero un ratito nomás! ¿eh?
Entró y tomó asiento cerca de la entrada de “La Picá del Ojo”
¿Qué se sirve, padre, un borgoña, una chicha?
Si sabís que el padre no toma, ¿pa´qué le ofrecís?
Sí. Ya sé que no toma, pero hay que ser caballeros, ¿no es cierto, padre Waldo?
Así es, don Jaime. Gracias, de todos modos.
¿Y cómo Jesucristo tomaba?
Sí, pero no como nosotros.

Era una “Picá”, una venta de trago, frente a la cual nuestro cura pasaba frecuentemente al encaminarse a una de las capillas de la parroquia.
Un tío suyo muy querido había pertenecido a los Alcohólicos Anónimos, lo que le hacía ser comprensivo y amistoso con los parroquianos “guachacas” del lugar, a los que él pasaba frecuentemente a saludar.
Pero lo hacía principalmente porque la garzona que hacía los gruesos y sabrosos emparedados de pernil, u otros platos especiales era su propia hermana.

En el segundo piso servían comida, reducido el menú a dos platos: El primero, invariable, cazuela de vacuno; el otro plato que se podía escoger variaba: Podían ser porotos con rienda o con mazamorra, o riñones con arroz, chupe de guatitas, aunque el nombre más correspondía a chupe de pan con algo de guatitas. Cuando se ausentaba la asesora del hogar de la casa parroquial, él se dirigía a “La Picá del Ojo”. Elegía una mesa pequeña para no estorbar si había mucha demanda de espacio. Generalmente donde diera más luz, para leer el periódico mientras le servían o cuchareaba. Casi siempre, pedía la cazuela.

Antes de preguntar, ya las garzonas que conocían sus gustos, le decían si la chicha estaba suave o fuerte, porque sabían que a él le gustaba lagrimilla. Si estaba “potable” para él, pedía un vasito. De todos modos estaba consciente de que el brebaje, aunque sabroso, era tan falso como los comerciales que presentaba el televisor, colocado bien alto en el rincón opuesto a los baños.
Estos últimos, talvez no habrían aprobado una inspección de sanidad. Ocasionalmente los inspectores tomaban o almorzaban en esa “picada”, por lo que el peligro solo era hipotético.

Característica del segundo piso eran las mesas bien juntas, con el mínimo de pasillo, y sillas que al deslizarlas para tomar asiento o levantarse de la mesa metían una bulla escandalosa.
La escala era empinada. Las que servían la subían y bajaban decenas de veces cada día llevando los platos servidos con una habilidad única.
La planta baja era principalmente para los tomadores, aunque no faltaban un par de mesas pequeñas para sentarse frente a algún suculento causeo o pernil, regado con un tentador “terremoto” o borgoña, o un sabroso vaso de chicha “chiviada”
La mayoría compartían el tiempo, el espirituoso y los gruesos sandwichs de pernil o malaya, al pie de unos barriles frente al mostrador. El dueño, sobrador y con cara de burro mascando limón, los miraba desde el otro lado del mesón. Junto a él, en el rincón hacia la calle, su hermana soportaba esa cara, conversando con los asiduos clientes, los que general-mente se mostraban bastante amistosos.

Cuando el tiempo era agradable, la puerta de vaivén permanecía abierta, lo que permitía ver quienes transitaban por la calle. Fue así como esa tarde vieron pasar al joven sacerdote, y lo invitaron a pasar.
Los parroquianos se sentían junto a él talvez con iguales sentimientos de agrado e importancia que los que hicieron lo mismo con Jesús en su tiempo de tránsito por este mundo.
¡No todos podían darse el gusto de tener en su lugar de “tomatera” a un cura que los tomara en cuenta sin ponerles cara de pecado mortal o los
sermoneara!

Cuando el padre Waldo tomó asiento entre sus amigos, luego de saludar a su hermana y a los presentes, se dio cuenta de que algo pasaba.
Efectivamente, prestaban atención a las noticias de la televisión que el dueño mantenía en el primer piso. “Extras” que hablaban sobre el traslado del ex dictador al hospital al sobrevenirle una nueva descompensación. Algo de cuidado debido a su avanzada edad.

Los clientes formaban grupos afines. Entre los del grupo el cura conocía la historia de varios de ellos, e igualmente de algunas empleadas de La Picá, porque les había ido preguntando de a poco sobre sus vidas. Les encantaba que el cura les preguntara. Consideraban un honor que alguien como él se interesara en sus, aparentemente, minúsculas historias de vida.

Esa tarde abochornada se encontraba, entre otros, El Pincho, llamado así porque al que podía “pinchaba” para conseguir para la caña. También lo llamaban El Tenista por su acostumbrada pregunta: ¿“Tenís quinientos que me “prestís”? Te los devuelvo a fin de mes. Lo que a veces cumplía, para no perder todo su crédito. Como le costaba encontrar algunos pololitos debido a su desmejorada salud, se quedaba rondando por la cuadra, por si alguien lo invitaba o le “prestaba” dinero para tomar. En ocasiones le pedía al padre, desesperado por la falta del alcohol. El nunca le negó las monedas pues comprendía su enfermedad y le daba para un trago y no le sobreviniera el ataque de delirium tremens. Situación muy deprimente cuando tal sucedía.

Otro era El “Murci “. Así lo apodó acertadamente el personal de La Picá del Ojo”. De cabeza pequeña, anteojos “poto de botella”, gruesos bigotes a lo Chaplín, bajo de porte, delgado. Realmente semejaba un murciélago. Hasta que una de las garzonas, cuando entraron en confianza le dijo el apodo que le habían endilgado, recibiendo la reprobación de las demás. El se rió y les dijo, distendiendo el ambiente: No se preocupen, en el trabajo me llaman El Laucha. Ante esto, la hermana del cura le comentó: Entonces nosotras lo subimos de categoría, porque le pusimos alitas.
Tenía algunas tristezas guardadas. El fallecimiento de su esposa Elena.

¡La echaba tanto de menos! Y porque su única hija, Eliana, por quien se había sacrificado con muchas horas extras de trabajo para que sacara su profesión, abandonó los estudios para casarse. Fue otra decepción que no lo abandonaba. Sangrantes heridas del alma que procuraba restañar en “La Picá del Ojo”

En esos ambientes, observaba el cura, el buen humor, además del alcohol, era el remedio más económico y efectivo conque contaban para enfrentar la propia realidad de alcohólicos, con todas sus tristes secuelas familiares y laborales. Allí hacían terapia de grupo, pues desahogaban su corazón sin tapujos y se escuchaban y se condolían con religioso respeto.

El Soñador. Un defensor de la dictadura, aunque después fue desinflando su defensa ante la evidencia de los crímenes y robos. Ahora sólo compadecía al “Tata”, como lo llamaba, debido a su avanzada edad. Soñaba con un mundo mejor pero, para eso, se necesitaba un gobierno fuerte, autoritario, porque “la gente en democracia quiere hacer cada uno lo que se le ocurre y así no se puede”.

No necesitó preguntar de qué conversaban, pero lo hizo como una manera de entablar la conversación: ¿Qué noticias hay?
Del milico que se hizo el loco, dijo el Pincho.
Del Tata, aclaró el Soñador.
¡Sale p´allá con tu Tata, oh!, reviraron algunos. El aludido sonrió y miró para otro lado.
¡Ah, ya! ¿Qué pasó ahora?
Lo llevaron de nuevo al hospital, le aclaró el Murci.
¡Ojalá se muera ese bribón, y deje de molestar, saltó otro.
Dejen tranquilo al Tata, habló el Soñador. Ya está viejo el pobre.
¡Que pobre ni que ná!. Un sinverguenza. Eso es. Criminal y ladrón.

Para ordenar el debate que entró en discusión en la que todos hablaban y nadie escuchaba, el cura quiso conocer la mentalidad de los presentes:
¿Qué creen que debe hacerse con un hombre de esa edad?
Fue entonces cuando el ministro del Señor aprendió una lección de filosofía y justicia popular.

¡Qué se muera de una vez!, repitió el partidario de la muerte. ¡Ese no merece vivir!
¡No! ¡Que se pudra en la cárcel! ¡Ese no tiene perdón de Dios!
Yo lo tiraría al mar, en la parte más honda, con un riel así de grande, y amarrado con harto alambre, para que no se desate nunca.
No “seai” tan sádico.
¡Bah! Si así lo hizo él con otros.
Yo no quisiera que se muriera todavía. Sería un premio para él. Yo lo veo en la cárcel hasta que se muera, sentenció salomónicamente un ecléctico.
¡No! Su abogado, otro pillo, va a conseguir que lo declaren loco y que no puede responder.
Si no lo meten preso, no me gustaría que muriera. Me gustaría que viviera muchos, pero muchos años, sin moverse, en cama, inválido. Por largo tiempo, para que piense y repiense en las barbaridades que hizo y le remuerda harto la conciencia.
¡Qué! ¡Si ese no tiene conciencia!

Entre risueño y concentrado, el cura los escuchaba atentamente, tratando de descubrir la sicología de esos hermanos para los cuales era mejor pasar un buen rato en La Picá y no tanto en su casa. Allí gozaban de libre expresión, y aunque no estuvieran de acuerdo con las ideas de cada cual, se respetaban y no perdían por eso la amistad.
Tampoco se perdían en la lógica académica aprendida por él en sus años de estudio, ni en los oscuros vericuetos de leyes a las que se podía torcerles la nariz

Habiendo agotado su profunda filosofía de la vida, callaron un momento para beber hasta que El Pincho, que tanto lo apreciaba, preguntó:
Oiga, padre, usted ha estado muy callado. ¿Qué haría usted con ese desgraciado, perdonando la expresión? ¿Qué piensa?

Este..., yo pienso que la justicia humana debe juzgarlo y condenarlo, porque creo que hizo harto mal, pero la justicia tiene caminos propios al
go engorrosos y lentos, y que los leguleyos defensores alargan indefinidamente con muchos trámites y blablá.

¡Chis!, esos pueden probar que es de noche aunque el sol esté ardiendo
allá arriba! interrumpió convencido el maestro Jaime, que hablaba poco pero seguro.
Y si no lo condenan, ¿qué habría que hacer, padre?
¡Nada, pues! ¿Qué podríamos hacer nosotros? Absolutamente nada. Lo que sí yo hago es rezar frecuentemente por él para que se arrepienta de lo malo que hizo y el Señor lo perdone.
¡Qué va a pedir perdón ese hue... ¡ay, perdone padre, ese tal por cual!

Puede que sí, puede que no, pero yo de todos modos rezo por él y por todos los que cometieron horrores junto a él. Hay que confiar en que Dios les tendrá misericordia, así como tiene misericordia con ustedes y conmigo, que a veces nos portamos mal con él o con los demás. Yo rezo por ellos, por ustedes, y por mí.
Nosotros somos re vacas a veces con el Señor, padre, pero no somos criminales. Este se pasó.
Un murmullo de aprobación llenó el ambiente. Otros parroquianos se habían ido acercando poniendo atención al tema.

El punto final, la sentencia para el bronce, la puso una de las muchachas que atendían.
¡Qué bueno que el padre rece por todos nosotros, porque harto lo necesitamos! Claro que yo tengo otros deseos para ese sinvergüenza.
¿Cuáles son esos deseos, Margarita?
Ella, aparentando un tono oráculo, como si enviara una maldición sobre la cabeza del condenado por la vox populi, dijo:
Que le venga una diarrea de por vida, explosiva y repentina, de tal modo que nunca alcance a llegar al baño.

El jolgorio, risas, comentarios y añadidos impublicables llenaron el ambiente por largo rato.
Hasta que el avispado Tenista aprovechó un espacio para decir con galanura, haciendo una reverencia ante Margarita:
Salud, entonces, por la Margarita, que ha dictado la mejor sentencia.
Un sonoro ¡salud!, le hizo coro, y todos se apresuraron a escanciar sus vasos.

El joven levita aprovechó para despedirse de todos a la vez, diciendo en voz alta, con la risa todavía en el rostro:
Lo he pasado muy entretenido con ustedes. Muchas gracias, y que el Señor los bendiga. Y salió del boliche, sintiendo tras él las respuestas cariñosas a su despedida.
La lección de filosofía o sicología guachaca había concluido con el broche de Margarita.

Ya afuera, el cura pensó. Yo aquí no entro a predicar, porque ellos tampoco van allí al sermón.
Pero en el fondo de su conciencia él veía que el mejor sermón allí era su presencia, mostrando aprecio y respeto, escuchando. Tal como Jesús lo hizo en su tiempo, con “los pecadores”, como llamaban los fariseos a estas personas que en el fondo, veía, tienen gran empatía con todos, especialmente con sus pares, sabiendo compartir sus momentos de terapia intensiva en la concurrida y popular “Picá del Ojo”.

Texto agregado el 12-06-2010, y leído por 256 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
16-05-2012 Prefiero no saber donde queda esa picá,porque tengo que adelgazar. Salud por la margarita. ¿Y el Tata?...¡Que en paz descance! pantera1
17-06-2010 Muy bueno!! una buena lección, con su sola presencia...me gustó***** silvimar-
12-06-2010 Y es parte de una novela? el cura es un personaje. Me gustó. Buen texto. gamalielvega
12-06-2010 Me gusto mucho el veredicto guachada y la muestra de humanidades diversas =D mis cariños dulce-quimera
12-06-2010 Menuda lección.... Saludos! achachila
12-06-2010 ¿Qué creen ustedes que puede hacerse con ese hombre, que fue un dictador feroz, pero que ahora está anciano y enfermo? El problema de los duictadores feroces es que nunca nadie los enjuicia y castiga o absuelve como debe ser y por eso se reproducen tan tranquilamente. kimono-violetta-
 
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