La última travesía
Julio Allen sabía que las fuerzas le eran ajenas; era un hombre maduro y sabio, particularmente desde aquel día en que comprendió la magnitud de sus propias limitaciones. Sentado en silencio cavilaba; meditaba largamente sobre la travesía que pretendía iniciar, meditó sobre la prudencia y la necesidad, si realmente la experiencia valdría el esfuerzo a riesgo de entregar su propia vida en la empresa; sabía, por supuesto, que las grandes revelaciones y las emociones fuertes suelen ser demoledoras para las almas viejas y los corazones cansados. Enfundado en el mejor de sus atuendos, empujado más por la necedad que por la valentía, se puso de pie y atravesó la puerta. Las posibilidades de éxito estaban en contra, pero eso no sería un impedimento; una última aventura antes de morir podía ser al cabo fuente de vida.
Dio el primer gran paso y no había ya lugar para la reculada. Los años le han enseñado que la única salida para el hombre de ley, que ha puesto los pies en un camino, es el último extremo. Observaba Julio el tamaño de la afrenta sudando profusamente; la sinuosidad y los ostensibles escollos, que en otro tiempo hubiesen sido franco detonante para el valor, le parecían entonces inconmensurables. El corazón daba brincos en su pecho y su latir se hacía evidente en cada extremidad. Presa de una bravura primitiva se lanzó al camino que otras veces, en su remota juventud, vislumbrara como un simple paseo.
La luz era tenue pero no insuficiente, a grandes rasgos se adivinaban los contornos para cobrar definitiva forma en su mente. En un principio el camino le presentó el dilema de dos senderos paralelos, a derecha e izquierda, casi rectos y simétricos; observaba uno y otro, divisaba con dificultad, a lo lejos, una misma minúscula protuberancia que se erguía tímidamente hacia el centro; adivinó con esfuerzo el final y descubrió que ambos confluían en un punto único, oscuro y vegetal. Escogió, como la razón indica, el de la derecha; avanzó lentamente, cautelosamente dando leves respingos, experimentando en su avanzar una turbación inexplicable; se detuvo en el pequeño morro y, desde la singular elevación, fijó su vista en el horizonte. El suelo sobre el que avanzaba era singularmente llano; llegó al punto oscuro, otrora indivisible y aspiró deliberadamente, llenó sus pulmones de aquellas fragancias propias del camino, ajenas a su esencia, dejadas allí por el seguro deambular de otros viajeros, menos atinados y prudentes tal vez; buscó huellas, huellas que ya no estaban, que el tiempo cautelosamente había borrado. Sintió una extraña fuerza que lo arrancó de su estancia y lo obligó a continuar; se extravió en un bosque negro y luctuoso, sintió en sus labios una extraña, mas no desconocida, aspereza. Observó en sus confines nuevamente el sendero, muy cerca, a unos pasos un abismo cataclísmico, cimiente del origen primario; más allá, hacia el frente, una meseta árida bordeada de corvos acantilados y más lejos, una cordillera de suaves contornos dibujaba sus líneas y sus picos vertiginosos y oscuros. Tomó una profunda bocanada y avanzó, sin respirar; bordeando el negro abismo escupió en él intentando adivinar la profundidad de su fin, atravesó la meseta dando pellizcos al suelo, dejando marcas que le servirían de guía en su retorno; se plantó finalmente al pie de la cordillera para saciar de oxígeno su cuerpo, que ya se agitaba, que ya crepitaba rítmicamente, que ya moría. Inició una rápida consecución de pasos, el envión de su carrera fue suficiente para el ascenso; escaló con frenesí y exaltación el primero de los montes, cultivó su ciencia un instante rememorando antiguas escaladas y repasando mentalmente su geografía; por fin llegó a la cima, se detuvo un instante a observar el color desigual de su vértice, lo rodeó una y otra vez, lo asumió, lo oprimió, lo laceró, y descubrió que se erguía. Descendió con desacostumbrada presteza del primer monte, recorrió rápidamente la concavidad que los separaba y se ciñó acaloradamente del otro, levemente más grande y alto; realizó idéntica ceremonia y observó, desde las alturas, el resto del camino. Allí, inmediato, un descenso empinado, más allá una planicie que es el descanso y la unión de dos senderos laterales de incierto destino; más allá de la llanura un único y rudimentario atajo que conduce hacia un muro escarpado. Respiró con dificultad, ascendió el acantilado y descubrió, en la cima del altiplano, un abismo de bordes alargados y fofos, carnosos, una hendidura profunda que emanaba irregularmente una brisa tibia y fragante. Se detuvo. Aspiró tanto como pudo la tibieza entrecortada de aquel dulce ventarrón; se desplomó en los contornos de la fosa y lamió su encanto durante largo tiempo, alimentándose, nutriéndose del vaho y de la ambrosía que afloraba de los bordes de la hendidura cada vez más amplia y frenética; el néctar era precioso y complaciente. Decidió en aquel punto desandar sus pasos, probando a cada palmo el sendero, saboreándolo. Se arrojó y rodó como un niño por el muro escarpado, atravesó la llanura y luego la cordillera en su concavidad, traspasó la planicie y bordeó nuevamente el abismo primario en sentido contrario; se detuvo levemente en el bosque y pronto sus ojos vislumbraron el camino. Se detuvo en una cúspide inexplorada, observó la portezuela del origen máximo, sudorosa y expectante, se deslizó a través de su humedad viscosa, tibia y la asaltó; se detuvo en una saliente rústica y la meció con sus yemas, con su tacto, la empujó, la oprimió, la balanceó y volvió a oprimirla rítmicamente; brotó un manantial cristalino de la fisura. Se sintió tentado, turbado, frenético, agitado; tomó coraje y se sumergió ardientemente, agónicamente en el apretado cubículo. Asomó regularmente a tomar aire; entró y salió, entró y salió, entró y salió, con una cadencia casi musical, hasta que finalmente estalló; fusionó la liquidez en la que se había convertido con el cálido manantial que vislumbrara, mientras las paredes del pequeño recinto se estrechaban y lo comprimían hasta asfixiarlo. Sintió por un instante como su alma intentaba desprenderse de su cuerpo que convulsionaba y se desplomaba ya sin energía, sin oxígeno.
Junto a la ventana empañada de alientos resplandecía la pequeña lámpara, tiñendo de sur a norte los objetos, las formas y los pensamientos; un espejo desconchado agonizaba junto al candil, preservando celosamente instantáneas no develadas, imágenes jamás devueltas de otro tiempo que preservaba intacta su pretérita memoria en cada hebra del colchón. El olor a humedad había desaparecido bajo una pestilencia sutil, de sudores secos, longevos salitrales guarecidos históricamente en cada fibra. El gramófono gemía sordamente un tango, averno de la poesía; desde el rincón más lejano el aparato emulaba acordes entre sonoros rasguños.
El estremecimiento del orgasmo fue magnífico, como lo era el cuerpo de la hermosa muchacha que sonreía y fumaba en silencio, desnuda, junto a él. Hacía largos años que no repasaba un cuerpo al detalle, hacía años que no se entregaba completa e intempestivamente a la travesía del sexo. Aspiró una prolongada bocanada de aire y se entregó, exhausto, al sueño dulce de los vencedores que desdicen las posibilidades, desvirtúan los pronósticos y, finalmente, tuercen el destino asiéndose a una última, agotadora y exageradamente vital, gran victoria.
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