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Siete puertas





I.
Corría el tiempo en el que todas palabras eran neologismos y la retórica cabal constituía una anecdótica ironía, por entonces Dios había muerto estrangulado en la calle de la razón, rodeado de excrementos, ratas y colmillos afilados.
Era de noche. El reclusorio estaba en silencio y nadie advirtió su desvelo ni el desasosiego de su alma, y aunque conocía el propósito que lo guiaba se obligó a dormir; a profanar la tierra de los sueños en la que se exculpan las aberraciones, se licencian las omisiones y se modela la materia hacia formas ininteligibles. Soñó sin idiomas ni símbolos, sin geografía ni fronteras, sumido hasta el ombligo en un fango fétido saturado de gusanos blancos de roce lacerante. De pronto el tremedal fue un océano, sin límite aparente y los gusanos fueron brazos mutilados que lo sujetaban impidiéndole la marcha.

II.
El sueño fue entonces tan vívido que sintió el deseo de dejarse llevar, de dejarse morir en él, de caer al abismo de uno nuevo y menos adverso. Cuatro brazos lo sujetaron entonces por los hombros y lo arrojaron de cara a una costa peñascosa; repuesto del cansancio intentó abrirse paso hacia una pequeña elevación. Ya de pié comprendió que las rocas bajo sus pies eran afiladas, amenazantes. Pensó retroceder mas la sola observación de aquellos brazos mutilados, cayendo desde las crestas de las olas, como cardúmenes de peces extraviados, le conminaron a intentar la marcha. Desgarrado alcanzó el tope de la duna, se arrojó con las últimas fuerzas de su cuerpo y de su espíritu y durmió. Durmió nuevamente sin determinación, durante horas, días, semanas y soñó que dormía sin sueños hasta que se obligó a soñar que despertaba.
Oyó palabras en un idioma o en muchos idiomas desconocidos, sintió en su mejilla el fragor de una respiración agitada, irregular, de aliento cálido, abrió sus ojos y se halló a un palmo de otros grises que lo observaban. Se trataba de una mujer y de un grupo de mujeres, blancas, negras, amarillas y mestizas, delgadas y voluptuosas, desnudas y perfumadas. Entonces la oscuridad se hizo luz.

III.
Intentó moverse pero comprendió el fracaso, sintió el vértigo de una caída al vacío pero se consideró reconfortado, totalmente anestesiado. Su memoria, como su cuerpo, se había disipado en un vastísimo territorio. Vio entonces el indefinible cúmulo de recuerdos, desengaños, frustraciones y nostalgias alejarse de sí como arrastrado por una suave brisa; como instantáneas de otro tiempo y de otro espacio volando y rodando hacia diferentes latitudes. Se sintió colmado de sabiduría, de erudición; las palabras nunca oídas y jamás dichas se arremolinaban y se ordenaban en su boca. Comprendió así que el excesivo peso de sus recuerdos se debía a la finitud de su propia existencia. Fue purificado de prejuicios y colmado de argumentos, libre como adán sin paraíso ni promesa de Dios.
Aquellos ojos grises que lo observaban le señalaron un páramo sobre una meseta a escasos metros y lo alentaron a avanzar. La magnífica mujer articuló palabras pero entonces comprendió cada una de ellas y, con ansiedad pero sin asombro respondió. Avanzó como avanzan quienes recorren un sendero conocido, con la seguridad de los que no temen al camino, sobre miles de huellas dejadas por miles de pies sin rostro ni nombre.
QUI POTARE NON RATIONE POTESIS, ITE PROCUL AB HIS FESTIS, NON EST LOCUS HIC MODESTIS. Rezaba un letrero sobre un arco de acero.
(Quienes no puedan beber de esta razón, marchaos de esta fiesta, aquí no hay lugar para tímidos).
Su primera victoria fue llegar hasta allí, hasta las escaleras del templo que descansaba sobre el páramo como una bestia dormida, respirando, latiendo, en perfecta armonía con el universo que lo rodeaba. Simétrico, blanco inmaculado desde sus cimientos hasta sus terrazas. Siete escalones lo separaban de siete idénticas puertas custodiadas por siete leones. Por temor a ser devorado intentó retroceder pero las mujeres lo impidieron. Subió uno a uno los peldaños y, a cada paso, podía sentir como su cuerpo iba poniéndose en armonía con el universo: vislumbró que sus manos, herramientas indispensables para la creación y el trabajo, eran sólo limitaciones para la concepción de la obra magnánima; comprendió también que sus piernas eran vehículo del cuerpo pero amarras para el alma; que su torso era tan sólo el celoso cofre en el que se guardan con diligencia los engranajes de la vida del soma; intuyó que, incluso su cabeza, no era otra cosa que la bóveda sagrada del artefacto elemental, cuya única finalidad era la de corporizar y dar forma a las necesidades del espíritu. Fue entonces cuando entendió que su cuerpo era precario para la existencia, hecho de carne corruptible; sólo un obstáculo para la verdadera inmortalidad.

IV.
Se echó sobre los leones, se deshizo de su cuerpo y lo arrojó a los animales que lo desgarraron, destrozaron y devoraron sin compasión. No sintió dolor, ni siquiera pena, se alzó libre a la existencia, por sobre los animales, por sobre el universo, se transformó en una vibración libre de espacio y de tiempo y se hizo cuerpo en la grama, en la roca, en la madera marchita de los árboles, en los colores, en las escalas, en la luz y la sombra, en el agua que fluye en el manantial y corre hasta la unión crepuscular del océano con el sol, se hizo fragancia, sudor, latido, se hizo sentimiento, razón, se hizo uno con todas aquellas cosas que transcurren efímeramente, intangiblemente pero cuya existencia es tan vívida y latente en la concepción del hombre como especie, como animal. Halló el sentido más allá de los sentidos y sintió paz, al fin sintió paz.

V.
Atravesó la materia y la primera puerta, a la izquierda, guardando aún el orden tácito de los mortales, libre de sentencias de factibilidad. Libre al fin de su estado físico regido por las limitaciones de la física, se sintió invulnerable, se ubicó en el centro y halló en aquel cuarto vacío todo el poder del sonido en concordia con el universo celeste; pudo hallar forma a las notas musicales, a su vibración, como entes corpóreos avanzando en filas devenidas del caos primario, intuyó todas y cada una de las posibles cuantificaciones, su inconmensurable pero finita posibilidad de orden de superposición; las vio asirse en fusas y semifusas, en corcheas, blancas, negras; las vio pasearse licenciosamente, vibrar hasta apagarse y regresar en un estruendo a surgir en un nuevo acorde, en un nuevo compás, desde la unidad primaria y esencial hasta la melodía definitiva, aquella que sostiene con sus vibraciones el orden del todo. Supo entonces que la música fue dada a los hombres para emular en pequeños ciclos el orden primitivo de la Creación.

VI.
Cuando se sintió colmado de musicalidad, atravesó la segunda puerta. A diferencia del anterior, el segundo cuarto no se hallaba vacío; estaba saturado de objetos y de formas, de colores y sus derivaciones. Rayos de luz partían de los rincones para estrellarse hacia el centro, dando lugar a nuevos, magníficos y más intensos que, como todo fin, iban a dar en un inmenso lienzo blanco dejando trazas de pincel. En aquella obra sin autor aparente se conjugaban los azules y los blancos para estallar en cielo, lago, río y manantial, los verdes destellaban en hojas, gusanos, árboles; todos los colores chocaban en la luz y fulguraban maravillas habituales y, a la vez, frecuentemente olvidadas. Astros refulgentes, animales, estiércol. Contempló la obra con admiración mientras un pequeño resplandor, como de estrella lejana, recorría el lienzo arrojando colores sobre lo espléndido y lo insignificante, sobre lo trivial y lo absoluto. Sólo entonces comprendió que los colores le fueron dados al hombre para inmortalizar su cotidianeidad sobre blancos lienzos; pero comprendió también que el hombre nunca podrá librarse de su subjetividad y su superfluo existencialismo, jamás podrá pintar su todo, pues su todo es un diminuto y miserable fragmento del tiempo y del espacio que ni siquiera posee un don de humanidad.

VII.
Se dirigió en un impulso hacia la tercera puerta. La halló extraña, no poseía una forma sino miles de formas superpuestas, triángulos, círculos, rombos y más. En el cuarto unas y otras se intercalaban y fundía para crear nuevas formas, mucho más complejas. Observó también los elementos que las componían, metal, madera, roca, aire, nada. Mediaba entre todas ellas una suerte de ligando enigmático, intentó dilucidar el elemento pero lo comprendió incognoscible, tan arbitrario pero tan lógico como para ligar formas y elementos de un modo tan extraordinario. Ídolos, estatuas y esfinges lo observaban indolentes; ya sus elementos compuestos no eran más que el producto final de sus formas, dejando de ser roca para ser Ulises, hierro para ser caballo, madera para ser mesa; pero más tarde las figuras y elementos aparentemente dilucidadas regresaban a su estado básico de nada.
Advirtió allí que el universo de elementos y formas conserva un equilibrio arbitrario y que al hombre le fueron dados los componentes para que halle un pretexto a las formas, haciéndolas Ulises, caballos y mesas, una excusa para su propia autocomplacencia, para que él se imagine, absurdamente, artífice de su propio entorno.

VIII.
Atiborrado de música, color y formas traspasó la cuarta puerta. El primer vistazo lo inquietó. Halló al hombre en su concepción primaria, hecho carne y hecho sangre a partir de aquel básico elemento nada. Se arrojó hacia la masa roja y se encontró viajando en un latido hacia los confines del cuerpo, atravesó los pulmones y se aventuró en una ráfaga, viajó en un impulso y chocó contra las pupilas dilatadas por la penumbra, en busca de una imagen imborrable; halló una lágrima fortuita y se deslizó por la mejilla hasta los labios, sintió su propio sabor y se obligó a regurgitarse. Recorrió el sexo, de hombre y de mujer buscando la magnificente explosión del orgasmo, viajó más tarde por heces blanquecinas y corrió en busca del materno manantial, recorrió la cimiente de la vida y engendró un hijo junto a otro ser dentro del ser, navegó en busca de todos los placeres posibles: del roce, de la calma, del sabor; se adentró en todos los dolores posibles: de fuego, de hielo, de acero y se detuvo a meditar en dolores ajenos al propio cuerpo.
Cuando buscando el alma intentó asirse a ella, una fuerza lo expulsó junto con un purulento cúmulo de células muertas.
Comprendió entonces que el cuerpo le fue dado al hombre para transcurrir efímeramente entre los objetos materiales: como su paso, vital e inmaculado, enérgico y deliberado, hastiado y marchito; supo así que el hombre es el único ser capaz de venerar su propia mazmorra.

IX.
Al atravesar la quinta puerta perdió la calma que lo mantenía alejado de toda evocación. Se halló inquieto, perseguido. El cuarto estaba desolado y oscuro; desde sus rincones surgían voces, réplicas, lamentos y carcajadas. Lo recogió una brisa intempestiva y lo llevó a volar por los rincones de la habitación; comenzó a sentir en su alma como siente el alma: la opresión de la angustia, de la desazón, del desengaño y sintió dolor. Aún siendo solo una vibración sintió dolor. Vio la muerte de un ser querido, la partida de un amigo, la transformación y el abandono de su barrio de niño, su primer desengaño, el rostro monstruoso de sus sentimientos más oscuros, sus pasiones vedadas, sus sueños mancillados, sus fracasos, sus aciagos desvelos; vio patentemente el rostro de la muerte. De pronto y sin preámbulos, pasó del dolor a la jocosidad, aquella que provocan esos fugaces instantes de felicidad. Vio el nacimiento de un hijo, la correspondencia del amor, el extraño sentimiento del deber cumplido, de los escasos sueños realizados, de la eficacia fortuita de la suerte, una cálida caricia en la mejilla, un beso, una palabra de aliento, la concepción y el discernimiento, el mágico fragor del éxtasis.
Vislumbró entonces que al hombre le fue dada el alma para verse obligado a vivir eternamente la dramática dualidad de la alegría y del desdén, de la razón sin razones, de la comprensión sin omisiones; pero al hombre le había sido dada el alma por un motivo mucho más substancial: trascender la putrefacción de la carne.

X.
Cuando se dirigió a la sexta puerta aún conservaba la capacidad de sentir, de afligirse, de alegrarse de ser y la atravesó sin prolegómenos.
Dentro de la habitación halló el alfabeto oscilante, pero el alfabeto en todas las lenguas gestadas por el hombre desde el principio de los tiempos. Las letras componían palabras, las palabras frases, las frases se ordenaban en párrafos que se desgranaban y precipitaban. Extraordinaria poesía se disipaba con la misma velocidad con la que se constituía, magníficas novelas se perdían en granos delgados de arena. Recordó por un instante su escuela, allí donde aprendió todo lo que debe olvidarse; recordó los miles de libros que recorrió con avidez y que jamás lo sustrajeron de la ignorancia. Chocó con discernimientos filosóficos, profundos algunos, austeros los otros, comprendió que la filosofía de los hombres no radica en la veracidad o exactitud de la respuesta sino en la formulación magnífica y esperanzadora de la pregunta misma, que todo pensamiento humano está destinado a intentar hacer un poco menos desdichada y precaria la existencia de la humanidad.
Advirtió que, en sentido universal, el paso de los hombres en tiempo es infinitesimal, despreciable. Comprendió que el hombre, en su vano intento de infinitud, dedujo la capacidad simbólica de comunicar, de comunicarse. Inventó las letras para perpetuar las ideas más allá de su efímero paso por el universo, se convirtió en esclavo de sus propias creaciones, dejó de ser libre en su tiempo para vivir preso en el tiempo de sus relojes y, en su fallido intento de acercarse al absoluto, se volvió anónimo e impersonal, haciéndose eco de otras letras y de otras ideas. El hombre intentando hallarse se extravió definitivamente.
Por desalentador, abandonó el sexto cuarto rápidamente.

XI.
Sin esperar más ingresó en el séptimo y último. En él, a diferencia de lo que podía imaginarse, no había una nueva entrega de conocimiento universal; allí se hallaba el compendio de los anteriores seis cuartos en un único espacio al que no podía llamársele cuarto, pues en apariencia era infinito. En él convivían en perfecto equilibrio las melodías, los colores, los elementos y las formas, el cuerpo caduco de los hombres y sus almas vanamente inmortales, las letras y el pensamiento todo, regidos por un orden abstracto pero latente que algunos han dado en llamar Dios.
Intuyó entonces que el universo fue dado a los hombres en su totalidad, pero a cambio se le ha impuesto convivir con la trágica ironía de su futilidad, de su pequeñez y su efímera existencia.

Lleno de pesar concentró todo el poder de su instante en despertar. Despertar de un sueño, dentro de un sueño, dentro de un sueño hasta su nefasta realidad, cargando el excesivo peso del conocimiento universal.

XII.
Despertó. Aún era de noche y nadie advirtió que despertaba. Sentado en su lecho esperó el alba como todos los días. Los guardias abrieron la celda y se arrojó violentamente sobre ellos, se deshizo de su cuerpo para que lo destrozaran sin compasión. No sintió dolor, ni siquiera pena, se alzó libre a la existencia, por sobre los animales, por sobre el universo, se transformó en una vibración libre de espacio y de tiempo y se hizo cuerpo en la grama, en la roca, en la madera marchita de los árboles, en los colores, en las escalas, en la luz y la sombra, en el agua que fluye en el manantial y corre hasta la unión crepuscular del océano con el sol, se hizo fragancia, sudor, latido, se hizo sentimiento, razón, se hizo uno con todas aquellas cosas que transcurren efímeramente, intangiblemente pero cuya existencia es tan vívida y latente en la concepción del hombre como especie, como animal. Halló el sentido más allá de los sentidos y sintió paz, al fin sintió paz.

Texto agregado el 11-06-2010, y leído por 231 visitantes. (2 votos)


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