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Ménage à trois






Ana acomodó su falda, enjugó la tibia y húmeda fusión de sus cuerpos con las bragas y lo observó con pena. Él sonrió, acercó el rostro y besó sus nalgas. Ella se distanció esbozando una sonrisa.

-Cuéntame. Anda, cuéntame con detalles de qué modo te lo hace Lucas- le dijo macerando las yemas en su sexo y mordiendo suavemente su cuello -Lo que me perturba, Ana, no es compartirte, sino la incertidumbre de lo que se yergue a mis espaldas. Me aturde el no saber cómo se comporta él entre tus piernas y cómo tú le respondes. Quisiera saber qué cosas te hace, qué cosas le haces, hasta dónde sabe llevarte y si tu cuerpo se manifiesta así, de este modo, espectacularmente, como cuando estallas bajo mi peso.

-No creo que eso importe verdaderamente- repuso Ana retirándole bruscamente la mano.

-Si no me importara no te lo preguntaría.

-Algunas cosas permanecen a buen recaudo en la ignorancia, Andrés. Hay muchos secretos que pueden parecerte imprescindibles de saber, pero si en verdad los supieras podrían no agradarte.

-No seas cínica, Ana. Lo que me estás diciendo con tus evasivas es que él es superior. Si fuese yo el mejor de tus amantes no dudarías en decírmelo.

-Ambos son, a su modo, mejores y no es verdaderamente importante que sepan cuáles son sus virtudes específicas- repuso la muchacha sollozando.

-¡Eres una cínica, despiadada, eres una hipócrita!
La joven hizo una pausa, respiró profundamente y dejó escapar un suspiro melancólico.

-Ya no es sano continuar, Andrés. Ni para mí, ni para ti, ni siquiera para él.

-¿Él también te ha preguntado estas cosas, verdad?

-En verdad, no creo que Lucas tenga conciencia de que tú existes.

-¿Y qué cosas le dices cuando llegas apestando a sexo?
Ana comenzó a llorar, desgranando sus ideas y perfilando las palabras para la estocada inevitable.

-Andrés, creo que lo mejor es terminar con esto. No tengo la madurez ni el valor para seguir- dijo y volteó el rostro hacia el espejo, observándose abatida y temblorosa. Dudó que el cristal estuviese devolviendo su propia imagen y se obligó a pensar que aquella figura, semidesnuda y sucia, era una instantánea de otro tiempo y de otra mujer, desafortunada, desconocida, ilusoria.

La luz de los faroles de la calle comenzaba a filtrarse a través de los resquicios. Las sombras dibujadas por la iluminación mortecina, conferían a ambos rostros un perfil deplorable. Una sirena y el ladrido de un perro quebraron aquel instante de silencio y contemplación. Ana encendió la lámpara, menos empujada por la necesidad de echar luz sobre ese instante que por el impulso que lleva a los humanos a escapar de los fantasmas anónimos que se guarecen en la oscuridad.

-No me puedes negar que te gusta este jueguito de placeres- dijo Andrés mientras se acercaba despaciosamente al borde de la cama, con el miembro erecto, como si aquella conversación, lejos de aplacar los impulsos de su deseo, los alimentara y cobraran nueva vida y nueva imagen en su imaginación.

-No puedo negarte que mi cuerpo se siente complacido- expuso Ana -Pero mi mente, Andrés, mi mente es frágil. Temo menos a la muerte que a la locura y siento que, de a poco, estoy enloqueciendo. No es justo para nadie. Imagínate a qué punto he llegado que no podría permitirles que me prohíban hacerlo pero sé que no podría soportar que ustedes tuviesen algo más allá de mí.

-Entonces sí quieres continuar con ambos.

-No, Andrés, no puedo; ya he tomado una decisión.

-Por tu mirada no creo que aquella decisión me favorezca- dijo Andrés con voz temblorosa -¡Piénsalo Ana! Si de este modo hemos sabido ser tan felices…

-Andrés, esto es demasiado difícil para mí, pero voy a continuar con Lucas o con ninguno. Aunque no lo comprendas aún, en algún momento entenderás que esta medida también te favorece. Quizás resultes el más beneficiado en esto.

El rostro de Andrés sufrió una violenta metamorfosis, su expresión, otrora contemplativa y débilmente lujuriosa, mutó en un cúmulo de líneas corvas y profundas que manifestaban claramente un enredo de ira y desdén. No pronunció palabras, acaso sus gestos exteriorizaban todos los vocablos desgarrantes que el último atisbo de razón ocultaba a los oídos. De pronto las sensaciones inimaginables adquirieron forma en su cerebro y las frases, dichas y no dichas, se estrellaron contra un muro impenetrable de silencio, con resignada demencia; como una persona que sostiene, a voluntad, una poderosa bomba que sabe a punto de estallar y comprende que no hay en la acción heroísmo ni entrega, sino simplemente la fatalidad de una decisión inexpugnable. Mantuvo el silencio a pesar de sentirse desgarrado por dentro, seco, áspero; como si hubiese ingerido de un golpe un balde de arena o de ácido. Ana no evidenció la angustia, imaginó desatinadamente que aquellas palabras no dichas eran soporte vital de las mencionadas; palabras innecesarias en ese resquicio de entendimiento. Interpretó ella el silencio como una dolorosa resignación, como una invitación al sosiego, a la tan deseada calma.

Él se acercó lentamente al cuerpo tembloroso de Ana, afirmó la boca en su cuello y aspiró la fragancia vulgar, mezcla de maquillaje barato y perfume empalagoso, de puta. Ana intentó articular y Andrés la detuvo posando el índice sobre sus labios. Él la observó intensamente, alzó la falda hasta la cintura y trazó, con la lengua, un sendero de humedad desde el hombro hasta los glúteos. Ella se dejó llevar nuevamente encendida por un deseo silencioso e incomprensible, pernicioso pero inevitable. El cuerpo de Ana crepitaba al paso de aquel idioma pagano, arqueada su espalda en convulsivos impulsos de placer ajenos a toda razón. Andrés la arrojó sobre la alfombra como si se tratara de un costal o de una muñeca; se sumergió desesperado entre sus piernas y recorrió los contornos, exploró las profundidades, sorbió los repliegues y la dejó allí, echada en el suelo, jadeante y deseosa de su hombría. La tomó sin convicción y sin prisa, casi con asco; sintiendo cada embestida como una puñalada en la carne del enemigo. Ella, entregada totalmente al placer mezquino, no advirtió en los ojos de Andrés la aspiración mortal de los embates. Corcoveó el cuerpo de Ana bajo los influjos absolutorios de un orgasmo mientras su mente se dispersaba en el limbo, en ese páramo instantáneo donde es posible rozar la materia de lo intangible.

Andrés pensó de pronto en Lucas; un Lucas sin facciones ni rostro, como si se tratase simplemente de un nombre repetido en la boca de la ramera, un ser inmaterial o acaso una sombra, su propia sombra, tal vez. Se colocó entre aquel sucio par de piernas, vestidas tan sólo con el negro y rasgado par de medias, en la indiferente posición de alguien que obra por cumplir; alguien que no sabe hallar en una mujer el aroma evidente de otro hombre, de otro sudor, de otro semen; alguien que la penetra como una predestinación, como un compromiso irremediable inherente al un título de esposo, marido -mas nunca de amante-; alguien que no se disgusta, como él mismo, del viscoso néctar del paso de otros pies, de otras manos y de otro sexo. Pero no creyó posible que ella, Ana, su Ana, la compartida, la insustancial, la fatalmente conocida y multiorgásmica ramera, fuese capaz de escoger a ese alguien y no a él. “Mírala” -pensó- “gozando como una puta, llenándose de este vacío, de esta nada que nos une y nos separa. Maldita puta; maldito nadie, Lucas”.

Detuvo abruptamente sus embistes mientras el cuerpo de la muchacha continuaba crepitando en una sucesión desenfrenada de orgasmos.

-No te detengas, LUCAS, por favor no te detengas- exclamó ella mientras rodeaba la cintura de Andrés con sus brazos, obligando a sus cuerpos a la proximidad y a la fricción, sin percatarse de su error siniestro.
La mente de él estalló bajo la demasiada presión de aquellas inoportunas palabras. Sintió diluirse entre las letras pronunciadas la última pizca de lucidez, el último rastro de piedad.

-¿LUCAS? ¿Me has dicho Lucas?

-¡Por favor, olvídalo, continúa!- exigió Ana restando importancia a lo sucedido -Te necesito dentro, más adentro.

Andrés se puso de pie con violencia, la observó a los con todo el odio del que es capaz un hombre y la pateó en el abdomen. Ana se arqueó de dolor.

-Tú no comprendes, Andrés- dijo con la voz en un hilo, sofocada.

-La que no entiende eres tú, puta de mierda, ramera asquerosa. Todo este tiempo no has hecho más que pensar en él, en tu Lucas, en ese cerdo.

-Andrés por favor, ya basta, déjame explicarte.

-No necesito ninguna explicación- dijo Andrés y caminó junto al cuerpo corvado de Ana.

Tomó él la lámpara que permanecía sobre la mesa de noche, aquella que echara luz sobre la tenebrosidad de aquel instante y arrancó de un jalón el cordón de la pared. La habitación, los objetos y los cuerpos regresaron a la penumbra, a mostrar tímidamente sus contornos con la temerosa luz de la calle filtrada a través de los resquicios. Andrés alzó los brazos, sujetando fuertemente el farolillo de pesado roble. La joven gritaba con desesperación, intentaba sofocar ese intervalo con palabras que eran, a pesar del alarido, inaudibles para él. Observó Andrés, como una línea plateada, el perfil de Ana, sus facciones efímeras, casi invisibles y golpeó, con un único lanzamiento fatal, el cráneo frágil de la muchacha. El sonido fue estremecedor, un estallido similar a la fractura de un leño o a un choque de trenes, lo mismo da. Pudo sentir, casi inmediatamente, la tibia y viscosa humedad de la sangre escurriéndose bajo sus plantas y el aroma herrumbroso del líquido vital. Todo fue silencio entonces. Ana yacía sobre la alfombra, muerta, vacía, inerte como un saco de huesos.

Andrés avanzó, dejando huellas de aquel rastro rojizo y pegajoso, hasta el interruptor al otro lado del cuarto. Lo encendió y contempló la escena: Ana sumergida en un pantano de sangre y sexo, con la cabeza hendida por el golpe, sobre la sien. No sintió culpa, tampoco dolor. Echó sobre la cama la lámpara ensangrentada y enjugó las salpicaduras de su rostro. Ingresó al baño y se sumergió en la tina, lavando oportunamente los residuos asquerosos de aquella noche inolvidable, rememorando cada instante, cada roce, cada beso. Sintió una fuerza inevitable, tomó su miembro bajo el agua caliente y comenzó a frotarse. La inmersión revivía en su recuerdo, con los ojos cerrados, la sensación de calor húmedo y la débil opresión del sexo de Ana.

A punto de una eyaculación estaba cuando un repiqueteo familiar lo arrancó del trance. El teléfono sonó una, dos, tres veces. La contestadota se activó. Desde el aparato Ana, su Ana, ahora de nadie, soltó una frase absurda, con voz alegre, jocosa, fingidamente feliz: “¡Hola! Somos Lucas y Ana. En este momento no podemos atenderte, pero si lo deseas puedes dejarnos un mensaje después de la señal”.
El pitido lo sacó de quicio y sintió deseos de destrozar el artefacto con la misma lámpara con la que destrozó sus anhelos y extinguió la vida de la muchacha. Luego de la señal, la voz al otro lado enunció: “Señora Ana Luque, si se encuentra en casa por favor responda. Habla en Doctor Lupoli. Es urgente”. Andrés salió de la tina y corrió al teléfono. Tal vez el tal Lupoli fuese uno de los tantos amantes de aquella ramera, uno más, uno de quien él no sabía.

-¡Hola!- respondió Andrés.

-¡Hola!- dijeron al otro lado de la línea -Por favor con la señora Luque.

-La señora Ana está indispuesta en este instante. ¿Qué desea?

-¿Quién habla, señor Lucas?

-El señor Lucas no se encuentra y la señora Ana está indispuesta, como ya le dije.

-Tiene usted una voz muy parecida a la del señor Lucas. Soy el Doctor Lupoli. Necesitaría conversar urgente con la señora Ana.

-Dígame usted qué desea Doctor. Soy Andrés el cuñado de Ana. No creo que tenga usted algo que decirle de lo que yo no pueda enterarme salvo, por supuesto, que usted y ella sean amantes- dijo Andrés soltando una risa nerviosa.

-No señor, nada de eso. Es por un tema en particular, sobre el señor Lucas.

-Dígame usted, Doctor, yo se lo transmito en cuanto pueda.

Se produjo un silencio al otro lado de la línea. El Doctor Lupoli dudaba seriamente si dejar el recado con aquel extraño, pero dada la urgencia accedió.

-Muy bien, señor Andrés. Dígale a la señora Ana que me llame en cuanto pueda, tengo aquí, en mi mano, los estudios del señor Lucas. No se trata de esquizofrenia, como creímos inicialmente, sino de un severo desorden de personalidad múltiple. Sé que ella lo ha manejado bien sin ayuda profesional hasta ahora, y puede haberle parecido hasta divertido lidiar con este caso, pero la segunda personalidad en este tipo de patología suele ser antagónica a la habitual, e ir profundizándose con el tiempo. Puede resultar que el señor Luque se torne pasional, irascible e incluso peligrosamente agresivo. Sería bueno que lo traiga al sanatorio cuanto antes para iniciar el tratamiento.

-Yo se lo comunico, Doctor. No se preocupe- dijo Andrés y colgó el auricular.

Una lágrima ajena comenzaba a rodar por su mejilla y el cuerpo de Ana comenzaba ya, como su propia vida, a descomponerse.

Texto agregado el 11-06-2010, y leído por 226 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
27-05-2015 Espectacular abulorio
13-06-2010 ***** 1geisha
11-06-2010 Peligroso desdoblamiento. Espectacular tu texto.. 'una lagrima ajena'..Tantas veces uno puede ser otro. Mildemonios
 
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