Los amantes
Se conocieron en un club porteño, en un aniversario, una kermes, o en un sepelio. Se amaron casi inmediatamente, con la efusión de lo reciente y el brío de lo prohibido. Cecilia y Daniel pertenecían a mundos opuestos e irreconciliables. Siempre supieron que su amor jamás podría ser público y menos aún aceptado; pero como bien se sabe, el amor, cuando es verdadero, no respeta convenciones ni se sosiega con escollos.
Una tarde decidieron huir, con tan sólo una maleta, renunciando a todo aquello que no fuese su pasión. Durante siete días y siete noches se entregaron al ardor de sus cuerpos, alimentándose de besos encendidos y bebiendo sudores y otros jugos propios del amor.
En el amanecer del octavo día, cuando los primeros rayos del sol se colaban a través de la ventana y revelaban sus cuerpos desnudos, mustios, viscosos, abatidos y feos, ella disolvió sus pupilas en los ojos de Daniel y le dijo con voz apenas audible:
-Nunca me tientes a amarte más allá de lo posible, jamás me alientes a dejar de amarte.
-Nunca es mucho, jamás es demasiado. El amor podría no durar toda una vida pero bien podría la vida durar lo que el amor- dijo Daniel y tomó del equipaje dos copas y un delgado botellón.
Sirvió el néctar, acaso un licor. Extendió la copa, ella la tomó y entrelazaron los dedos de sus manos libres.
-¡Brindemos!- exclamó Cecilia –Brindemos porque nuestro amor será único en el universo y no habrá de extinguirse mientras dure nuestra vida- sentenció.
Fundidas sus miradas en la profundidad de los ojos dilectos y plenos de amor, ambos bebieron de un sorbo el amargo extracto de la cicuta.
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