Es difícil plantear la idea de cómo nuestras relaciones han mutado desde una antigua concepción de la realidad en la cual éramos educados de una forma tal, que comprendíamos la realidad como una serie de hechos repetitivos, y de los cuales todo lo que nos acontecía, o estaba destinado a suceder, cumplía la función de cubrir nuestras necesidades para siempre, elevando aquello a todos los planos, e interactuar a nivel sistemático en todas nuestras relaciones.
De pronto se arraigó en nosotros la idea de que nada dura para siempre, se estableció con ahínco la idea de que tan sólo debíamos vivir el momento, el presente, sin considerar la historia de los hechos, aquella idea de que no debemos entregar nada, sin recibir primero algo a cambio. La romántica imagen del amor ideal, herencia del feudalismo, en la cual el caballero estaba dispuesto a cualquier cosa por obtener el cariño de una mujer, cualquier proeza, sin importar su naturaleza, ni cuan riesgosa fuera, dado que se exaltaba la valentía, la osadía y el coraje, para alcanzar el heroísmo; imagen hoy por hoy distorsionada y disfrazada tan sólo para obtener placer.
¿Pero dónde queda el amor? ¿A dónde se va aquella verdad exhaustiva, buscada por todos nosotros? La verdad es que mientras más cerca estamos de aquella verdad, mayor es el miedo, mayor la incertidumbre, mayor la esperanza. Y es que mientras buscamos aquella verdad que nos complementa toda incertidumbre se va haciendo más cierta, se va reduciendo el espacio de la duda, y queremos abrazar esa luz de esperanza entre nosotros.
Podemos entonces debatir frente a aquella premisa que dice que nada dura para siempre, con un breve análisis ontológico de lo que esta significa. Si pensamos en la nada como algo que no tiene duración, y es algo válido, porque no existe, no ha sido siquiera concebida, por lo tanto no es una verdad generadora de conocimiento.

Entonces, en el momento que una realidad, y bajo el alero de un contexto dado, deja de ser nada, y se convierte en un todo pasamos a una transición desde un sistema independiente y aislado, a un sistema independiente que interactúa con nosotros, y que es la que va unificando un todo.
Así cada realidad nos va moldeando como sujetos libres capaces de asimilar por nuestra propia cuenta las distintas verdades, a la vez que condiciona nuestro desenvolvimiento en sociedad.
En síntesis, podemos concluir que para nuestra mente es fácil discernir como están constituidas las relaciones, y su perpetuidad en el espacio- tiempo, pero para el corazón es difícil de comprender, ya que este mismo tiene tendencia al desorden, dominado por el jinete de las emociones.