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Inicio / Cuenteros Locales / psicke2007 / Historiales clínicos de la vampira: Enemigos íntimos.

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Cerca de medianoche

11:13, marcando un record de velocidad, Lucas pasó la entrada de la clínica, donde Charles y su gente habían dejado los autos estacionados de cualquier modo, y aminorando la marcha de su 4x4, rodeó el muro hasta la parte de atrás. Sólo tenía el rifle de dardos que le prestó Vignac y la esperanza de que la policía local le hiciera caso pronto. También tomó la pistola de su padre que había guardado en la guantera y se la puso en el cinturón. Si le habían hecho daño a alguno de sus pacientes, iba a querer algo más dañino que sedantes.
Pasó sin ser notado entre los pacientes y los jóvenes que se retorcían en una burlesca danza india en torno al fuego, y se detuvo, percibiendo esa sombra esbelta contra el muro blanco. Tuvo el impulso de subir, atraparla y sacudirla, pero por el rabillo del ojo notó lo que pasaba en el salón. No le importó la presencia de Charles mientras corría a verificar el pulso de Cristina. Su cabeza colgaba del sofá, estaba demacrada y tenía cardenales en los muslos.
Apuntó el rifle y como por arte de magia esquivó a los atacantes que pretendían cerrarle el paso hacia su adorado Charles. Ya se había acercado lo suficiente para disparar, pero Lina emergió entre los dos de improviso, y de un golpe en el mentón lo arrojó al piso.
–Te lo debía, querido –pronunció con voz que prometía, mirando de reojo a su novio.
–Siendo nuestro anfitrión no puede perderse la fiesta –retomó él con sorna, en cuanto Lucas se levantó y notó que estaba acorralado. Sólo podía abrirse paso a disparos, y no tenía la seguridad de que sirviera de algo―. Además, necesitamos un sacrificio decente ¡y qué mejor que un caballero de abolengo, heredero directo de una rancia orden cristiana!
Su rostro, veteado de anaranjado por el fuego que crepitaba tras el ventanal, se había vuelto una imagen satánica; su voz in crescendo asustó a su propia gente.
Por su parte, Lina necesitó toda su fuerza de voluntad para dominarse. Tenía que, no podía perder su aplomo, era una Tarant. Cuando lo conoció, y lo trataba con reserva y precaución, nunca imaginó el esfuerzo que requeriría de ella volver a hacerlo, como comprendió al sentir la opresión en sus entrañas al escuchar lo que planeaban hacerle al doctor Massei.
Como revancha, Charles le exigiría rendir pruebas muy duras. Bajo su mirada atenta, le quitó el arma y la chaqueta, destrozó el celular entre sus dedos, y haciendo caso omiso a las preguntas del doctor, lo despojó de su camisa arrancando algunos botones en el proceso. De pronto, se detuvo con expresión aburrida, y se volvió hacia Charles:
–¿Dónde lo ponemos mientras tanto? ¿En el sótano?
–No, eso lo tengo reservado para nosotros. Que Johnie lo meta en una de sus celdas.
Mientras se lo llevaban, Lucas tuvo la audacia de replicar: –Aquí no tenemos celdas.
–Pareces muy valiente, ¿acaso esperas algún auxilio? –se rió Charles.
Hacía rato, las Leroi se habían dirigido hacia la localidad de Santa Rita y como la comisaría no contaba con muchos efectivos en la noche, les fue fácil dominarlos. Hasta la mañana nadie notaría nada extraño. De esta forma, que ya habían perfeccionado en Europa, eligiendo pueblos apartados y pequeños para sus fiestas y comprando o silenciando a las autoridades, se aseguraban privacidad. Lucas esperaba en vano que llegara alguien, caminando sin descanso el corto tramo entre la ventana y la puerta, y los minutos pasaron hasta que empezó a desear que sucediera algo.
En tanto, Vignac sacó el jeep de la carretera y se internó en un terreno oscuro, escabroso, lleno de pozos ocultos por la maleza. La tranquilidad del campo era espectral. No había luz, no se sentía ningún ruido civilizado. Una neblina helada se levantaba de la hierba fragante, y los insectos nocturnos chirriaban desde los árboles. Casi medianoche. Detrás de un pequeño monte de pinos divisaron la casona y siluetas moviéndose a contraluz.
Cruzaron el césped sin ser notados. Sobre la terraza, se desplegaba un círculo de hombres y mujeres, que no les prestaron atención hasta que Vignac disparó al aire.
El círculo se abrió para recibirlos. El cazador ascendió en silencio los escalones seguido por sus dos acompañantes, aunque meterse entre esos ojos y dientes brillantes los inquietaba. Dasio se persignó, sintiendo la presencia del maligno. Vignac se sobresaltó violentamente al divisar tras el ventanal una figura femenina que colgaba de una cadena en medio del salón, por suerte sollozando aún, mientras una rubia voluptuosa de rostro sombrío le sostenía las piernas y plantaba una cuchilla contra su estómago.
―¡Deirdre! ―al escuchar su rugido, la rubia se volvió, sorprendida, y Deirdre cesó su llanto, reconociéndolo en el acto―. ¡Monstruos! ¡Suéltenla y abandonen este sitio ahora!
Sebastián avanzó con precaución, la escopeta apuntando a la cabeza del líder, mientras sus ojos escaneaban el lugar en busca de Massei, y Dasio lo cubría, ignorando las miradas de la congregación, indignada por su interrupción.
Sólo faltaba saber quién haría el primer movimiento.
Fue Charles quien hizo una seña y unos jóvenes, hasta ese momento tumbados en un sillón con suma tranquilidad, saltaron sobre ellos.
Vignac empezó a disparar sin vacilar, Sebastián se defendió a los golpes, Dasio se tuvo que sacudir de encima a una vampira que le había clavado las uñas en la espalda. Cayó junto a una mesa volteada en la confusión. Cerca, Deirdre se agitó, sintiendo el frío del metal sobre su piel. La cruel belleza se divertía jugueteando con la hoja, esperando ansiosa la señal de su amante, quien le había dicho que debía empezar a cortar en cuanto llegara el cazador. Sólo esperaba captar un poco de su atención.
Alguien se abalanzó sobre él y Vignac no dudó en vaciarle dos tiros a quemarropa, que lanzaron a una criatura ávida de su sangre contra un sillón. Sin inmutarse por la suerte de su amigo, las Leroi se acercaban lentamente, rodeándolo, cerrándole el paso.
―Lo siento, pero no pueden quedárselo ―les advirtió Charles, al tiempo que Lina aparecía por el pasillo, alertada por los disparos―, es mi regalo para mi amada Niobe…
En tanto, Sebastián había saltado sobre la rubia, y haciendo aparecer una fina daga de entre su ropa, se la ensartó en el cuello. Al tiempo que la mujer emitía un gruñido y caía, sosteniéndose la herida, Dasio disparó contra la cadena, saltaron chispas y Deirdre cayó al suelo.
Vignac se había refugiado en la oscuridad del comedor. Cuando dejaron de sonar sus disparos, los vampiros se animaron a entrar: se había arrojado por el ascensor de carga a la cocina. Charles se acercó, furioso, y mandó que lo terminaran.
–Espera –interrumpió Lina con voz áspera–. Él es mío. Déjame que yo me ocupo del señor de Vignac.
–Ajá, está bien. No pretendo quitarte ninguna presa, querida –murmuró su prometido, tomando y besando la mano que había colocado en su brazo para detenerlo–. Ve y tráeme su cuerpo, vivo o muerto, no me interesa.
―¡Roy! ―gimió Deirdre, al sentir que la puerta se cerraba de un golpazo tras la vampira.
Tenían que preocuparse por salir vivos de esa clínica. Dasio le dio un empujón y ella se encontró en el pasillo bajo la luz mortecina de los focos de emergencia, escuchó que le gritaban que corriera y después de un momento de duda, arrancó a correr aterrada, hasta que se vio en la recepción. Se zambulló en su antigua oficina y cerró la puerta. Quedó sumergida en la oscuridad, tratando de calmar su respiración para no hacer ruido.
Los caballeros le habían dado una oportunidad para huir, pero Charles descargó su ira en su lugar sobre Sebastián, arrojándolo contra el ventanal. Atravesó el vidrio y cayó en la terraza, entre una miríada de vidrio templado, como gotas de mercurio.
Cuando recuperó la conciencia notó que no podía levantarse, y le ardía el pecho. Debía tener algunos huesos rotos. Ni Charles ni sus vampiros tenían interés en su sangre cristiana y moribunda, así que lo habían encerrado con Dasio en una habitación, para usar más tarde.
―Nos quitaron las armas, pero no notaron esto ―le susurró su compañero, desenvainando la delgada navaja oculta en su crucifijo―. Debemos esperar con calma una oportunidad para salir de aquí…
Lo interrumpió un chasquido en la puerta. Alguien había descorrido el cerrojo exterior, pero cuando Dasio se acercó a escudriñar por la ventanita, no vio a nadie.


Enemigos íntimos

Habían dejado el auto pegado a la puerta del garaje, de modo que nadie pudiera abrirla.
Vignac giró sobre sus pasos para buscar una salida por la ventana del lavadero o la cocina, cuando se chocó con dos hombres que venían saliendo del sótano. Por un momento, sobresaltado, dudó, temiendo disparar a empleados de la clínica que no se hubieran enterado de lo sucedido arriba. Ellos intercambiaron miradas. Los reconoció. Los dos vampiros que lo habían mandado al hospital poco tiempo atrás.
―Cuidado ―les advirtió Lina, justo después que la bala saliera directo al muslo del que venía a la izquierda, haciendo detener su carrera en medio de un rocío de sangre al tropezar con su propia pierna inutilizada.
Mientras, su compañero se lanzaba sobre el cazador, quien ya se lo esperaba y lo esquivó, al tiempo que le clavaba en las costillas un espadín que sacó del sobretodo. Luego le apuntó a la cabeza para darle el tiro de gracia, pero Lina sostuvo su brazo en alto, mientras ordenaba a los vampiros que se fueran. No le caían simpáticos esos dos, pero no podía permitir que mataran a su gente frente a sus ojos.
El espadín zumbó en el aire y tuvo que soltarlo para evitar que le marcara el rostro. Al retroceder, él volvió a embestirla de punta. Ella sintió que tropezaba con algo, una silla. Alargó el brazo, la interpuso entre los dos al tiempo que Vignac se adelantaba, y la giró, haciendo saltar la espada de sus manos. El cazador no se detuvo y la enfrentó, ahora con la pistola en su mano derecha. Disparó. Una bala pasó rozando su vestido. Otra se clavó en el techo y otra rebotó entre las ollas, al tratar de acertarle compitiendo con la agilidad sobrehumana de Lina y al mismo tiempo esquivando la cuchilla de cocina que le había arrojado.
De improviso, los tubos fluorescentes del techo guiñaron y se apagaron. Ella podía sentir claramente la respiración entrecortada y ronca del hombre, que ya sentía el peso de los años. Vignac se había refugiado bajo la generosa mesa de madera que usaban para amasar ―tenía que cambiar el cargador de su arma, y tratar de recuperar el aliento y pensar una estrategia.
No estaba a salvo, ella tenía la ventaja de sus sentidos en la oscuridad casi absoluta. No tardaría en darse cuenta que ese era el único lugar para ocultarse.
A pesar del tronar de su propio corazón, Lina sentía su presencia cerca, a unos pasos, y lo único que la detenía de arrojar la mesa y matar a ese hombre que odiaba, era que él debía estar esperando, apuntándole. Entonces, escuchó un clic, y se dio cuenta de lo que hacía. Lentamente, se agachó hasta quedar a su nivel, y lo vio, ocupado en poner el repuesto con delicadeza, para no ser oído.
―¿Qué esperas, maldita? ―susurró de pronto Vignac, intuyendo su cercanía gracias al sutil perfume femenino que voló hacia su nariz.
Se sentía paralizado, y el sudor perlaba su rostro. No quería reconocerlo pero le daba miedo. En su mente se presentó la imagen de una leona, oculta entre la hierba, pronta para saltar sobre el cuello de una imprudente gacela. Confuso por su silencio, porque el tiempo corría y ella no hacía nada, también se había quedado inmóvil sin terminar su tarea.
Tenía algo en mente, o jugaba con él.
Vignac se enjugó la frente con el dorso de la mano y en el mismo movimiento insertó el cargador. El ruido fue el detonador. Antes que pudiera tirar, Lina se abalanzó con un gruñido y le sujetó los brazos. Él logró hacer un disparo, malogrado, antes de que Lina le estrujara la mano. Con un grito de dolor soltó el arma, y como reacción le asestó una patada en el estómago que apenas la hizo resoplar. Se retorcieron, el hombre logró liberar un brazo y darle un puñetazo en el rostro. Lina mordió su antebrazo izquierdo y él se incorporó, chocando brutalmente contra la pesada mesa porque en la refriega había olvidado que se encontraban en ese espacio reducido.
Lina rodó a un costado, y secándose la boca, suspiró. Le había arrancado un pedazo de piel pero Vignac no pensó en los aguijones que sentía mientras se arrastraba buscando por los rincones el arma. Por fin tanteó el metal, pero un pie inmovilizó su mano.
―Si no te hubieras cruzado en mi camino… ―susurró ella, levantándolo de las solapas. Hizo una pausa, cambiando de idea, y la escuchó decir mecánicamente―. Estoy harta de Uds. Creen que pueden ir asesinándonos como alimañas. Quién los erigió en jueces y verdugos, quién dice que están del lado de la justicia.
―Mi única razón es esta ―se sintió obligado a replicar, tragando en seco―: tu padre mató a mi hermano, bebió su sangre como un animal ―el odio rezumaba en su voz que se iba poniendo ronca de emoción, y sus ojos reflejaban el fulgor extraño de los de Lina―, entonces juré terminar con Tarant y toda su familia. Pero llegué tarde, y esta furia que llevo adentro no dejará de crecer, hasta que la descargue en ti, en tu novio, en toda tu raza de engendros.
Lina lo soltó, y acto seguido le dio un tremendo cachetazo que lo hizo girar sobre sí mismo. Sus palabras tocaron algo en su recuerdo, aquel odio, aquella indignación que había sentido contra Tomás Lara. Su padre lo mató y no lo negaba; ella lo hubiera matado dos veces si pudiera, para ahogar aquella pena. Tuvo que luchar con un nudo en la garganta.
―Dimitri no era un engendro, no era vampiro, pero Lara lo asesinó ―murmuró sin darse cuenta, apretando su puño.
Esa mano se había manchado cuando tocó el cuerpo marchito de su hermano, tirado boca abajo en la alfombra persa de aquel lejano castillo.
Todavía tocándose la cara entumecida por el golpe, que le dejó un diente flojo y el labio partido, Vignac comenzó a reírse. No era humor; no estaba en sus cabales, tenía un deseo irracional de herirla de muchas maneras. Creía que al final la iba a vencer, aunque en ese momento ella podía matarlo con sus propias manos.
―¡Eres una tonta! ¿Crees que ese joven fue muerto por mi hermano?
Lina lo miró como si se hubiera vuelto loco, ¿o no? Furiosa, en un soplo lo tenía aferrado del cuello, lo que detuvo su risa en seco, y comenzó a asfixiarlo, sofocando sus gruñidos de desquiciado. Era irónico, después de tanto imaginar el momento de enfrentar a su peor enemigo, ahora que lo tenía en sus manos, no podía dejar de preocuparse por lo que sucedía arriba, por su próxima unión con Charles, por el pasado de su prometido.
Al fin se decidió. Tenía que morder su cuello, drenarlo, antes de que Vignac usara la cuchilla que de alguna forma había llegado a su mano. Tenía que morir de la forma que más le disgustaría, vencido por los vampiros que tanto había perseguido.

Impaciente, Charles ordenó que abrieran la puerta de servicio e iluminaran su camino con una lámpara, ya que había hecho cortar la luz. Su olfato percibió el reguero de sangre antes de que sus ojos alcanzaran a ver el enchastre en el claro piso de cerámica, desde la mesa al freezer, y los ojos brillantes de Niobe lo recibieron antes que el resplandor revelara su rostro sereno, satisfecho.
Su realización estaba casi completa. Sólo le faltaba, para volverla una digna representante de su raza, una novia incondicional, destruir los últimos vestigios de su paso por el mundo humano. Es decir, que no tuviera otro lugar adonde volver que sus brazos.
Ya había desesperado de que la policía viniera en su ayuda, pero al oír que el cerrojo se movía, Lucas tuvo la ilusión de que alguien los había encontrado, tal vez Gómez. Se levantó de la cama donde estaba sentado, cavilando y tratando de contar el tiempo, pero retrocedió de vuelta al reconocer la silueta que entró y cerró la puerta.
Lina se acercó y, sin más preámbulos, comenzó a desprender los ganchitos que sostenían su corsé. Libre de ellos, la prenda se deslizó al suelo arrastrando la falda transparente, y ella avanzó hacia Lucas, que había tomado asiento, un poco incrédulo, aturdido.
―¿Qué haces? ―preguntó recién cuando, cubierta solamente por las gemas de su collar y una bikini de canutillos negros, se le subió en su regazo y metió las manos bajo su camisa.
―Charles te eligió como sacrificio para esta noche ―explicó ella, inclinándose para susurrar cerca de su oreja―, en lugar de Bela que murió en el club. Según la tradición, el chivo expiatorio tiene derecho a yacer con la concubina del anfitrión.
No es necesario, tuvo la tentación de protestar, aunque parecía extraño resistirse con el aliento tibio en su cara, y allí tendido la extrañeza de la situación se disolvió por un instante, mientras sentía que sus pezones lo rozaban al moverse ella para lamer su cuello. Fascinado, inmóvil, contempló la belleza que se erigía sobre él, haciéndolo estremecer al trazar con el dedo índice un camino ardiente desde su clavícula, donde la cruz de plata de su familia había anidado junto a su pulso, hasta su ombligo, donde jugó con el cierre de su pantalón.
―¿Sacrificio? ―protestó, saliendo de su peligrosa atracción al caer en la cuenta de lo que había dicho.
―Charles quiere tomar los ritos al pie de la letra. Una orgía, sangre, fuego…
Lo decía tan casualmente, y él que no podía dejar de recorrer con sus manos los muslos firmes que lo sujetaban, suaves y húmedos. Estaba transpirando. También notó que sus pupilas brillaban como si algo las iluminara por detrás, y sus labios hinchados de deseo descubrían dientes blancos, relucientes. Filosos… Por suerte, al revisarlo en la sala, se había detenido antes de llegar a la pistola en su cinto. Ahora volvió a sentirla presionando su espalda, y estaba pensando en sacarla sin que lo notara.
Sin dejar de mirarlo a los ojos, Lina guió su mano para que acariciara su estómago, sus flancos, suspirando visiblemente. Lucas acarició la curva que descendía hasta sus muslos, y dejó caer su mano sobre el colchón. En el acto, ella lo detuvo con rudeza, antes de que pudiera lograr su cometido.
Minutos más tarde, tuvo la sensación de que olvidaba algo que lo preocupaba antes de perderse en sus caricias. La abrazó con enojo, arañando su tierna piel. ¿Qué quería obtener, por qué jugaba con él? De pronto, estaba oprimiéndola contra el colchón, en una mezcla de furia y deseo, con ganas de zarandearla, y besarla, hasta borrar la expresión inflexible de sus ojos.
Forzó su boca contra sus dientes apretados, sintiendo, con sorpresa, el calor en sus mejillas. Avergonzado, se apartó, y al mismo tiempo, Lina se enderezó, captando un sonido del pasillo. Bajo la puerta vio cruzar una sombra. Entonces, sin advertencia, Lucas se encontró apresado entre sus brazos, con sus dientes atenazados en la piel de su cuello, y se enderezó violentamente, pero no pudo escapar de su abrazo y sintió un terrible ardor al desgarrarse la piel del tirón.
Lina lamió con delicadeza el líquido espeso y oscuro que escurría de la herida.
―Tch… no quería lastimarte así ―susurró, mientras le acariciaba la espalda en círculos. Se apartó un segundo antes de que se abriera la puerta y musitó, sin inmutarse ante la mirada inquisitiva de su novio―. Nos interrumpes en el mejor momento.
Aunque primero le había parecido una deliciosa idea retorcida, la curiosidad lo había obligado a escuchar tras la puerta, y los suspiros de placer, le parecieron demasiado enérgicos.
―Es la hora ―anunció Charles, examinando a Lucas con sorna―. Este todavía sigue vivo. Supongo que te has saciado con el cazador, aunque yo no hubiera tomado tanto del viejo decrépito.
Lina ignoró la mirada horrorizada de Massei y lo condujo del brazo.
Un grito desgarrador surcaba el pasillo, helándole la sangre de temor. Charles abría la marcha y ella seguía con su presa, caminando con toda la grandeza de una belleza irritada, sin soltarlo hasta que bajaron la escalera y Lucas quedó desconcertado ante la escena que se desarrollaba en ese piso. Viendo las parejas unidas sin pudor en medio del pasillo, y los vampiros que se cebaban prendidos a los brazos y muslos de sus víctimas desfallecidas, no sabía en qué pesadilla había entrado. Tenía un grito oprimiendo su garganta. Lina acarició su mandíbula, tensa, y susurró en su oído:
―Deja el arma aquí y que no la vean. No la necesitas. Yo te puedo proteger.

Texto agregado el 10-06-2010, y leído por 100 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
26-09-2010 lastima la edicion. el estilo esta bueno! grisangel
 
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