"Bueno, hasta aquí hemos llegado", dijo soltando las maletas de las manos. Cayeron pesadas al suelo, y salió entonces una sonrisa de su boca. La calidad de esas sonrisas suyas era extremadamente virgen, no solía sonreir. Almenos cuando estaba cerca de su rutina.
Unas manos le acariciaron por detrás, deslizándose del cuello al pecho, disfrazadas con guantes blancos. Acercó su cara a la de él, y juntaron las mejillas. Ella sonrió, y él cerro los ojos.
La torre Eiffel se mantenía amarilla y preciosa, y la luna jamás había estado tan grande sobre la noche parisina. Sólo hizo falta un cielo negro y brillante como aquel para que todo volviese a comenzar, lejos. Un borrón y cuenta nueva para los dos fue lo necesario para no caer en el mismo error de siempre.
Pero, por suerte o por fortuna, no funcionaron los desayunos en la cama, ni el sexo al despertar, ni los regalos. A los seis dias de llegar, cada uno salió solo de aquel lugar.
Ella necesitaba a su familia.
Él, no entendió las preocupaciones de su compañera.
Él volvió a su casa, tan grande y solitaria como siempre, una casa que le chafaba toda la felicidad. Ella siguió corriendo con su manada de licántropos, guardando su secreto y recordando durante todos y cada uno de sus dias al amor de su vida.
Él murió infeliz.
Ella, un día más tarde, también.
-¿No te arrepientes de haberlo hecho mal?- preguntó él.
-¿No te arrepientes tú de no haber hecho nada?- le contestó ella.
Y se besaron, en lo alto de una nube, en un lugar donde no sirven de nada los reproches, donde no hay nada que perder porque todo se ha perdido. |