Hoy ha buscado en Internet las páginas de buscaparejas, está decidida a entablar una relación con ánimo de encontrar su media naranja. Le da miedo utilizar su verdadero nombre, escoge uno de aquellos que se ponía para rondar por las discotecas hace no tan pocos años, y cae en la cuenta que ya son mas de diez, que ya no tiene veintitantos, que mas bien está llegando a los cuarenta y que la vida se le pasó sin darse cuenta, apegada a un hombre que no le prometió nada, pero al que le entregó hasta lo que no debía.
Marcela Ruiz, siempre le gustó ese nombre, le parecía común, nadie desconfiaría de que fuera el suyo. Se describió, ocultó los kilos de más, acarameló sus ojos, aclaró el color de sus cabellos hasta hacerlo rubio, creció veinte centímetros, lo que no quiso cambiar fue su edad. Marcela Ruiz; mujer espontánea, inteligente, a quien le gustaba el tenis, leer y contar chistes, todo aquello que siempre creyó necesitar para que él no la dejara. Habló con una amiga, le entregó una foto y le pidió que la transformara, que la convirtiera en Marcela Ruiz.
Hizo muchos amigos, algunos con intenciones serias otros querían conocerla en persona, pero no se decidía por ninguno, a éste le falta su sonrisa, éste otro no se expresa como él, éste no es capaz de reflexionar como él y siempre él salía airoso de todas las comparaciones.
Una mañana encontró sobre su escritorio un anónimo con unas cuantas líneas amables, la citaban a las seis de la tarde en el restaurante de la esquina, quien firmaba lo hacía diciendo “no te arrepentirás, un beso”. Sin saber porque sintió miedo, preguntó a su secretaria, al mensajero, nadie sabía como había llegado la nota allí. Decidió no ir, pero se quedó hasta tarde en la oficina y cuando salió a las nueve y media de la noche se dirigió al local y lo encontró cerrado.
Las notas empezaron a llegar todos los días, siempre era lo mismo, nadie sabía de donde venían ni quien las enviaba, tampoco había variación en lo que decían.
El miedo casi la paralizó. No volvió a quedarse hasta tarde, dejó de ir a almorzar a ese restaurante. Llegaba temprano y se iba temprano, pretextando un trabajo, algún compromiso o indisposición. Dejó de entrar a las salas de chat, canceló su participación en las páginas de buscaparejas convencida de que alguno de sus muchos admiradores había descubierto quien era, pero no se atrevió a contarle a nadie lo que sucedía.
Un mes de cartas anónimas y el miedo inicial se había convertido en una feroz curiosidad, pero que no le bastaba para decidirse. Acudió a miles de citas en su mente, siempre transformada en Marcela Ruiz, hombres diferentes la esperaban, pero todos se parecían de alguna forma a él. Puso muchas palabras en su boca, reproches, besos, amor, siempre terminaba pensando en que fuera quien fuera la amaba y por eso la invitación persistente. Y pasó lo que debía pasar, se enamoró, de aquellas imágenes, del autor de las cartas, le bastaba encontrar una para sentirse correspondida.
Dos meses después, resolvió por fin acudir a la cita, la última invitación venía con un ultimátum, “me iré mañana, ven hoy, no te arrepentirás, un beso”. Se tomó el día, fue a una peluquería, tiño de amarillo su cabello castaño, compró lentes de contacto para hacer a sus ojos del color de la miel y los tacos más altos que pudo encontrar, aprendió un par de chistes, se vistió con la piel de Marcela Ruiz y se sintió lista para enfrentar lo que fuera.
Llegó temprano al local, se sentó cerca de la puerta, para reconocerlo antes de que él a ella. Había gente; parejas, niños, un hombre entró y se dirigió a una mesa, ella lo vio y creyó reconocer al que esperaba, se parecía a él, al otro, al único, tenía su sonrisa, caminaba como él. Este es, se dijo y cuando se disponía a llamarlo una mujer rubia parecida a ella pero visiblemente más alta, con los ojos color caramelo, la detuvo.
Se quedó atónita mirándola. La mujer le sonrió:
-Hola, soy Marcela Ruiz, ahora si te pareces a mí, pero verás el hombre que está sentado en esa mesa, no es para ti, a él lo creaste para mí y te lo agradezco, pero él no podía venir hasta que tú lo hicieras. Por eso te invité, te tardaste.
No podía creer lo que veía, no dijo nada. Marcela, la otra, se acercó sonriendo al hombre que estaba en la mesa, él la invitó a sentarse. Algo se movió en sus entrañas y enfurecida caminó hacia ellos. Gritó, pero nadie la escuchó, su voz se fue apagando, sus brazos y piernas dejaron de responderle, se sintió etérea y empezó a elevarse, mientras la verdadera y hermosa Marcela Ruiz tomaba las manos del extraño que se parecía a él.
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