.1. VOLUNTARIOS DE LA LEVA DEL...
Tengo casi veinte años y me han reclutado como voluntario para el servicio militar obligatorio.
He dejado sin querer mi pueblo, mi guitarra, los amigos, mis paisanos y una ternura que nació jugando a la rayuela, plantando casas a uno y a otro lado de la frontera. ¿De qué sirvieron la escuela y los cuadernos, las canciones de paz, mi corazón alegre, tantos sueños, tanto amor, tanta vida? Lo tomaron todo en un solo puño, lo estrujaron hasta hacerlo añicos, hasta hacerlo polvo.
Me arrancaron de golpe mutilando mis raíces, trasplantándome a una orgía asesina, a una pesadilla funesta de matar o morir para salvar el honor de la patria, para ser guardianes de nuestra sagrada heredad, para defender nuestro suelo, nuestros límites... ¿De qué? ¿De quiénes? De un fantasma cruel y despiadado que se llama guerra, que ha nacido en las páginas confusas de una historia delirante y absurda de hitos, límites y fronteras; que relata gestas heroicas de amor a la patria odiando a otras patrias; que nos convierte en víctimas y verdugos de aquel vecino, de aquel hermano que nunca quisimos matar.
Aquí estamos los "favorecidos" de la leva de cualquier año, favorecidos por aquel artificio tramposo que nos enrola en esta trifulca que nunca elegimos.
Aquí estamos entrenándonos para esa locura, preparándonos para una guerra traicionera y sin sentido aquí estamos abrumados sin derechos y con mil estúpidas obligaciones y prohibiciones que agobian el cuerpo y el alma, aquí estamos lustrando botas, bruñendo estrellas de metal para que las luzca relucientes un coronel.
Aquí estamos moviéndonos como marionetas, domesticados como animales; humillados por un valentón uniformado y convertidos en bragazas repitiendo siempre las mismas torpezas: "a la de... re" "a la iz...quier","deeescanso", aaaatención;", "firr;", "media vuelt...", "permiso mi capitán para hablar", y sin permiso para sentir, para pensar para llorar o para amar...
Ya no somos los mismos despistados y soñadores chiquillos de pueblos colindantes, nos entrenaron para matar; pero aún algo se resiste en nosotros y soñamos levantarnos por dentro, sacar la tristeza, el odio con que nos marcaron y lavarlos en el agua limpia de un río que nosotros compartimos y que ellos lo llaman fronterizo.
Pero la cobardía, el miedo a ser desertores, puede más y con máscara de valeroso patriotismo cerramos los ojos y en trance de asesinos disparamos al trigo y al pan, a los pájaros y a trinos, al arco iris y sus colores...a mis hermanos, a mis vecinos, al amor, a los sueños, a la vida.
La guerra está hecha de muerte y nosotros lo sabernos, sabemos también quiénes la atajan o la sueltan, y para quien danza ataviada con sonrisa farisea, vendiendo sus favores como vulgar ramera.
Era sábado por la tarde y la puerta del cine de barrio estaba repleta de galladas de muchachos que silbando, rechiflando y riéndose a carcajadas, fuimos entrando para ver cualquier película.
A la salida, estaban allí los desgraciados para reclutamos, apuntándonos a la cara con un fusil.
- ¡Aja maricón, te agarré! Trépate al carro, bestia. Y de un empellón y una patada estuve caído de bruces en el camión militar.
¡Qué vaina carajo!, me decía yo mismo, que soy sonso y me dejo agarrar de estos mangajos…, otros más avispados se escaparon en todas las direcciones, dejarme trincar yo que sí sé cómo uno se jode en esta pendejada...
Un man como adivinando mis pensamientos dijo tartamudeando y muerto de miedo
-Yo no te tengo mi...miedo, hay que pe...pelear, hay que defender a la patria aunque uno se joda, ha...hay que dar ma...matanga a esos condenados gallinas, peruchos de mierda.
-¡Cállate el hocico imbécil!, dijo alguien que estaba sentado lejos. Sí supieras lo que es la guerra no dirías huevadas, sí te metiste o te metieron en esto y te arrepientes y escapas te arrepentirás de que no te hayas muerto antes, ¡cojudo!
Un moreno con vozarrón gruesa concluyó: -Aunque te trasquilen el mate, aunque te hagan comer mierda, aunque te escupan en la cara y te rompan el culo y luego te acusen de marica hijo de puta...tienes que seguir de coshco, si no quieres que te sigan eso que llaman consejo de guerra y termines con un tiro en la panza muerto como perro.
Yo, Yo solo tengo 17 años dijo entre dientes un muchacho. Me puse maltón cuando me dio la varicela ¿a quién puedo reclamar para que me suelten? porque yo soy menor de edad?
-No te preocupes amigo, algunos como tú llegan a la milicia en la edad del “gallo ronco” y aquí los destetan a punte’ñeco y patada y los terminan de criar.
- ¿A dónde nos llevan estos mangajos...?
-Hace frió, hemos viajado bastante rato y no veo a dónde vamos.
-¡No seas flojo, carajo!, cierra la trompa que nos ahuevas a todos.
-¿Y tú, negro, en qué piensas que vas tan callado?, parece que el guaracazo que te dieron esos vagos te dejó medio zoquete ¿O así mismo eres?
- Es que me da miedo. Dijo casi susurrando.
- ¡Miedo! ¿Miedo de qué? ¿De qué mierda tienes miedo? ¡Nadie muere la víspera cholito!, ¿No has oído lo que dice la gente? que no matan las balas sino el destino, así es que anímate nomás, ¡haber! haz sonreír esa jeta, y se acabó el culillo. La plena que a mí también me da triqui, y eso que yo soy bien machito ¡carajo!...
¡Ya llegamos! gritaron los milicos que venían en la cabina, ¡Ya llegamos! y retiraron la carpa que cubría el cajón del camión.
-¡Pta ya llegamos! dije, el viaje les hizo mal a estos cojudos, váyanse quitando esa cara de babosos o aquí se las quitamos a patadas.
-Hay que bautizarlas a estas hembras sarnosas. Hay que hacerlos hombres; hay que hacerlos machos, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!.
Así nos fuimos dando cuenta de la estupidez en que nos habían metido: baños a la madrugada, marchas, trotes, manejar un fusil, aprender a matar, salir el domingo francos a meternos en cualquier burdel y después curtirnos la sangre con penicilina para matar la venérea que agarramos.
2. EL EJÉRCITO DE MI PATRIA
Aparecieron de repente, no sé si vinieron del norte o del sur. Los vi llegar cabalgando desde el infierno aquellos jinetes del Apocalipsis, se pararon a mitad del camino y con sus guadañas cercenaron el corazón de mi tierra, trazaron una línea invisible que partía en dos los pueblos y sus anhelos. En cada orilla plantaron banderas de distinto color, entonaron himnos bélicos y regaron con sangre el arenal inmenso, sembrando muerte y desolación.
Palideció el verdor de los campos porque se robaron su color para camuflar sus instintos de muerte y se hizo la noche oscura porque arrancaron las estrellas para lucirlas en sus uniformes de guerra.
Se apearon en la plaza bajo el portal de unas casas viejas y un tropel de botas avanzó pisoteando la tierra y las flores.
Se oyeron disparos maldiciones y blasfemias ¡Eran ellos! ¡Los del ejercito de mi patria!, los defensores de nuestro suelo, de nuestra heredad, que a patadas y culatazos derribaron puertas y a empellones sacaron a esos chazos mocetones, casi niños, para vestirlos de soldados, callando para siempre sus coplas y sus guitarras: “suena una guitarra en Macará paso de mi patria hacia el Perú..,” enrolándolos para que se mueran en esa necedad sin razón y sin sentido de la guerra para después hacerlos héroes de piedra.
¡Eran ellos! ¡Los del ejercito de mi patria! Que siguieron buscando por todas partes, olfateando como sabuesos hasta encontrar carne fresca, de doncellas que luchaban hurtando sus cuerpos de aquellas bestias insaciables que aullando como lobos, jadeantes y sudorosos, babeaban y mascullaban atrocidades, cubriéndolas de infamia y vergüenza, porque humillaron sus carnes, desfloraron sus vientres, degollaron su inocencia, dejándoles una resaca de amargura eterna en el alma.
Eran ellos! ¡Los del ejercito de mi patria!
3. ATAVIANDO A LOS PUEBLOS PARA SU FUNERAL (Zapotillo quemado)
Estamos en la frontera, no sé de qué lado de aquella raya invisible que divide el río, el agua, la tierra, los hombres y sus anhelos, el sol quema sobre nuestras cabezas y los ventarrones de agosto levantan nubes de polvo que hacen flamear con furia aquellas banderas que tocan sus puntas y funden sus colores. De tierra amarilla, cielo azul y sangre roja. De paz intensamente blanca y otra vez la sangre roja. Ecuador-Perú.
Estalla una granada, y otra, y otra, y otra más, máquinas que cruzan bramando e hiriendo el azul del cielo, cañones que vomitan muerte, todo se mueve frenéticamente en danza infernal ¡Es la guerra! ataviando los pueblos para su funeral.
¡Fuego!, ¡fuego! Se oyen gritos desesperados, una terrible explosión llenó de ecos siniestros el aire, luego una pausa, como si el asfixiado pueblo buscara respiración. ... gritos, lamentos, quejidos, rugidos de aviones de guerra se juntaban en una locura estruendosa.
Arden nuestras casas, aquellas casas construidas con puñados de barro santo, barro de centurias, amasado con sudor por las manos de los viejos. Torbellinos de humo negro y asfixiante se elevan en espiral hasta el cielo escupiendo figuras humanas que brotan como fantasmas que aparecen y desaparecen como si jugaran a las escondidas con la muerte, que se agazapa ladina y sonriente solo en espera de dar el zarpado final. El pueblo de casas humeantes va sumiéndose poco a poco en las tinieblas de una noche dantesca, aquí y allá arden algunos tamarindos, faiques y algarrobos, un olor penetrante que se mete por las narices. Es el olor de aquellos cuerpos calcinados, desfigurados e irreconocibles sobre los cuales echamos un poco de tierra, hacemos un responso y a toda prisa, dejamos caer una lágrima sentida que brota desde el más profundo dolor y decimos adiós, adiós para siempre, porque hay que salir, hay que abandonar el pueblo que se quema.
A lo lejos en el camino que va a otro pueblo se va formando una caravana que avanza encorvada en dolorosa procesión cargando casi nada a su espalda y un corazón lleno de angustia porque se saben fugitivos expulsados de su tierra, porque huyen hacia la incierta pesadilla de los refugios.
4. LA GUERRA
Se oyen retumbar los estampidos de los cañones y cada vez los disparos se escuchan más y más cerca. De pronto a nuestras espaldas estalla una granada, el fragor de la artillería va creciendo hasta ser resplandor que aclara en el cielo como surtidores de luces, como castillos de feria.
Corremos desesperados y nos metemos en pequeños escondrijos cavados en el suelo, poseídos de terror nos aferramos arañando la tierra, queriendo meternos en sus entrañas ¡No queremos morir!
Ese instinto de los días de instrucción militar aparece hoy en cada hombre y nos hace despiadados, vengativos y asesinos, porque sin él no podríamos matar o morir tan fácilmente cuando empieza la demencia de la guerra y aunque quisiéramos correr, huir no saber nada para sobrevivir, nos envalentonamos y peleamos ¿Por qué? eso no importa ahora que estamos acurrucados en esta trinchera acorralados como animales en esos obscuros huecos en donde nos transformamos en bestias y solo creemos en la estupidez de matar o morir sin sentido.
El fuego, las explosiones son cada vez mayores, las llamas saltan incendiando los árboles. Por todas partes hay gritos de dolor ¿Cuántos heridos, cuántos mutilados, cuántos muertos? Aquí y al frente, al otro lado, en la otra patria, en la patria vecina.
A mi lado un recluta, casi un niño aterrorizado llora y se revuelca en la tierra como queriendo sepultarse en ella, porque intuye que va a morir, tiene el rostro tan pálido pero tan pálido ¡como muerto!, no aguanta más y se caga en los pantalones, se levanta y sale corriendo y un bala le destapa los sesos..., queda allí con los ojos inmensamente abiertos mirando el cielo y las estrellas.
- Hay que seguir luchando. El honor de la patria está empeñado.
¡Me jodieron! se escuchó como un aullido de desesperación y dolor y un montubio palúdico cayó agarrándose la barriga y llenándose las manos de sangre...
Un momento de calma, un silencio que presagia más muerte. Y en seguida el tiroteo. De las trincheras salían hombres arrastrándose como ratas, heridos de muerte.
En frente mío un muchacho que yo conocía como Juan se dobló con una bala que le llegó hasta el pecho y cayó boqueando y cerrando los ojos despacio.
Comprendí que era inútil huir, y también que era una locura estar allí, y ¡que ese era mi destino!
Por encima de mi cabeza algo pasó zumbando y arrancando astillas del madero que nos cubría; algo muy fuerte golpeó mí cabeza dejándome atontado y tambaleante, siento que me hundo en las tinieblas de un hueco más profundo que todas las trincheras, al rato emerjo de esa tenebrosa profundidad y todo lo veo confuso y borroso, en el horizonte suben y bajan rayos de luz resplandeciente que dejan ver en la noche obscura cómo arden y se consumen los árboles, las casas, el pueblo.
La tierra revienta y nos cae desde arriba. Siento que algo caliente resbala por mi brazo, lo palpo y sé que está lastimado. Un hombre gime y agoniza boca arriba con el vientre perforado del que le cuelga las tripas. Esta es la muerte más espantosa que yo he visto y me produce una conmoción de locura que empieza a desesperarme... Yo mismo me consuelo: un brazo, roto es mejor que ese enorme hueco en la panza, entonces me siento vivo, respiro aliviado lleno mi boca y los pulmones de aire que tiene un sabor amargo, un sabor a pólvora. Yo solo quiero vivir en paz, labrar la tierra, amasar el pan y morir después, cuando sea viejo cuando tenga nietos y junto a una compañera. Quiero podrirme a la sombra de un tamarindo; quiero morirme después de sembrar vida y cosechar vida en niños gorriones que vuelen en paz. . . absorto en medio de estas cavilaciones advierto que estoy metido en aquel boquerón oscuro sin ayuda, sin amparo, solo, de repente algo imprevisto se apodera de mí, es el pavor que me lanza a correr desesperado. Al salir tropiezo con cuerpos que son montones de carne descuartizada regados por todas partes, cadáveres putrefactos que hieden y en los cuales pululan gusanos hambrientos, cadáveres destrozados por los buitres... ¿Cuánta gente asesinada sin misericordia? ¿Cuántos surcos sin labrar? ¿Cuántas estatuas de héroes en cada pueblo? ¿Cuántos huérfanos mendigando pan? ¿Cuantas viudas en soledad de tálamos vacíos?... ¡Es la guerra despiadada! ¡Es la guerra de mi patria con fronteras¡
5. INVENTANDO UN HÉROE
Llegó un hombre a ese pequeño pueblo de casas de bahareque que servía de refugio a centenares de fugitivos, expulsados de su tierra. Detuvo de súbito el jeep militar, se bajó y avanzó resuelto -deseo hablar con usted- dijo muy seguro de sí mismo y de la información que había obtenido en la cantina que queda cerca de la plazuela -¿Es usted la esposa del conscripto Manuel Lizardo Tenezaca? le preguntó casi hostilmente a aquella mujer que lo miraba silenciosamente deslumbrada por el brillo de la constelación de estrellas de bronce prendidas al pecho de aquel hombre -me llamo Juan Agüítana Minga, subteniente de caballería. Al oírlo, la mujer sintió un escalofrío que le recorrió la espalda como relámpago y en su vientre con seis meses de preñez, una criatura se contorsionó asustada ¿Por qué? no lo sabía ¿Era, tal vez, una señal de peligro? La mujer tuvo miedo, un miedo cerval que la aniquilaba. Con calma y muy bajito respondió -Sí, sí señor, yo, yo soy la esposa-
-Y haciendo un pausa para tomar aire, porque sentía que le faltaba, preguntó -¿Qué ha pasado?- inconmovible el hombre que casi no la veía y apenas la escuchaba prosiguió diciendo - tengo un asunto muy importante y privado que discutir con usted e inmediatamente agregó -su marido ha caído en batalla, cumpliendo con el deber de defender el suelo patrio de salvaguardar el honor nacional... ¡Pero vamos! usted no es precisamente una viuda arruinada, el alto mando militar se ha preocupado por usted y por sus hijos, los indemnizaremos por la muerte de su marido, le daremos un pasaje para que viaje a la capital de la República y realice los trámites de ley y pueda traer el cuerpo del conscripto y el dinero de la indemnización, además, ¡y lo más importante! , levantaremos en este parque una estatua con los nombres de los héroes de la patria, caídos en gesta heroica, bla, bla,
La mujer no acertaba a decir nada. Todo lo que aquel hombre decía, lo decía tan rápido que ella no lo entendía del todo bien, y cuando ella quiso decir algo él prosiguió:
- Señora, a su marido se le está pagando muy bien, se lo repito ¡muy bien! por los servicios a la patria, se lo está tratando como a un héroe, nunca en la vida él tuvo tanto dinero como ¡usted va a tenerlo ahora!. Podría comprarse una casa o guardarlo en un banco y vivir de los intereses. Bueno, alístese para el viaje -¿A Quito o a Lima? ella nunca lo supo, porque sin acabar de decir lo que decía aquel hombre comenzó a caminar atravesando la estrecha calle polvorienta a grandes zancadas, pisando la tierra amarilla
6. ¿OTRO HÉROE?
En mi atolondrada huida di tropezones violentos contra los árboles, caí y levanté rasgando mis carnes en la maleza, el miedo me envolvía porque sentí a la muerte blandir su sentencia muy cerca de mí.
Estaba agotado y sin fuerzas para caminar. No pude más y me desplomé. El sol quemaba furiosamente mis espaldas; no sé cuánto tiempo habré permanecido así, hasta que de pronto pude incorporarme apretándome con fuerza la cabeza que me dolía mucho y parecía que iba a estallar, tenía los labios resecos y partidos y se me había caído del cuerpo todo el honor y la valentía de soldado. Me sentía terriblemente cansado y adolorido; tenía un brazo herido que empezaba a apestar; vestía unos zapatos rotos y un pantalón hecho jirones.
Creo que algo misterioso había sucedido en el tiempo porque hace un rato solo habían tres cosas reales: la guerra, mi terror y la muerte, ¡la inmensa proximidad de la muerte! acechando por todas partes y ahora todo estaba en calma y parecía que había pasado por un mal sueño, una pesadilla. Y yo mismo me pregunto confundido ¿Estuve allí? ¿Tales horrores me sucedieron a mí?... Y no sé decirlo.
Hice un gran esfuerzo y me levanté tambaleante como un borracho, hacía calor, un calor infernal tan sofocante que sudaba copiosamente, un sudor pegajoso.
Caminé sin rumbo, caminé hasta no sentir mis pies, caminé y caminé, subí colinas, crucé quebradas, me destrocé los pies y seguí caminando, me caí de cansancio, me dormí, me desperté y seguí caminando, con calor, con frío, con hambre, con sed, seguí caminando. De repente pasó cerca de mí un niño, una mujer, algunos muchachos, nada los inquietaba y yo volví a tener miedo, miedo de este absurdo incongruente de serenidad y muerte que revoloteaba tan cerca de todos.
Sigo caminando sin fuerzas y sin rumbo por una calleja estrecha y mal oliente, a mis oídos llega el ruido del pueblo, luces verdes, rojas, amarillas, azules, pululan en la noche como luciérnagas de colores; sones de un guaino y de un sanjuanito me reaniman y llego hasta un grupo de hombres que se habían reunido y bebían cerveza en un destartalado cabaret.
-¿Qué noticias, hay de la guerra?- pregunté -¿queé?-dijo un mujerzuela pintarrajeada, dándome las espaldas y haciéndome un seña -¿Qué noticias hay de la guerra?- repetí -¡Ya estamos hasta las huevas de eso! repuso otra mujer y todos se echaron a reír diciendo palabrotas.
-¡Ni’un paso atrás!, valiente soldado, este es el descanso del guerrero...- me sentí ridículo porque traté de referirles lo que me había sucedido y nadie me escuchaba.
La música nos puso a bailar a todos con gran algarabía y una necesidad me nacía en alguna parte muy por abajo de mi corazón de héroe y entre mis piernas cansadas. Pronto olvide todo y encontré aquí mi refugio.
Una mujercita que parecía una niña me dijo al oído y casi como un susurro
-La guerra terminó, mi héroe, es hora de hacer el amor. Y lo hice hasta el cansancio y lo volví a hacer mil veces y mil veces más.
Mientras en un pueblo remoto de la frontera de pequeñas casas de bahareque, plantadas en tierra amarilla una mujer en avanzado estado de preñez una familia, unos amigos, unos paisanos daban cristiana sepultura a las cenizas del soldado Manuel Lizardo Tenezaca, caído en batalla defendiendo el sagrado tricolor nacional y ponían en el centro de la plaza una estatua para perennizar su memoria y para que sirva, de ejemplo a las futuras generaciones.
Asustado- me incorporo en la cama.
-¿Eso mismo decía la televisión?- no- atinaba a entender, pero si soy yo Manuel Lizardo Tenezaca aquel héroe que sepultaban.
¡Se equivocaron malditos! ¡Se equivocaron! ¡Aquí estoy, estoy vivo!¿Héroe por qué?¿Héroe de qué? Acerté a gritar sin saber lo que decía.
Loja Ecuador, abril de 1999
Zoila Isabel Loyola Román
ziloyola@utpl.edu.ec
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