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Los largos dedos de la mano izquierda se extendieron sobre la hoja de papel, que yacía sobre la mesa, creando entre ellos cuatro triángulos blancos. Detuvo la mirada en el primero, el más abierto. Allí percibió que circulaba savia muy joven, que bullía como un espeso y aromático guiso sobre la hornilla azul de la cocina. Acercó la nariz y olió; aspiró lenta y largamente. Los mil y un recuerdos de su infancia irrigaron su cerebro y se desparramaron por sus células a través de la sangre. No recuperaba imágenes, harto estaba de ellas. Sólo el inmediato registro de un tiempo sin tiempo, siempre actual, siempre dentro de sus tejidos, de sus entrañas, de su sangre roja como un crepúsculo. Miró dentro del segundo triángulo, donde veloces líneas negras, como flechas, entraban y salían de él. Tentado estuvo de encerrarlas entre los dedos, pero sintió la inminencia de un escozor en el interior de los mismos, como un desgarro prematuro, y se abstuvo de hacerlo. Las líneas se agrupaban en espirales, luego en círculos, buscando una forma aún sin definir. Intuyó que perdería el contacto, y regresó al primer triángulo, para recuperar lo primigenio que siempre fue allí. Aspiró hondamente y regresó al segundo triángulo. Sus ojos se encontraron con un nombre escrito, aún con espasmódicos movimientos en sus límites. “Yo”, pensó. Y luego: “Yo y ellos”. Sintió que el frío de un crepúsculo invernal lo invadía desde la espalda, desde los hombros, corría por los brazos y le helaba la mano, donde picoteaban haces de hielo y fuego al mismo tiempo. Saltó con la mirada al tercer triángulo, donde un puntito central comenzó a cobrar forma. La pequeña imagen de un animal diminuto, del cual surgieron una multitud de animalitos, ocupando el espacio entre los dedos medio y anular. Respetaban los limites y al acercarse a la línea interungueal se detenían, como oteando un horizonte impreciso. Cabras y gatos, perros y caballos, vacas, gallinas y conejos y demás yerbas corrían y saltaban sin tocarse, sin molestarse entre sí, como ignorándose. Acercó al triángulo el dedo índice de la mano derecha, que extendió una sombra amenazadora sobre el grupo, y minúsculos grititos se elevaron hasta sus oídos, como vibraciones muy agudas. Llegó a sentir sobre la yema del dedo el breve roce de las pieles y las plumas. Como el mediodía, volcaba calor extremo y sombras verticales muy oscuras desde sus claros ojos que no apartaban la mirada. “Yo”, repitió para sí. “Yo y ellos”. Y lo vio, o lo sintió en la yema del dedo. Supo que estaba allí, y se retiró, sin permitirse más interferencias. |
Texto agregado el 08-06-2010, y leído por 345 visitantes. (1 voto)
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