Tanta literatura oficial y hermosa.
O ni eso, tanta literatura de la desgracia y la frustración (Bolaño, Kafka, Arlt). Tanta literatura autorreferente.
Es buena, sí, pero ya me ha aburrido.
Por eso he decidido buscar más. Literatura de mi pueblo, literatura hecha de saliva, de trozos de papel mal escrito. Hecha con rapidez y sin las destrezas que el señor crítico busca.
Pero hecha de la más íntima realidad. De ese vagabundo que conocí el otro día en la esquina de la calle Club Hípico con Carlos Valdovinos, tirado en el suelo y sorbiendo de su vino en caja. De ese vagabundo que me llevó al sucucho de unos pasos más allá y me hizo conocer la felicidad y ebriedad de mi pueblo, de mi verdadera gente. De ese vagabundo ambiguo que antes de los cinco minutos adentro ya se había dormido en un rincón y me había dejado solo con una mujer entrada en años y en carne. Una mujer que me sacó a bailar a penas la primera cumbiona salió desde los parlantes.
La muchacha bailaba rebien sus cumbias locas, se movía completita con movimientos de manos y todo. Las piernas se le volaban y en un ir y venir ya pa la mitad del tema se dejó caer cerca de mi cuerpo. Empezamos a bailar más apretaitos y con ella apoyando su espalda sobre mi. La mina me rozaba con sus nalgas todo el paquete y ya con el tercer frote la verga se me frunció completita y llena de sangre. Entonces, y sin ninguna vergüenza, me dijo, “le gusta mi culito al muchachito parece”. Estúpidamente me entró una vergüenza inicial que, gracias a dios, cedió en pocos minutos, pues ya pal próximo baile nos estábamos agarrando en medio de la pista sin ningún tapujo.
La mina, en medio del vaporoso sucucho, no dejaba algún momento de intimidad sin agarrarme el culo o derechamente rozar con su palma el montón de erección que se instalaba detrás del pantalón. Obvio, ni huéon, yo tampoco tenía las manos muy quitecitas, y en cada vuelta le agarraba una pechuga o metía mis manos en su tibia entrepierna.
Ya pal tercer baile estaba terrible caliente y parece que la wuachita mía también, porque me dijo “por qué no salimos pa’juerita un rato mi chiquillo”.
La calle estaba llena de borrachos durmiendo. Uno, despertando con la caña, se acercó lentamente a donde un amigo suyo dormía y trató de quitarle la caja de vino que éste sostenía fuertemente, apretándola como si de su hijo se tratase. Pasamos rapidito y no pude saber si logró o no cumplir su robo.
Bajo unos árboles, y antes la denodada oscuridad de ese mísero barrio, comenzamos a besarnos desenfrenadamente, gozando de nuestras lenguas y nuestras salivas, todas llenas del sabor dulzón del vinito y con un tanto de la grasa de un pernil que habíamos probado. Yo apoyado en el árbol le sobaba el culito y masajeaba sus tetas, mientras ella comenzó a bajar lentamente con sus manos en mi pecho y de un momento a otro, se instaló con su cara en mi entrepierna. Me bajó el pantalón de buzo con el cual andaba y con su lenguita, si agarrarme con sus manos el falo erecto, lo saboreó tal helado para después metérselo de un guarazcazo pa’entro. Lo lamía como nadie, y con ello, también, gozaba como nadie. Me bajó lo bizarro y empecé a decirle “chúpamelo perra”, “hasta el fondo mi gran maraca”, tras lo cual le hundía todo mi miembro hasta su laringe provocando en ella arcadas deliciosas, arcadas llenas de una saliva espesa y grumosa, que, por diversión, lanzaba sobre mi pene para luego jugar como si fuese un chicle, una sustancia que iba y venía desde mi miembro. Yo quise también entrar en dicho juego y, por ello, bajé mi cabeza y recorrí con mi lengua toda su cavidad bucal, sabrosa de mi propio pene y de sus propias salivas mucosas. Le dije “síguemelo chupando perra”, y agarré su cabeza con firmeza haciendo que se tragara de nuevo todo mi falo. Lo metí y lo saqué fuerte como si se tratase de su vulva hasta provocar en ella un vómito. Me vomitó la verga y sentí con ello gran satisfacción. Una satisfacción tal que me llevó, un minuto luego del vómito, a terminar inclemente en su boca ácida. La mina ni se inmutó y cuando ya hube terminado me dijo “estaba rica su lechecita mi príncipe”. Se paró, se subió la falda de mezclilla que llevaba, se bajó el calzón y sin preguntar si quiera le separé las piernas y se lo clavé con vehemencia. Lanzó un gutural gemido que me excitó de sobremanera. La mina era una real puta y eso me encantaba. Me encanta la gente que goza con el sexo sin trabas ni ataduras, que juega con él y vive con él. Esa mina para mí, a pesar de darle el calificativo de “puta”, significa mucho. Significa valentía, significa sofisticación, significa vida.
Fui una locomotora culeámdola. Iba y venía con mi verga húmeda. Sus labios fofos se separaban facilito y resoplaban tras cada envestida. La wuachita gemía como a mi me gusta, fuerte y deliciosamente. Le mordía las tetas, le metía un dedo en el culo y después dos. Le hice de todo hasta que acabé bien fuerte dentro de ella.
Ya terminados, la muy gozadora me dijo que tenía que irse, que había sido un agrado estar conmigo. Que la buscara cuando la necesitara.
He vuelto a ese bar, he estado bebiendo grandes cantidades de vino allí, pero nunca más la he visto y, en serio, la hecho mucho de menos.
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