La oscuridad lo cambia todo
Por Delamar
Todas las tardes, Roque Miranda, pasa por el aeropuerto a platicar con los chóferes de taxi que aguardan a los turistas. Habla de sus días de gloria, siempre más de sus combates que de sus retadores, del modo desafiante de su actitud en el ring, de los nocaut que más disfrutara, de las tantas defensas exitosas que hizo de la corona, y no se va hasta que el último de sus contertulios parte con el pasajero que lo solicita. O cuando la conversación, casi siempre de manera intempestiva, se desvía hacia cosas de la política que calientan peligrosamente los ánimos.
Ayer, a mitad de la charla, le entró un repentino afán de devolverse para la casa. Pero sólo vio la ocasión propicia para hacerlo quince minutos más tarde, cuando, Basilio, el taxista que estaba más cerca él, se incorporó para llamar al vendedor de tinto. Su actitud, tan brusca como extraña, los dejó a todos boquiabiertos.
Era un atardecer ardiente. La camioneta de cuatro puertas parecía un horno cuando la abrió. Acosado por el calor, bajó los vidrios de las ventanas y tomó la avenida del malecón a la velocidad de un bólido. El viento fresco que entraba al vehículo logró cambiar al poco rato el ámbito interior. En los semáforos, a causa de la impaciencia, agitaba las piernas con supremo afán como si se le estuvieran acalambrando hasta que aparecía la luz verde; y en las esquinas del barrio hizo caso omiso a las señales de tránsito que le indicaban hacer parada a fin de no correr riesgos con los vehículos tienen la preferencia de la vía. Nada lo distrajo hasta llegar a casa.
Desde la cocina donde se encontraba pendiente del guiso de tortuga para la cena, su mujer lo escuchó entrar precipitoso.
—No te esperaba, todavía – le gritó.
Con sus pasos de rinoceronte, Roque se apresuró a dejar salir lo que traía al filo de la garganta cuando estuvo frente a ella.
—Volveré a pelear —explotó.
—¿Te enloqueciste?
—No, me voy a enloquecer si no lo hago —alzó la voz Roque.
—Pero, ¿qué necesidad tienes tú de eso?
—No importa. Todos lo hacen —dijo él.
—Ya tú no estás para esas batallas —indicó ella, mientras revolvía el guisado. No permanecerías en pie ni un minuto en el primer round, ni siquiera frente al peor novato que te pongan.
Roque Miranda guardó silencio ante la cortante observación. Y no halló en el momento ningún argumento para rebatirla, como siempre le ocurre cuando advierte que le han dicho la verdad. Pero al cabo de pensarlo un poco, reaccionó.
—Haré que me pongan uno fácil —dijo.
Ella soltó un ¡hum! y dijo:
—Que no te vaya a pasar como a Pepermint Frazer, que le pusieron a Pambelé creyendo que sería presa fácil y terminó noqueado.
—Eso es un invento de la gente para burlarse del pobre Frazer —reaccionó.
Y se dio vuelta para ir a la sala. Ocupó el sofá de blando cojín, color verde biche; se quitó la guayabera blanca que traía puesta, dejando al descubierto la gruesa cadena de oro que le colgaba del cuello, de la que a su vez pendía una cruz sin Cristo que le caía justo en la boca de su estómago desmedido. Luego se quedó mirando un rato la fotografía gigante en la que aparece de pie, luciendo el cinturón de campeón mundial del peso mediano, con los guantes puestos en posición de combate, descamisado, con una pantaloneta azul que le caía hasta las rodillas, cuya anchura desmerecía sus 150 libras, unas botas rojas anudadas con cordones blancos hasta la parte superior del peroneo, y dejaba ver el diente de oro, que aún lleva puesto, tal como el de Pedro Navaja, el personaje de la canción del mismo nombre del cantautor panameño Rubén Blades.
Suspiró profundo.
Luego tomó el teléfono e hizo un par de llamadas en las que se le oyó discutir con sus interlocutores, usando en diversas ocasiones términos soeces que le salían de la boca como si fueran cerbatanas, y al término de cada una se escuchó la hosquedad con que colgaba el auricular.
Su mujer, tras el alboroto, le gritó:
—Nadie te va a parar bolas; no insistas.
Y, cuando estuvieron sentados a la mesa, a poco de oscurecer, contrario a la costumbre, permanecieron abstraídos hasta que acabaron de cenar.
— Es una estupidez —gruñó ella, al cabo de recoger los platos.
Pero él no soportó aquella brusquedad y templanza de sus palabras.
—No estoy dispuesto a seguir así —golpeó la mesa, y se levantó de un solo envión.
—No lo hagas —le rogó a la sazón, esperanzada en tener mejor suerte con la súplica. Sólo conseguirás un mal golpe.
—Quédate tranquila que yo aún me siento con bríos para tumbar hasta un toro —dijo, y tornó a la sala.
De ordinario, Roque Miranda se habría puesto a llamar por teléfono a sus amigos de la cuadra para jugar la consabida partida de dominó de todas las noches, pero esta vez optó por no hacerlo. Le llamó más la atención permanecer solo, apoltronado en el sofá como un emperador romano, con la mirada puesta en la ventana que da a la calle, por donde entraba el zumbido de la brisa intermitente cuando tocaba los árboles y los cables eléctricos, y el estrépito de los aviones en busca de la pista de aterrizaje del aeropuerto que quedaba sólo a quince cuadras. Así mismo veía pasar la gente que volvía del trabajo, tan presurosa que no alcanzaba a reconocer a ninguno.
Luego de permanecer ensimismado un buen tiempo allí, subió a la alcoba.
Era una habitación amplia, en la que prevalecía el gusto de su mujer por las imágenes religiosas; un enorme espejo rectangular ocupaba la mitad de la pared al frente de la cama; la enorme cortina de la ventana era de estilo medieval. Al cabo de envolverse con la delgada sábana de algodón, se volteó de espalda a su mujer, como acostumbra hacer cuando no acaban el día en buenos términos. Pero la algazara que se desató al poco rato en la telenovela que ella veía, lo hizo girar a reclamarle que apagara eso y se durmiera.
—¿Cómo quieres que me duerma si no me dices lo que te pasa? —dijo ella, y pulsó el botón del control con que se apaga el aparato sin embargo.
Y aunque trató de todas las formas de que le diera alguna explicación convincente de su repentino deseo de retornar al boxeo, que consideraba tan descabellado como el suicidio, no pudo siquiera conseguir que abriera la boca aunque fuera para darle una sinrazón. Luego lo oyó roncar como es normal en él cuando ya vaga por lo senderos del ensueño. Antes que sus ojos se cerraran ella contempló la extraordinaria transformación que sufrió la habitación a causa de la oscuridad, como si todo hubiera pasado a formar parte de un orden de vida fantasmal, y no tuvo duda de que la noche lo cambia todo.
Un alba de verano los sorprendió la mañana siguiente y no tardaron en levantarse de la cama después de sentir su fulgor en los rostros. Ella fue a preparar café y él a ducharse. Al posarse frente al espejo del baño, Roque Miranda bostezó y estiró los brazos para espantar la pesadez que aún traía. Y tan pronto se sintió desperezado, empezó a tirar puños al aire con el estilo brioso que siempre lo caracterizó en el cuadrilátero, intercalaba rectos de derecha con ganchos de izquierda, se agachaba para simular que esquivaba un golpe, brincaba sobre sus piernas en semicírculo, y no interrumpió la sesión hasta que la respiración se volvió agitada de tal manera que parecía haber corrido una maratón. Su cuerpo, azabache, descuidado en el sedentarismo a que lo obligara el retiro que ya pasa de los nueve años, se tornó brillante por el sudor que desató el ejercicio. Luego se ubicó debajo de la ducha y se dispuso a enfrentar el chorro de una vez. Se le oyó silbar y cantar, algo infrecuente en su conducta, mientras se bañaba.
Después desayunó, rumiando cada bocado con la parsimonia de un vacuno, y enseguida partió en la camioneta hacia la avenida que lleva al centro de la ciudad. Ella lo escuchó luego, con los nervios en vilo, hablar en la radio, durante el programa de deportes del veterano periodista Melanio Porto Ariza, y el corazón se le quiso escapar del pecho cuando le oyó mencionar a los radioescuchas sus intenciones de regresar al boxeo. Hasta entonces comprendió que estaba por suceder un cataclismo.
—Déjate de cosas y dime qué es lo que te pasa —le exigiría al volver.
—Nada —contestó él, secamente.
En un dos por tres se cambió de camisa en el cuarto, y antes que su mujer tuviera tiempo de darse cuenta volvió a salir. En el parque del barrio, que parecía de fiesta debido al trinar de los pájaros, experimentó el placer de los dioses cuando los pequeños del colegio vecino se le acercaban a pedir su autógrafo. Uno que otro lo requirió para que le recogiera el balón que había salido de la cancha y aprovechó para hacer exhibición de sus dotes de futbolista malogrado. E igual que siempre, no evadió a ninguno de los transeúntes ocasionales que quisieron abordarlo para indagar por sus hazañas en los cuadriláteros del mundo, ni a los que les solicitaron una foto con él.
Al llegar la hora de las once, determinó ir al mercado público donde suele almorzar de vez en cuando impulsado por su inveterada predilección por el pescado frito con yuca y agua de panela. No le fue posible comer tranquilo debido a las salutaciones y adulaciones constantes de los comensales frecuentes del lugar cuando pasaban junto a él y de quienes lo descubrían por vez primera. De modo que al levantarse de la mesa, henchido de lisonjas, más que seguro de la adoración de sus coterráneos, no le quedaba ya la menor duda de que volver a pelear no era una idea irrazonable como pensaba su mujer.
Y emprendió rumbo hacia el aeropuerto.
Al reencontrarse con los chóferes de taxi, Basilio, el que primero acudió a saludarlo por ser el primero en verlo llegar, no pudo abstenerse de preguntarle si era cierto que volvería a los tinglados como lo había dicho en la radio.
—Así es—se apresuró a responder, sonriente, dando golpecitos suaves y cortos al aire.
Toda la conversación de la tarde giró en torno aquel asunto. Nadie se quedó sin elogiar su osadía, ni guardarse su fe en la victoria. Pero cuando se fue, al filo de las seis, Basilio sacó su billetera del bolsillo de atrás y puso sobre la vereda del terminal todo el capital que llevaba encima.
—Apuesto todo a que lo matan —dijo.
FIN
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