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Las primeras luces del alba comenzaban a ganar la batalla a las sombras de la oscuridad, cual si de titánica batalla entre las fuerzas del bien y del mal se tratara. A través de la ventana abierta de par en par se colaba caprichosa una ligera brisa que tras vencer el obstáculo de las cortinas llegaba hasta mí trayéndome el perfume salado del mar. Entreabrí los ojos mientras mi mente luchaba por escapar del dulce abrazo de morfeo, debían ser las seis a lo sumo las seis y media de la mañana, a mi lado sobre el suelo dormía placenteramente Rufo, el setter que había sido mi fiel compañero durante los últimos cinco años. Me incorporé y en un súbito impulso de valentía decidí poner pies en tierra firme, me dirigí al baño para cumplir con el ritual del aseo diario, volví a la habitación, me vestí con unos tejanos viejos y descoloridos y una camisa blanca, decidí dar un paseo por la playa, ¿qué mejor forma de aprovechar aquel vespertino despertar?.
Salí a la calle con Rufo pegado a mis piernas, la casa que un amigo de Madrid tan generosamente me había prestado para pasar unos días distaba solo dos manzanas de la playa, y hacia allí nos dirigimos con paso vivo. Al tratarse de un día de mediados de Diciembre aquel pequeño pueblecito andaluz se encontraba prácticamente desierto a aquellas tempranas horas. La cúpula celeste presentaba un abrumador color grisáceo amenazando lluvia, se podía oler la humedad en el ambiente, en definitiva era uno de aquellos melancólicos días de otoño que tanto me enamoraban.
Llegamos a la orilla del mar, me descalcé y comencé a caminar por la arena con Rufo a mi alrededor correteando y dando brincos de júbilo. El mar al igual que el cielo tenía un color gris oscuro y se encontraba bastante encrespado. Aquellos deliciosos paseos al amanecer se habían convertido en toda una costumbre desde que me encontraba allí, antes de ir a tomar café al bar de Concha o al kiosco de Alejandro a por el periódico. Me encantaba que el agua acariciara mis pies mientras mi mente divagaba y mi mirada se perdía más allá del punto donde se abrazan cielo y mar. Quizás era el momento del día en que más cerca me encontraba de hallar el estado de paz interior y calma que había ido a buscar hasta aquel pueblo de la costa.
De repente algo distrajo mi atención, concentré mi mirada hasta entonces perdida y logré distinguir un objeto meciéndose entre las aguas en un suave balanceo. Finalmente las malhumoradas olas de aquel amanecer lo depositaron en la orilla, me acerqué y descubrí que se trataba de una botella, una botella de refresco normal y corriente que sin embargo tenía el tapón lacrado y en cuyo interior, a pesar de que el cristal estaba prácticamente cubierto de algas, se podía percibir algo. Cogí del bolsillo trasero de mis tejanos mi pequeña navaja de cachas nacaradas y con cuidado fui retirando el lacre, la coloqué boca abajo y con unos golpecitos logré extraer su contenido. Se trataba de una cuartilla de papel enrollada sobre si misma formando un tubito, no se encontraba en mal estado a pesar del tiempo que pudiera llevar en el mar, y el lacre la había salvaguardado bastante bien de la humedad.
Me senté en la arena, Rufo se extrañó de aquel alto en nuestro paseo matutino pero no tardó en venir a sentarse junto a mí. Desplegué la hojita y comencé a leer.

“Escribo estas líneas porque ahora ya sé que no queda esperanza para mí, que todo se ha acabado. Es duro para un ser humano hacer esta afirmación, porque supone admitir que tu descenso hasta los cadalsos del infierno ha concluido, que nunca más serás tocado por la varita de los dioses y que por delante solo te esperan fuego y desazón. Creo que mi mente ha viajado por todos los estados anímicos posibles completando diferentes metamorfosis. Fui un niño rebelde, hacía desesperar a mis mayores para regocijo propio. Fui un adolescente ansioso en busca de la felicidad prometida sin saber que quizás esa felicidad había que buscarla dentro de cada uno. Siempre me consideré un contestatario, pero todo eso acabó cuando en la facultad conocí a Sonia. Ella me hacía alcanzar cada noche una estrella para colocarla en el firmamento de su mirada. A su lado no existían ni la luz ni la oscuridad, solo existía ella y el halo mágico que la rodeaba; por fin había encontrado mi razón de ser y ella transformó mi rebeldía en algo mucho más bello, en el deseo de que todo fuera perfecto siempre para nosotros. Nos casamos y dos años después nació Adrián.Qué decir, si mi amor por Sonia solo podía ser entendido por los dioses del olimpo, el pequeño Adrián vino a ser la gota que colmaba el vaso de nuestra felicidad.
Y así fue todo hasta hace justo un año, ¡maldita curva en aquella maldita noche que tan rastreramente nos tenía reservada el destino!. Era una noche sórdida, la niebla no permitía ver más allá de un metro, hacía frío. Volvíamos de visitar a la hermana de Sonia que había regresado de su viaje a Ecuador. Sonia y Adrián viajaban en el asiento trasero, nuestro angelito dormido apoyando su cabecita en las piernas de Sonia. A mí me escocían los ojos de intentar concentrarme tanto en la carretera, ella me había pedido momentos antes que no corriera y yo intentaba hacerle caso. Y de repente, apareció allí de entre la niebla un ciervo plantado en mitad del asfalto. Instintivamente di un volantazo y el coche salió disparado de la carretera. Frenética y desesperadamente giré el volante una y otra vez para esquivar los primeros árboles, hasta llegar a aquel viejo roble donde nos esperaba el frío abrazo de la muerte para llevarse de este mundo a las dos personas que más amaba, sobre las que giraba todo mi universo.
Me he quedado solo, y la mía es la soledad en su más completa y amarga representación. Es como cuando te pegan un puñetazo en pleno rostro sin esperarlo, no sabes que dolor es peor, si el físico o el de los sentidos abotargados por algo que no logras comprender y que eres incapaz de aceptar.
Mi mundo eran ellos, Sonia lo sabe allá donde esté porque no me cansé de repetírselo ni uno solo de los días que pasamos juntos. Días arrebatados de cuajo. No hay sentimiento más triste que tener que levantarte cada mañana y no poder acariciar su mirada. Dolor más grande que estirar el brazo y no poder sentir su piel. Angustia mayor que saber que nunca volveré a escuchar su voz. Me he quedado solo y así estaré hasta que algún día pueda volver a reunirme con ellos. He escrito estas líneas y creo que solo el mar puede llegar a entender como me siento, así que a él se las lanzo para que las abrace con sus manos de sal. Hoy hace un año que mi vida acabó, 13 de Diciembre de 2000”.

Las lágrimas resbalaban por mis mejillas, pasé una mano por mi cabello en un vano intento de protegerlo del azote del viento, miré a la lejana profundidad de aquel mar mediterráneo. Rufo se había recostado a mi lado, en su gesto se podía apreciar que entendía perfectamente como me encontraba yo en aquel momento. Introduje mi mano en el bolsillo del pantalón, y extraje una botella, lacrada y en cuyo interior había una hojita de papel enrollada en forma de tubito.
Hoy hace dos años que se me fueron, 13 de Diciembre de 2001.

Jayro, Agosto de 2.002

Texto agregado el 07-09-2002, y leído por 1005 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
13-05-2003 Simplemente con el comienzo me hubiera encantado, y una vez he empezado a leer la historia de la botella me ha gustado mas si cabe, es precioso, el final, de poner los pelos de punta. lady_blue
 
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